martes, 20 de mayo de 2014

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“Popeye Cárdenas”

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A René Cárdenas Eugenin, en memoria.

Nunca supe con precisión por qué te decían Popeye. Imagino que por el personaje análogo. Éramos unos niños que acudíamos a verte jugar basquetbol en el Gimnasio Regional los fines de semana, porque durante los demás días eras nuestro profesor en la vieja Escuela Yugoslava. Nos maravillaba esa puntería increíble de que hacías gala y cuando nos dabas clases de Educación física, te pasábamos el balón por turnos, mientras embocabas incansable desde distintos lugares de la cancha. Rotabas y acertabas. Nos preguntábamos cómo era posible que no fallaras casi nunca. Nosotros apenas sosteníamos ese pesado balón y lanzarlo al aro era una tortura. Pero, no solo eras el jugador sorprendente que veíamos como salido de un cuento fantástico. Eras, sobre todo, nuestro profesor primario, algo que la distancia agranda y te torna en una especie de leyenda. Y además, eras comunista, una suerte de mote que a nosotros nos decía muy poco, salvo cuando otros adultos se referían a ti con cierto sarcasmo. Pero al desconocer su significado profundo no nos interesaba cómo te tacharan. Lo real es que estabas allí con nosotros y nos enseñabas de una manera diferente. Nos hablabas de libertad, fraternidad y de igualdad, de que los seres humanos habían nacido para comprenderse y ser solidarios unos con otros. Muchas de tus palabras resultaban extrañas para quienes bordeábamos recién los diez años. Pero claro, no hacía falta una explicación filosófica. Era innecesario. Nos bastaba sentir tu cercanía de maestro y esa predisposición natural para comprender nuestras faltas o desatinos. Y nos enseñabas didácticamente, con esa pedagogía natural de quienes llevan la esencia de la educación hasta en los genes. Cuando el tiempo estaba bueno nos sacabas a la playa y hacías tus clases de ciencias naturales mostrándonos alguna de las escasas plantas existentes o nos mostrabas el peso y la variedad de las piedras o cómo el océano se extendía hacia lugares que nos parecían infinitos. Nos hablaste de países lejanos, donde los hombres buscaban otra forma de ser fraternos. Por supuesto, esos ejemplos tan distantes la vida se encargó de desvirtuarlos. Entre la teoría y la práctica había una distancia insalvable. Sin embargo, en esos años de formación básica tú fuiste nuestro mejor ejemplo y cuando un niño idealiza a un adulto la imagen de ese adulto lo acompaña después como un talismán. Eras cercano y te inquietaban nuestros problemas. Nos preguntabas por la familia y de qué manera nuestros padres se ganaban el pan. Cierto es que a veces te enojabas con nuestras tonterías y allí surgía ese puntero castigador sobre nuestras manos indicándonos que las faltas debían equilibrarse. A ninguno se le ocurrió jamás pensar que en ese correctivo hubiera un dejo de sadismo o de maldad encubierta que había que denunciar. Era parte del juego y además, una condena transitoria que había que enfrentar con entereza. Sólo aplicable a los hombres y si una lágrima corría por las mejillas nadie osaba burlarse de ello. Quizás, ese modo de sanción nos sirvió para comprender que la justicia es un valor que cuesta y que debía respetarse. La justicia era una forma de comportamiento, el trato respetuoso para con nuestras compañeras, el aprender a compartir desde las carencias. Eso lo asimilamos de ti, apreciado Popeye, y nunca lo olvidamos. Por eso siempre te sentimos próximo, como si tu vieja imagen de basquetbolista corriera a nuestro lado aún ya entrados en años. Y quizás, porque tus convicciones personales estaban a la altura de lo que un niño espera siempre de un adulto: afecto, respeto y alegría de sentirlo como un igual. La edad, entonces, fue algo secundario. Tú estabas allí y podíamos preguntarte sobre la vida y la muerte sabiendo que tus respuestas nos dejarían conformes, aunque más tarde el devenir nos dijera otra cosa. Aún así, nuestra madurez volvía sobre tus pasos. Y por lo mismo acostumbrábamos a visitarte siempre que visitábamos nuestra amada Punta Arenas.

La última vez que te vi fue recién en febrero pasado. Pasé unos minutos, te dejé mi último libro, conversamos de tu salud, de cómo te dializabas a diario y que, no obstante ello, sentías que todavía quedaban unos años. Activo hasta el final.

Por eso ahora que me entero de tu despedida imprevista por una llamada de nuestro común amigo Fulvio Molteni, primero me sorprendo y luego dejo que surja tu retrato perenemente juvenil, sonriente y dispuesto a escucharme. Por eso también, siento que la vida es apenas un espasmo en la eternidad del universo. Y claro, el espacio inicial siempre nos resulta decidor. La formación que nos diste nos enseñó a intentar querer a los demás por el simple expediente de ser humanos. Tú fuiste un ser humano y aunque parezca una perogrullada, pocos pueden ser catalogados tan unánimemente al momento de partir.

Sin duda, tu viaje al Cementerio más hermoso de Chile será un transito multitudinario y habrá discursos y homenajes. Para muchos de nosotros, tu vida fue tu propio discurso. ¡Qué mejor distinción que esa, querido Popeye!

Juan Mihovilovich 

Puerto Cisnes, Domingo 18 de mayo de 2014.

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