viernes, 20 de agosto de 2004

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Aristóteles España y Puerto Natales

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Regresé del exilio de Buenos Aires en 1989. Quería volver a la Patagonia a pesar de que estaba radicado hace años en Santiago y del lar quedaban sólo las imágenes; los pequeños ecos de la lluvia temprana, la nieve con sus enormes agujeros que sólo traía dolor en las manos y en los poemas de aquel entonces.
Después de permanecer unos días en Punta Arenas, en casa de mi madre, me embarqué en Buses Fernández a Puerto Natales. Quería reencontrarme con ese lugar donde vivieron mis tíos Oscar e Inés; donde escribí mis primeros poemas cuando fui candidato a la Federación de Estudiantes Secundarios de Magallanes en 1972. Tenía grabado en mi memoria la vieja habitación del Hotel El Natalino, lugar de alojamiento, en cuyo bar conversé con Aurelio Rozas, los hermanos Carlos y Oscar Bustamante, Abel Paillamán, dirigentes del Partido Socialista de Ultima Esperanza.

Años adolescentes, de ideales profundos, de poesía sobre todo. Recuerdo haber leído en ese Hotel los poemas de Nazim Hikmet, Evaristo Carriego, Leopoldo Lugones. Escribí poemas sobre la bahía de esa austral ciudad y una larga égloga llena de la atmósfera de Salicio como homenaje a los trabajadores de los frigoríficos y a las luchas sindicales. Lo primero que me impresionó en ese primer viaje fue que Puerto Natales era una reproducción exacta del mundo chilote, donde yo había nacido quince años antes. Sus calles y construcciones eran las mismas, aunque con otros nombres. Era Chonchi, Curaco de Vélez, Quemchi, Castro, reproducidos en sus pequeñas vastedades como decía el poeta Rolando Cárdenas. Y desde aquel entonces siempre estuve ligado a sus quehaceres culturales, políticos, humanos.

Pero volvamos a 1989. Yo preparaba un libro de entrevistas titulado "El sur de la memoria", que daba cuenta de las personas que habían sufrido la represión militar, hombres y mujeres anónimas en muchos casos, pero cuya fuerza debía ser transmitida a las nuevas generaciones. Por aquel entonces estaban de moda las entrevistas a los ministros de Salvador Allende, ex embajadores, empresarios. Mi apuesta fue otra: rescatar a los seres olvidados en el sur del mundo que habían pasado peripecias; que debieron vivir como vecinos de sus torturadores y en muchos casos con parientes que estuvieron en el otro bando.

Al bajar del bus me encaminé a la calle Libertad 200, el hogar del poeta Hugo Vera Miranda, a quien había conocido en Buenos Aires un par de años antes. Nos abrazamos, hicimos recuerdos de Capital Federal, de nuestros hermanos escritores; de inmediato nos dio una sed enorme por lo que nos trasladamos a los lugares más disimiles que un bohemio pueda siquiera imaginar. Restaurantes con nombres de peces, boites con frases en inglés, letreros luminosos, zaguanes donde había que dar brincos para no pisar a los contertulios que dormían la siesta en el piso. Le conté a Hugo de estos proyectos y él ayudó a facilitar contactos desplazándonos en su mítico auto rojo en compañía de despampanantes damiselas vestidas de negro, con escotes cinematográficos, ante la ira de un envidioso escriba local y de bancarios que nos observaban perplejos de sus mesas en los restaurantes de la ciudad. Permanecí una semana sin ver la luz del día. Por las noches ingresábamos con Hugo Vera Miranda a los vericuetos citadinos de Natales, mientras el mundo giraba alrededor de un sol que no alcanzábamos a descifrar en esos recónditos parajes. Hice entrevistas, visitamos el bar del viejo hotel "El Natalino", fui a ver mi familia chilota, empezamos a escribir esos relatos - entrevistas, a entender el exilio como una sombra en la memoria; a preparar el regreso a Buenos Aires; y a guardar esos recodos de la ciudad natalina donde más tarde volvería para escribir en el viento.

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