jueves, 12 de agosto de 2004

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Ramón Díaz Eterovic: LOS DIAS CONTADOS

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-¡Ya es hora de matar a Osorio! - sentenció tío Arnoldo, dejando sobre la mesa la navaja de cacha ahuesada que portaba como amuleto a considerar a momento de tentar fortuna o meditar una decisión importante. La familia se encontraba reunida en el comedor esperando a que mi madre sirviera los ñoquis que preparaba los domingos. Sus ñoquis con salsa de tomates y ciruelas eran una suerte de rito familiar que ella iniciaba a primera hora de la mañana, cuando después del desayuno y de dar de comer a los perros se ponía a mondar las papas cosechadas con anticipación en la huerta familiar. Después, mientras mi padre y tío Arnoldo oían su programa favorito de música mexicana, ponía las papas a cocer hasta que estimaba que estaban blandas y las convertía en un cremoso puré que mezclaba con harina, media docena de huevos y sal. En ese punto de la preparación solía llamar a mis hermanas para que le ayudara a moldear los ñoquis que, una vez embadurnados de harina, iban a dar al ollón donde hervía el agua mezclado con algunas gotas de aceite. Los ñoquis de mi madre eran un rito y la mesa de los domingos el momento en que se conversaba de bodas y bautizos, compras de animales y de los escasos éxitos escolares de los hijos.
-¡Ya es hora de matar a Osorio! -insistió mi tío y noté que su rostro adquiría un tono púrpura, como si hablar en voz alta le hubiera provocado un esfuerzo desmedido. Tío Arnoldo era alto y gordo, usaba patillas unidas a sus mostachos negros y al costado derecho de la cara tenía una cicatriz que nunca dejaba de atemorizarme. El tío contaba que la cicatriz era producto de una riña en la isla Tierra del Fuego, a donde había ido a trabajar en su juventud, como ayudante de esquilador en las faenas que cada verano atraía a muchos hombres hacia las estancias patagónicas. Por el honor de una mujer, aclaraba cuando alguien le pedía recordar el incidente, y enseguida, con su vozarrón de barítono recitaba unos versos de Evaristo Carriego con los que sin duda se identificaba: "El barrio le admira, Cultor del coraje, conquistó, a la larga, renombre de osado". Mi padre, al que nunca hizo gracia que su hermana regalona se casara con un mastodonte de pocas luces, sonreía al escucharlo y entre broma y broma, reducía la hazaña a una riña de curados irrelevante y sin el honor de ninguna mujer en juego.
-¿No podríamos esperar un poco más? -preguntó mi padre, más por contradecir a mi tío que por convencimiento en sus palabras. El tío Arnoldo hizo una mueca despectiva y mi padre me miró de reojo. Sabía que el asunto me inquietaba y que era preferible tratarlo en otro momento, lejos de mis oídos y de mis sentimientos.
-Hemos cambiado de fecha en dos oportunidades. ¿Qué le pasa cuñado? -preguntó el tío Arnoldo-. ¿Perdió las agallas?
-Solo aguardo a que llegue una fecha significativa.
-Su madre, que además es mi santa suegra, cumple noventa años. ¿No le parece una fecha adecuada?
-Había pensado comprar cholgas, tacas, castradina y un trozo de cerdo -retrucó mi padre, sin despegar la vista de mi rostro-. A mi viejita le gustaría comer un curanto, con sus correspondientes milcaos y chapaleles. No olvide que es chilota.
-Dudo que la señora se fije en detalles. Cumplir noventa años es una gracia que no la hace cualquiera.
-Tiene razón, cuñado. Nos estamos ahogando en un vaso de agua -concedió mi padre al ver que mi madre se acercaba con la primera fuente de ñoquis.
-Lucen como perlas, hermana -comentó tío Arnoldo a mi madre, acomodando su plato sobre la mesa, junto al pocillo de queso rallado y la panera.

2
-Cuesta reconocerlo, pero respecto a Osorio tu tío tiene razón. Hay ciertas cosas a las que no se les puede quitar el bulto -dijo mi padre, mientras encendía uno de sus apestosos cigarros de tabaco negro que compraba en la tienda del griego Vretakos y que mi madre le permitía fumar los días domingo para acompañar la copa de aguardiente que bebía después del almuerzo.
-Cuando mataron a Galindo dijiste que esa sería la última vez. Que ya no estabas en edad para tanto esfuerzo y que la sangre tiene un límite.
-Es cierto que dije eso, pero uno propone y Dios dispone -exclamó mi padre y luego de beber un sorbo de licor, agregó-: Cuando seas grande entenderás lo que te digo.
-Estoy harto con todas las cosas que deberé entender cuando grande -grité-. Tal vez entonces sepa porqué no puedo portar una navaja como el tío Arnoldo o leer las revistas de monas piluchas que él guarda en su velador.
-A tus mayores no se les levanta la voz -retrucó mi padre, al tiempo que mordisqueaba su cigarro.
-¡Qué genio! El pibe salió alegador. Va para abogado o político chamullero -comentó tío Arnoldo, esbozando una sonrisa que amplió hacia los costados su mostacho.
-¿Por qué no podemos ser como las demás familias? -pregunté en voz baja.
-Todos los vecinos del barrio mantienen la misma tradición.
-No todos -insistí-. Los Pérez recurren a la carnicería del barrio y los Velarde van a un restaurante.
-Son familias de recursos y pueden darse algunos gustos.
-Es sólo una vez al año.
-Basta -bramó mi padre-. No voy a perder mi tiempo discutiendo con un chiquilín de diez años. Hay tradiciones familiares que no pueden pasar por alto.
-Once. El próximo mes cumplo once años.
-El próximo mes. Hasta entonces, solo tienes diez. Ahora, anda a buscar los naipes. Tu tío Arnoldo y yo vamos a jugar una partida de truco.
Por unos segundos hice oídos sordos a las palabras de mi padre y me mantuve en mi lugar, inmóvil como cuando jugaba a las estatuas con mis hermanas y resistía, imperturbablemente serio, a sus morisquetas.
-Me parece que te di una orden -insitió mi padre, a punto de perder la paciencia.
-Recuerda que Osorio y el niño son amigos -terció mi madre que hasta entonces había seguido en silencio la conversación-: Osorio lo recibe al regreso del colegio y juegan en el patio cuando hace buen día.
-Todos en nuestra familia conocemos el destino de Osorio -respondió mi padre, alzando la voz con autoridad.
-Sí, pero no olvides que Osorio llegó a esta casa después de lo ocurrido al niño Andrés.
La mención del niño Andrés puso una larga pausa de silencio en el comedor familiar. Andrés iba a ser mi hermano menor, pero por esas cosas que a mi edad aún no entendía había muerto a las horas de nacer dejando su nombre como un referente cada vez más difuso en la vida de nuestra familia.
-Trae los naipes -ordenó mi padre, mirándome a los ojos. También él se había puesto triste. Me puse de pie y fui a buscar los naipes que mi padre guardaba en la alacena de la cocina, junto al paquete de yerba mate y el gotario que usaba para aceitar su escopeta.
-Osorio tiene los días contados -oí decir a mi tío Arnoldo, antes de abandonar la habitación. En ese momento quise ser Sandokan y partir a mi tío en dos con su cimitarra justiciera.

3
Lo mataron un día de sol radiante. Desde la ventana de la cocina observé los preparativos del tío Arnoldo y mi padre. Ambos parecían vestidos para una ocasión especial. Pantalones de diablo fuerte, camisa blanca, chaleco negro sin mangas, cuchillos anidados a un costado del cinturón. Bebieron una copa de vino tinto y luego caminaron hacia la salida del patio, cabizbajos, concentrados en los pormenores de la ceremonia sangrienta a la que se sentían obligados. Pensé en seguir sus pasos pero me arrepentí de inmediato. Decidí huir y sin pensarlo dos veces, tomé mi honda y salí corriendo en dirección a la playa, distante a cinco o seis cuadras de la casa. El mar estaba calmo y a lo lejos se divisaban las siluetas de tres barcos que surcaban el Estrecho de Magallanes. Por un instante me imaginé embarcado en uno de ellos, alejándome de la costa y mis padres. Pasé gran parte de la mañana sentado sobre un montículo de arena, observando el ir y venir de las olas, creyendo ver el silencioso rostro de Osorio entre las nubes. Después me entretuve tirando piedras al agua mientras pensaba en esas cosas misteriosas que según mi padre entendería en el futuro. Pensé entonces que lo peor de la muerte no era que uno se fuera a un lugar oscuro como tanto temía mi abuela, sino quedarse solo, sin ver más a la gente que uno amaba.
Estaba decidido a huir de la casa pero no sabía a ciencia cierta que camino tomar. No conocía a nadie más allá de mi pueblo y en los bolsillos portaba dos o tres monedas miserables que a lo más podían servir para comprar una marraqueta o un cucurucho de turrón. Recordé a Osorio y pensé que a esa hora su suerte estaba echada. Su sangre mancharía el suelo del galpón donde mi padre y el tío Arnoldo le habrían hecho la encerrona. Decidí que no derramaría ni una lágrima cuando ellos murieran. Tampoco el día que la abuela dejara de tener miedo.
Seguí sentado sobre la arena hasta que divisé a la pandilla del basural. Eran cinco muchachos de aspecto sucio que empleaban sus días en recorrer el sector de la playa donde llegaban a dar gran parte de los deshechos del pueblo. De la mañana a la tarde recogían botellas, cartones, zapatos viejos, cualquier cosa que pudiera tener algún valor. Mi padre no me dejaba juntarme con ellos, pero igual a veces me sumaba a sus correrías y les ayudaba en la recolección. Decidí castigar a mi padre y corrí al encuentro de los muchachos. Durante un par de horas reunimos una gran ruma de botellas vacías y luego de encontrar cuatro viejos neumáticos de auto decidimos amarrar unas tablas a ellos y hacer una balsa que nos llevara lejos de la playa. A la hora de probar la embarcación me ofrecí de voluntario. Fui el primero en subirme a la balsa y el primero en hundirme hasta el cuello, mientras mis compañeros de aventuras permanecían en la playa, como alegres espectadores de una comedia de equivocaciones. A duras penas logré alcanzar la orilla. La arena se pegó a mis ropas mojadas y al igual que un pollo recién salido del cascarón quedé en medio de la pandilla. Tuve ganas de salir corriendo y regresar a mi casa. Tenía frío y al poco rato comenzaron a cansarme las burlas. Sin embargo mi aspecto no estaba para aparecer por la casa, como si nada hubiera pasado. Decidí esperar a que secaran mis ropas y los muchachos, apiadados de mi mala suerte, optaron por recoger ramas secas y encender una fogata que nos iluminó hasta que las primeras sombras de la noche se recostaron sobre las olas en calma. Después me dejaron solo, y sin ánimo para dormir al amparo de algún matorral, emprendí el regreso a mi hogar. Mis ropas estaban fétidas y a medida que me aproximaba a la casa fui preparando el ánimo para recibir el reto de mis padres. Pensé que el fruto de la venganza era pobre, y un poco por mí mismo y otro poco por Osorio, solté unos lagrimones.
Mi padre y tío Arnoldo bebían una botella de vino en un rincón del patio. Parecían agotados y a la luz de la lámpara a parafina que los iluminaba, creí reconocer en sus botas algunas gruesas gotas de sangre. Pregunté a mi madre por Osorio y ella miró hacia el cielo, como si en ese momento mi amigo pudiera estar colgando de alguna estrella.
-¡Jesús, María y José! -exclamó observando mi aspecto-. ¿Dónde estuviste metido todo el día? ¿Se te olvidó que tienes casa?
-Con los muchachos del basural -dije con algo de rabia.
-Que no te oiga tu padre -agregó antes de tomarme de una manga y conducirme hasta el baño para someterme a una prolongada friega.
Al cabo de unos minutos lucía limpio, con la raya del peinado en su lugar de siempre y una camisa que olía a recién planchada. Cuando salí del baño sentí que toda la casa estaba invadida por un generoso aroma a pan horneado. Caminé hacia el patio y a la distancia, sin querer acercarme, observé al tío Arnoldo y a mi padre.
-¿Pasó la rabia? -preguntó el tío, al tiempo que descorchaba una nueva botella de vino.
-¿Dónde está Osorio? ¿Qué hicieron con él? -pregunté a voz en cuello.
-Murió en su ley -respondió mi padre.
-No dijo ni pío -agregó el tío Arnoldo-. Mañana sabrás de él.

4
Ataviada con su mejor vestido y una corona de flores sobre sus cabellos, mi abuela se acomodó en una silla ubicada lejos de la fogata del asado. Me acerqué a su lado, besé sus mejillas arrugadas y me senté a sus pies, como un perro faldero necesitado de cariño. Mi tío Arnoldo descorchó una botella y luego de aprobar la calidad del vino comenzó a preparar el cordero que, colgado de la rama de un árbol, mostraba su generoso costillar y sus abultadas paletas. Dividió el cordero en dos mitades con una sierra y lo saló, lentamente, en una suerte de caricia amorosa que fue hurgando en la geografía grasosa del animal. Terminada esta operación ensartó al animal en dos asadones y con la ayuda de mi padre, lo montó sobre cuatro horquillas. El fuego crepitaba suave y al poco rato empezaron a caer goterones de grasa desde la carne.
-Tiempo, mucho tiempo -sentenció el tío Arnoldo-. Un asado de cordero al palo requiere de tres a cuatro horas de cocción. Hay que dejar que el fuego haga su negocio para que la carne quede tierna y desgrasada. ¿O no, cuñado?
-Tiempo y chimichurrí -dijo mi padre, mientras revolvía la cazuela que contenía una mezcla de aceite, vinagre, algo de vino tinto, ajo picado, orégano, sal y unas cucharadas de ají en salsa.
-Y una garrafa de vino para los cocineros -agregó el tío, al tiempo que soltaba una carcajada que estremeció sus gordas y enrojecidas mejillas.
-Además de paciencia para ir dando vueltas al cordero, una y otra vez, hasta que se cocine parejito.
-Se aprecia que tiene experiencia en estos trotes, cuñado.
-Aprendí con mi abuelo -agregó mi padre y mientras se acercaba al fuego para chicotear chimichurri sobre el cordero con una rama de yerba buena.

Un fuerte aroma a carne asada y humo invadió el patio. Mientras los cocineros vigilaban el asado, mi madre preparaba las ensaladas de lechuga y tomate que harían compañía a la carne y a las papas cocidas. Pensé en acercarme al fuego, pero recordé que seguía enojado y me mantuve en mi sitio, pendiente de la respiración agitada de la abuela y de sus observaciones respecto a la elaboración del asado. Luego, a mediodía, comenzaron a llegar los invitados. Mi padrino, un par de vecinos con sus esposas, tres niños de mi edad a los que decidí ignorar, dos amigas de la abuela que se sentaron a su lado y un desconocido que supuse sería amigo o compañero de trabajo de mi tío. Mi padre destapó una garrafa de tinto y los hombres se reunieron junto al fuego, a celebrar las bondades del vino y recordar otros asados que al correr de sus palabras adquirieron las características de verdaderas hazañas homéricas.
-Mansilla sabe tocar guitarra y más tarde nos puede interpretar alguna pieza -dijo mi tío indicando al desconocido y a una guitarra que alguien había dejado junto a la mesa de las ensaladas. El aludido era bajo de porte y sus piernas arqueadas delataban su pasado de amansador de caballos.
-Queda comprometido -acotó mi padre, alcanzándole a Mansilla una nueva copa de vino.

5
Entrada la noche, cuando junto al fogón solo quedaban el tío Arnoldo y Mansilla, mi padre se acercó a mi lado y compartió por un instante el espectáculo de las brazas rojas que hacían más suave la oscuridad. Acarició mi cabellera y buscó en el cielo las estrellas que muchas noches atrás me había enseñado a identificar. Las tres Marías y la Cruz del Sur. Despedía un fuerte olor a humo y en sus ojos tenía un brillo festivo, producto del vino y de la satisfacción por el resultado del asado. Los invitados se habían ido contentos después de compartir el mate y las tortillas al rescoldo amasadas por mi madre. Del cordero sobrevivía un pequeño trozo de pierna que era observado con interés y miedo al mismo tiempo por los dos gatos de la casa. Había sobrado vino y una botella de aguardiente de Chillán traída por mi padrino. La noche estaba calma, reconcentrada en el ojo rojo de la fogata que se negaba a extinguirse.
-¿Cómo estaba el asado? -preguntó, amistoso.
-No lo probé -respondí con un extraño sentimiento de tristeza en el pecho.
-Mal hecho. La carne estaba tierna, como mantequilla.
-Comí tortilla con mermelada de ruibarbo.
-Aún queda un trozo de carne en el fuego -agregó mi padre, al tiempo que abría su cortapluma con la intención de cortar una tajada.
-No quiero, no podría llevármela a la boca.
-Tonteras -dijo mi padre y luego de llenar una copa de vino, agregó-: Estas cansado y tienes sueño. Mañana verás las cosas de otra manera.
-Seré más grande -dije con tono irónico.
-Tal vez. Dicen que los niños crecen durante el sueño.
Miré a mi padre mientras llevaba la copa a sus labios.
-¿Sufrió mucho antes de morir? -pregunté.
-Nada. Tu tío Arnoldo tiene experiencia en esos asuntos.
-¿Él lo mató?
-Él, yo, da lo mismo. Esas cosas carecen de importancia.
-No para mí.
-Lo importante fue la fiesta -agregó mi padre sin detenerse a considerar mis palabras-. La familia, la alegría de los invitados, la felicidad de tu abuela que tuvo su fiesta de cumpleaños como Dios manda. En una de esas es su última celebración y más adelante recordaremos este día con gran cariño.
-Hubiera preferido que Osorio siguiera vivo.
-¡Osorio! ¿No podían ponerle un nombre que no fuera de cristiano?
-Idea del tío Arnoldo. Cuando lo trajo a casa dijo que le recordaba a un compañero de faenas.
-Cuando yo tenía tu edad me regalaron tres patos. Pequeños, amarillos, preciosos. Caminaban en fila india, uno detrás del otro y nunca se separaban. Les puse nombre y con la ayuda de mi abuelo les hice una especie de pileta para que chapotearan. Crecieron y cambiaron de plumaje. Se pusieron feos. Igual que nosotros, los humanos, que vamos quedando gordos, calvos y desdentados. Pero igual los quería y ellos me seguían a todas partes. Una mañana, el día antes de mi cumpleaños, salí al patio a buscarlos como hacia siempre y no los encontré. Mi padre los había llevado donde un vecino que sabía faenar patos. Los volví a ver cuando los sacaron del horno para llevarlos a la mesa del festejo. Sentí una rabia infinita.
-¿Lloraste?
-Por supuesto, las lágrimas también ayudan a crecer -dijo mi padre, y luego de rellenar su copa de vino y dejarla entre mis manos, añadió-. Ya va siendo tiempo que aprendas a paladear un buen trago de vino.
Probé el vino. Me supo amargo pero igual lo bebí hasta descubrir el fondo de la copa.
-El próximo verano iré de nuevo a las faenas de esquila y te traeré el cordero más gordo y bonito que encuentre.
-Será bueno tener otro cordero en la casa -dije, sintiendo que el vino comenzaba a calentar mis mejillas.
-Servirá para el nuevo cumpleaños o el funeral de la abuela.
-Pero no jugaré con él ni le pondré nombre alguno.
-¡Estás creciendo, hijo! ¡Brindo por eso! -exclamó mi padre y luego de llenar su copa, agregó-: ¿No quieres probar el asado? El condenado quedó muy sabroso.


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