lunes, 25 de febrero de 2008

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La muerte de un vagabundo

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Se llamaba Tito. Y eso fue suficiente. No necesitaba más. Fue su elección. Lo conocí de joven cuando yo era niño. Era alto y de complexión atlética. Tenía padre y madre, tres hermanos. Como casi todo el pueblo trabajó en el frigorífico. Luego en una empresa expendedora de combustibles. Tenía una bicicleta con la cual se dirigía al trabajo. Era un tipo aplicado. Un caballero. De pocas palabras. En cierta medida siempre fue un ser enigmático antes que se dedicara al vagabundaje. Era un hombre en el sentido estricto del término de aquellos tiempos. Un hombre de pocos amigos. Frente a su casa vivía La Cañe. Con ella tuvo cuatro hijos. Tres mujeres y un hombre. Nunca nadie lo vio con ella. Con La Cañe. Se cruzaban apuestas en cómo y dónde Tito se juntaba con La Cañe para procrear. Nadie, reitero, los vio jamás juntos. Nunca. Y tuvo cuatro hijos con ella. Ninguno obviamente, reconocido. Y se fue quedando solo. Completamente. La Cañe a la cual nunca vimos junto a Tito, se murió. Los hijos que nunca jamás hablaron con su padre, con Tito, se desperdigaron por parajes lejanos y el barrio poco a poco fue cambiando su fisonomía. Y Tito celosamente se fue quedando solo. Se volvió un ermitaño. Y pasó la barrera. La barrera que separa la vida de su vida. Y cortó casi todo vínculo exterior. Ingresó a la delgada línea que separa la obviedad de las cosas establecidas a un mundo interno al cual se nos hace difícil acceder. A un mundo que vislumbramos lejano pero que está ahí. Al alcance de la mano. Se recluyó. Se aisló. Atisbó un mundo mejor para él en donde el frenesí de querer tener y no ser, no tenía importancia alguna. Y se hizo vagabundo. Ya nada necesitaba. Por lo tanto nadie necesitaba de él, de Tito. Cortó amarras. Deambulaba por el pueblo a pasos apresurados. A ninguna parte. La osquedad era su emblema. No retribuía saludos. Cerró puertas y ventanas. Puertas y ventanas que al final utilizó para calentarse. Por último una maldita enfermedad se lo llevó. De noventa kilos llegó a pesar treinta. Y se fue. Se fue de una forma que seguramente a él no le hubiese gustado. Completamente rasurado en su ataúd, él que tenía una barba blanca de filósofo griego. Con un traje que nunca le perteneció y a un cementerio quieto indigno de su estirpe de ermitaño apresurado. Pero el fantasma de Tito seguirá rondando por el barrio. Volverá a juntarse con La Cañe en ignotos lugares desconocidos y reclamando para sí, ser llamado el protector de todos aquellos vagos natalinos que están por venir.

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