Chile es una larga mesa donde resplandecen las viandas y blanquean los manteles: por todas las regiones del territorio nacional se proclaman las más incitantes exquisiteces. No hay rincón patrio que desmerezca en el buen yantar y así lo contemplan sus costumbres.
Y si llegamos, por ejemplo, a la isla grande de Chiloé o a los más remotos sitios de su desarticulado archipiélago, nos hallaremos siempre con la apetitosa subtancia de sus curantos, célebres hasta más allá de sus lares. Porque en ese hoyo como de sepultura del curanto se han resumido los deleites representativos del mar y de la tierra en el calor robusto de sus piedras y sus leños. El curanto es el pabellón de batalla de la cocina chilota, su más sólido baluarte gastronómico entre altas y bajas mareas.
Por sus capas sucesivas y aromáticas de choros, cholgas, navajuelas, locos, almejas y picorocos se agregan las habas, arvejas y las papas, los milcaos, chapaleles y chorizos, las carnes de cerdo, de aves y de cordero, las longanizas, el pescado y un sinnúmero de otros ingredientes cruzados por las hojas de pangue que protegen su cocimiento.
Los choros vienen a ser, junto a los demás mariscos, los personajes principales de este verdadero rito comensal, ya que con sus jugos marítimos se cuecen al vapor el resto de las mixturas. Los isleños más viejos cuentan que los invitados al curanto tienen que gritar a pulmón lleno para que los mariscos abran sus valvas, suelten sus aguas nutricias y se acelere el proceso de cocción para gozar de tan sabroso presente, auténtica bandeja de la chilenidad.
Nuestro Pablo de Rokha no se escabulle de estos menesteres y le otorga al curanto otros adobamientos contundentes. En su "Epopeya de las comidas y las bebidas de Chile" nos entrega una receta que rompe los moldes clásicos, pues le proporciona "choros, perdices, locos, cabezas de chancho, malayas de buey y ternera, patos, pavos, gansos, longanizas, queso, criadillas, corvinas y sardinas, sellándola y besándola como una tinaja de mosto, colocándole una gran centolla en la boca…".
No hay rincón de la isla grande chilota que escape al culto del curanto. Por Ancud, Chonchi, Curaco de Vélez, Huildad, Chaulinec o Dalcahue hay manos maestras en estos ejercicios de la cocina criolla. Al frente del gran asado al palo se levanta el rumor del curanto a muchas leguas a la redonda y son muy pocos los que han escapado de su hechizo y sabrosura, cuando se trata de arrimarse al hoyo que hierve entre las piedras y vegetales, como un respiro de la tierra junto al mar que brama sus soledades. Y para espantar la tristeza y bajar las gorduras, nada mejor que el vino blanco irisado, el tinto como sangre de otro tiempo o la chicha de manzana que suspira en los toneles.
"La Prensa Austral", 24 de julio de 1986.
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