miércoles, 28 de julio de 2004

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Todos los Domingos

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a Hugo Vera Miranda

( dejad que los niños vengan a mí )


Como es rutinario la abuela me peina y deposita en mi pequeño bolsillo el diezmo mensual; ceremonia que llena de alegría el rostro de la abuela. La reunión comienza a las seis y como es costumbre la abuela es puntual, a pesar del hostil clima al que yo preferiría no desafiar, hay que irse dice la abuela, que Dios nos manda que nos " esforzemos y seamos valientes". Desde que nos encontramos solos siempre la abuela a querido que abrase la fé y continuamente me lee Salmos y pasajes del antiguo testamento que me cuestan mucho entender. Por lo tanto debíamos apurarnos y obtener una banca de avanzada. La verdad eso nuca lo entendí, ella solía decir que los últimos serian los primeros para Dios.
Al momento que ingresamos la gente que estaba en la puerta nos saludaron muy fraternalmente y me dijeron: "Bendiciones Hermano" luego nos incorporamos a la comunión elevando un Salmo. A la media hora de escuchar las escrituras, el que dirigía la reunión encabezó una oración que poco a poco fue exaltando a los demás miembros. Los rostros tiernos de los porteros se fueron compungiendo a medida que la oración avanzaba, cánticos y alabanzas se iban entonando y todos los objetos que me permitían abstraerme ya los había examinado repetidas veces, la verdad es que me daba miedo estar ahí, por eso seguramente la abuela decía que había que esforzarse y ser valiente.
Los niños que participaban tampoco prometían una opción de libertad, aunque sabíamos que aquel no era nuestro lugar nos abandonábamos en silencio, el parque y la calle deberían esperar. En nuestras miradas de aflicción que lográbamos conectar estaba la resignación de sabernos salvos como decía el exhortador.
Esta actividad se repetía todos los fines de semana y era un bálsamo para la abuela que la hacia olvidar todas nuestras deudas por una semana más. Lo único que cambiaba del Domingo era el cambiante mensaje de algún exhortador que era inspirado por el espíritu santo durante la semana, y aseguraba desolación y castigo para los mundanos que no vencían a la carne. El púlpito, las bancas, las flores las reconstruía a la perfección cerrando los ojos. Nunca logre memorizarme los cánticos, solo el que marcaría mi atípica conversión.
Mientras el ambiente se embriagaba de una tensa alegría, algunos fieles comenzaron a pronunciar extrañas palabras que no lograba entender, mientras el llanto comenzaba a visitar sus rostros, Llanto que se transformaba en una alabanza de gratitud y ligeramente volvía a su origen. Otros danzaban y alzaban las manos, aquel caballero con aspecto de feliz bebedor oculto, que cada Domingo presentaba a su hija enferma, también había cambiado su felicidad furtiva, por la angustia repetida del esquivo milagro, lo cual me hizo sentir mucho miedo; miedo compartido por los demás niños que resistían heroícamente por no huir de esa vorágine, que preludiaba algo apocalíptico.
Para no ser el primer desertor cerré los ojos e intente cantar, poco a poco comencé a levantar mis manos para tratar de pertenecer al grupo de los avivados por el espíritu, Llegando a encontrar una cadencia en los vecinos gemidos.
Aquello debía ser una fiesta porque había gente que bailaba mientras nosotros cantábamos y si ellos podían bailar; por qué yo no. Comencé a unirme a los danzantes sin perder la noción del espacio y sin que se dieran cuenta que mis ojos no estaban completamente cerrados, imité a los mayores que se cruzaban entre la gente y me di cuenta que despertaba una admiración incondicional que llenaba de gozo el rostro de la abuela.
Los domingos ya no fueron el desvelo del sábado incluso los esperaba con ansiedad tratando de mejorar mis actuaciones, por supuesto fui aprendiendo como pasar a golpear a los niños que me caían mal, sin que estos me pudieran responder mi ira celestial. Y como no aprovechar estar cerca de las niñas las cuales me hacían dudar a menudo de mi salvación. Hasta el pastor había cambiado conmigo y eran bastante fructíferas las bolsas de caramelos que me esperaban terminada la reunión.
Pase a ser un miembro activo de la comunidad que rutinariamente recogía las ofrendas, función que nunca había realizado antes de mi inesperado éxito en el baile.
Todo no podía ser felicidad, me embriagué demasiado con mi alegre don teatral, el cual me causo un estado de inconciencia al golpearme la cabeza en un pilar, que traviesamente se interpuso en mi camino.
Nunca debí cerrar los ojos completamente; nunca debí burlarme de la abuela; no debí abandonar la universidad; nunca serás una buena persona; me lo aseguró la abuela.


JUAN PABLO TOLOZAS

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