Mis primeros recuerdos, más o menos nítidos, de Aurelio Rosas, se remontan a 1963. En ese año la Escuela Consolidada de Experimentación de Puerto Natales (creo que se llamaba así, entonces) incorporó a su enseñanza al cuarto año de humanidades, como una manera de postergar por un tiempo el obligado viaje de sus alumnos a Punta Arenas, para terminar sus estudios secundarios. Formé parte de esa camada de once alumnos (ocho mujeres y tres hombres). Aurelio Rosas fue nuestro profesor jefe. Apenas iniciado el año escolar comenzó a organizarnos para realizar un viaje de egresados. Idea totalmente novedosa para esa época. Se trataba de realizar una gira a fondo por la Patagonia Austral, nuestro entorno más inmediato, nuestra patria pequeña y querida: las estancias, las ciudades, los campamentos petrolíferos, los sitios históricos, las fronteras, el estrecho, las pampas interminables (donde Chile deja de ser "una larga y angosta faja de tierra", aprisionada entre la cordillera y el mar pacífico, para transformarse en una ancha pradera de cientos de kilómetros de ancho entre una cordillera casi inexistente, el estrecho de Magallanes y … el mar atlántico). Y realizamos ese inolvidable viaje.
Estuvimos en Punta Dungeness (donde se mezclan las aguas de los dos océanos) y en Fuerte Bulnes (donde aún se escuchan las palabras de O'Higgins: Magallanes…Magallanes); en Punta Arenas y en Puerto Porvenir; cruzamos el estrecho en barco y regresamos en avión; conocimos el esfuerzo de los trabajadores del petróleo en el continente y la Tierra del Fuego; las tareas ganaderas en las estancias de la pampa magallánica. Teníamos quince años entonces y estoy seguro que esa experiencia de aprendizaje y camaradería perdura aún en todos los protagonistas de esa verdadera aventura.
Aurelio Rosas fue el alma de esa expedición pedagógica y un verdadero tutor y amigo para todos nosotros. Nunca olvidaré aquella madrugada en que estábamos en el muelle fiscal de Punta Arenas, esperando la barcaza que nos llevaría a Porvenir, para iniciar la etapa fueguina de nuestro viaje. Estaba avanzada la primavera y muy temprano el sol empezaba a aparecer tras los cerros de la Tierra del Fuego. Sólo Aurelio Rosas y yo estábamos en la punta del muelle contemplando el nacimiento y la belleza del nuevo día. Encendió un pitillo y me dijo: Puedes fumar, si quieres, yo sé que todos ustedes fuman, y este amanecer bien merece una pitada. Y así creció aún más el respeto que sentí siempre por ese maestro que aún cuando había venido "del norte" supo amar a la Patagonia y a su gente, así como supo amar las causas justas y nobles del pueblo. Pasaron diez años. Entre el Liceo de Punta Arenas, la Universidad, el trabajo, la pareja, los hijos, la militancia política, no había mucho tiempo para volver a Natales. Sin embargo, regresé en 1973 a trabajar en los
servicios del agro, en el área comunicaciones (Abel Paillamán, gran amigo de mi familia, era mi jefe). Y allí me sorprendió el fatídico 11 de septiembre.
Después de estar detenido en diferentes sitios de Natales una madrugada de septiembre fui sacado de la cárcel pública para ser embarcado en un vehículo con destino al regimiento Pudeto de Punta Arenas. Grande fue mi sorpresa al encontrarme allí dentro con queridos amigos que en esos días habían sufrido tanto o más que yo (Antonio González, Julio Águila, Juan Carlos Álvarez, César Valenzuela y mi querido maestro Aurelio Rosas). Aurelio era uno de los más afectados: fuertes golpes en el rostro habían dañado seriamente su visión.
En el regimiento Pudeto nos encontraríamos con otros natalinos: Abel Paillamán, Carlos Bustamante, Alejandro Ferrer, Franklin Olavarría, Baldovino Gómez. La historia que sigue es más conocida. En diciembre nos trasladarían a isla Dawson y Aurelio no nos acompañaría. Al parecer, se recomendó su libertad por sus serios problemas de salud. Hace un par de semanas ha venido mi madre, desde Punta Arenas, a visitarnos. Como es costumbre la atosigo con preguntas sobre los seres queridos. Cada vez que viene ocurre lo mismo: ¿Has sabido de éste?; ¿Tienes noticias de aquél?…. Y como siempre le pregunté por Aurelio Rosas: Falleció en Santiago, me dijo. Tenía 82 años y pidió que sus cenizas fueran esparcidas en el sector de las Torres del Paine.
En ese momento comencé a escribir este pequeño y dolido recuerdo, con afecto y admiración por el maestro, el amigo, el patagónico, el militante, el profesor jefe con el cual compartí una primavera, hace muchos años, un pitillo a orillas del estrecho de Magallanes. Con él, sufrí el dolor del golpe militar de 1973. Con él, seguramente, aún cuando sus partículas de polvo besan el macizo andino del Paine, seguimos compartiendo la esperanza de una patria mejor.
Augusto Alvarado
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