viernes, 28 de marzo de 2014

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Juan Mihovilovich: Camus Obispo

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Ha muerto don Carlos Camus. Y el “don” está puesto a propósito para asociarlo a la idea de un ser noble, con un legado que a algunos toca y a otros deja indiferentes. Así suele ser la vida. Una suma y resta de desencuentros propios o ajenos. Nos toca dimensionar a los grandes hombres en la partida póstuma. La idea del polvo es apenas eso: una idea. Enfatizar la materialidad es algo pasajero, evanescente, que se pierde en medio de la tierra y del viento que se lleva un cuerpo entre cenizas diluidas. Sin embargo, el espíritu es indomable. No se resiste a quedar entre cuatro extremidades. Pasa a ocupar el tiempo y el espacio de un ser vivo y luego se cuela por las rendijas de una energía aérea. Convertidos en nada somos al fin todo. Nos alejamos de este reducido cuerpo constreñido, nos embutimos en un traje casi nunca hecho a la medida, sino acomodado a las circunstancias. Y las circunstancias nos resultan ajenas, lejanas, incontables. Pero, no es que seamos incapaces de ser algo más que un simple cuerpo. Es solo que nos pesa demasiado. La sonrisa se nos diluye a cada instante. No podemos vivir más allá del espejismo que somos y que nos refleja en la ilusión de los demás. Y a pesar de esa materia corrupta y diluida una luz maravillosa palpita en cada célula. Somos la idea que subyace en el interior de cada átomo, una idea maravillosa expresada por una inteligencia eterna. Solo que nos emporcamos en la basura. Nos gusta ser gusanos. Somos gusanos reptando sigilosos por encima de una tierra humedecida. Creemos pisar suelo firme y apenas caminamos sobre una alfombra inexistente. Ah, y Dios nos recrimina sin palabras. Dios, el divino hacedor de nuestra inmortalidad nos regresa a esa otra proyección del infinito que negamos a cada momento. El barniz se presenta como lo único digno de vivirse. Una vida inconsciente premunida de la huída mayor, la huída del espejo que somos y del pálido reflejo que emitimos. Cierto, Don Carlos ha muerto en la imagen que de él hemos forjado. Su vestimenta física ha sido ese envoltorio que muy luego será polvo. Lo vimos a diario caminar cada vez más pausado como a la larga o a la corta caminamos cada día. Lo percibimos en su humanidad contradictoria y en su espiritualidad más trascendente. Lo descubrimos valiente enfrentando los tiempos de oscuridad tenebrosa que hacían del día noche y de la noche una incertidumbre temerosa. No sabíamos si al día siguiente seguiríamos con vida. Y la existencia luego era un azar. Pero don Carlos nos enseñó a no temer lo pasajero. Cierto, él se temía a sí mismo. Lo supimos por esas casualidades que la vida se empeña en demostrar que nunca son tales. Las casualidades de las tentaciones y del propio miedo personal. Las casualidades de quienes asumíamos que sobrevivir era imprescindible, porque el demonio interior se había aherrojado por las calles como parte de los otros y de uno mismo. Así y todo, sentimos que no era posible ahogarse para siempre entre la niebla de los poderes ocultos. La mentira como parte de la cotidianeidad era otro de esos fuegos de artificio que sembraron el suelo de cadáveres. De polvo, en suma. Pero claro. Había que levantar la voz en el desierto. En medio de tanta infamia y oprobio, de tanta locura desatada, alzar la voz era un suicidio humano, más no divino. La voz es apenas la expresión sonora de una voluntad espiritual que don Carlos traía sin saber de dónde. De su Cristo quizás, de su innegable sed de trascendencia. No provenía de sus debilidades humanas. O quien sabe. Tal vez era esa mezcla confusa y contradictoria que suele acompañar a todo individuo. Esa mezcla de lo que somos irremediablemente, o casi. Hasta que la energía mayor que nos sustenta termina por relegar al fin de cuentas a la bestia que llevamos dentro. Eso pudo hacer que don Carlos no le temiera a la muerte en su momento e hizo que aprendiéramos a valorar lo real y que difícilmente percibíamos como un soplido etéreo de la divinidad. A él le debemos mucho. O a lo que él vino a expresar en este mundo. Y no se crea que don Carlos no era humano. Lo era. Como cualquiera de nosotros sufría y como cualquiera tenía debilidades. Sólo que su fortaleza y su temple fue mayor. Las decepciones nunca son producto de los demás, sino carne de nuestras propias dudas y miedos. Don Carlos vivió. Si, vivió y debió irse alegremente. Su humor caustico debió estar con él hasta su último suspiro. Se le agradece. Se agradece su carisma. Se agradece su dolor y sus dudas. Se agradece, sobre todo, que nos enseñara a vernos como somos: grandiosos en nuestra pequeñez. Un átomo lucido y permanente en la infinita expansión del universo. Y que nos perdone si no entendimos su esencia. O si la descubrimos cuando su humanidad se aproximaba a la despedida. Pero, desde su humildad más extrema habrá sonreído por nuestro pasajero escepticismo. Y eso también se agradece. Y por eso también el pueblo que lo amó le abrió sus puertas silenciosas, para que su llama incombustible y su reflejo sean algo más que este ilusorio intento de aprisionarnos a la fugaz vulgaridad.

Juan Mihovilovich

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