Era día de sol. Con mi hermano durante la mañana nos dedicamos a caminar por la orilla del río y a saltar en los sitios que considerábamos más peligrosos, hasta que llegamos al lugar del tranque que habían formado los chiquillos de la pandilla. Allí estaban todos retozando en el agua, algunos se embardunaban todo el cuerpo con arcilla y luego se arrojaban al río. Era divertido verlos.
Mi hermano no aguantó la tentación y se desnudó, no me iba a quedar atrás, yo hice lo mismo. Así que pronto estábamos embarrados con arcilla y sumergiéndonos en el agua, en medio de la gritería de nuestros amigos.
Pasado el mediodía se acabó la diversión. Los chicos se fueron a sus casas y nosotros quedamos desnudos panza al sol, tirando piedrecillas al río. Mi hermano propuso que bajáramos por sus orillas hasta la bodega Stubenrauch.
Muchos de los obreros de la Sociedad Explotadora venían bajando por la calle Phillipi. Nosotros corrimos tras ellos y los fuimos siguiendo. A lo lejos sentimos el trac trac del tren que venía a buscarlos para llevarlos al Frigorífico Bories. Nos sentamos al borde del riel, esperando para poder subir al trencito.
Los obreros fueron subiendo en orden y nosotros aprovechamos un momento de descuido para colarnos dentro de un carro. Nos sentamos en un rincón cerca de la puerta de ingreso. Cuando el tren comenzaba a resoplar y temblar como animal herido, la puerta se abrió dando paso a un hombre enorme, de rostro rubicundo, con un morral cruzado en su cuerpo, se desplazaba con cierta dificultad y golpeaba el suelo con su pierna de madera.
Estábamos impresionados, el hombre enorme se sentó a nuestro lado arrojando un grueso escupitajo al suelo y sonriéndonos. Hurgó en su morral hasta extraer una botella de licor del que bebió un gran trago haciendo chasquear la garganta, luego se la cedió a mi hermano, que entre toses pudo tragar algo del líquido, mientras los demás hombres reían. Después me la entregó diciéndome:
- Es tu turno de beber.
Un ardor se esparció por toda mi garganta quemándome el estómago, escupí en medio de un acceso de tos y chillidos guturales, los ojos se me llenaron de lágrimas. Nuevamente los hombres rieron.
El hombre enorme se dirigió a nosotros diciéndonos que él también había sido niño y que esa pierna, la que ahora golpeaba con su puño, la había perdido arrollado por el mismo tren. Nos contó que estuvo todo un día gritando tirado a un costado del riel. Al caer la noche fue socorrido por un arriero que lo trasladó hasta Puerto Natales, pero su pierna era un guiñapo de carne y huesos. Los médicos sólo se limitaron a deshacerse de ella.
Otro hombre se acercó a nosotros y pidio al de la pierna de madera que le diera de beber. Este le entregó la botella que prácticamente le fue arrebatada de las manos.
El hombre, ante la atenta mirada de los demás pasajeros del vagón bebió de un solo trago todo el contenido de la botella, los demás empezaron a gritar:
- ¡Puchas que estabas seco rucio, oh!
- ¡Ya te cargaste al copete gringo!
El llamado gringo comenzó a desplazarse velozmente por todo el carro empujando a los que le gritaban, quienes a su vez también le empujaban con tal violencia que se tambaleaba y caía sobre los otros pasajeros, los que entre risas y garabatos, volvían a empujarse entre ellos.
Sólo el hombre de la pierna de madera no participaba de este alboroto, permanecía indiferente al bullicio de los hombres. Apoyado sobre su bastón nos dijo que nos tranquilizáramos, que pronto se aburrirían.
- Son un montón de imbéciles, agregó.
Mi hermano y yo estábamos muy asustados por la enorme gritería y el grotesco juego que a cada instante se tornaba más violento, pero los hombres, en vez de calmarse, se enardecían más azuzándose unos a otros, hasta que producto de un violento empujón el rucio cayó al suelo.
En un primer momento se hizo un silencio total, hasta que uno de ellos empezó a reir suavecito y de a poco todos comenzaron a reir y a burlarse del rucio; algunos se acercaron al autor del empujón, le levantaron la mano y lo vitoreaban como si fuera un boxeador que ganaba un importante combate.
El rucio, con el rostro contraído por la ira, se arrojó furiosamente sobre su ofensor, propinándole una seguidilla de golpes de puño que lo hizo trastrabillar. Este, repuesto de la sorpresa inicial, respondió el ataque de su enemigo trenzándose en una violenta gresca. Los demás gritaban con mayor entusiasmo para animar a los luchadores, algunos cursaban sus apuestas a viva voz:
- ¡Voy al rucio, carajo!
- ¡El gordo es mejor, dale no más!
Al girar sobre una curva, una ráfaga de viento se coló por la puerta corrediza del tren y el rucio salió despedido por la puerta abierta. Desesperado, aleteando en el aire, logró aferrarse con una mano en el borde del vagón; los gritos, más bien los aullidos del rucio, dejaron congelados a todos los pasajeros del carro.
Sólo el hombre de la pierna de madera se movió con una asombrosa velocidad, con una mano se apoyó en la puerta y con la otra tomó el pecho del rucio que lloraba y gemía sin control. En un instante que nos pareció eterno levantó por el aire al rucio y lo dejó dentro del carro.
El rucio cayó arrodillado llorando; el hombre de la pierna de madera les dijo a los demás:
- ¡Se acabó el juego!
Los hombres volvieron a sus puestos y se sentaron en silencio; nadie se atrevió a decir una palabra mientras duró el viaje. Se bajaron y se fueron presurosos a sus trabajos. El último en bajar fue el hombre de la pierna de madera, que antes de irse nos dijo:
- Es hora que regresen a casa.
Descendió del carro desplazándose trabajosamente sobre su pierna sin vida.
En el interior del vagón, el rucio lloraba arrodillado.
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