Alrededor de novecientos hombres se reunieron a deliberar en la Meseta de la Turba; eran los que quedaban en pie, de los cinco mil que tomaron parte en el levantamiento obrero del territorio de Santa Cruz, en la Patagonia.
Dejaron ocultos sus caballos en una depresión del faldeo y se encaminaron hacia el centro de la altiplanicie, que se elevaba como una isla solitaria en medio de un mar estático, llano y gris. La altura de sus cantiles, de unos trecientos metros, permitía dominar toda la dilatada pampa de su derredor, y, sobre todo, las casas de la estancia, una bandada de techos rojos, posada a unos cinco kilómetros de distancia hacia el sur. En cambio, ningún ojo humano habría podido descubrir la reunión de los novecientos hombres sobre aquella superficie cubierta de extensos turbales matizados con pequeños claros de pasto coirón. En lontananza, por el oeste, sólo se divisaban las lejanas cordilleras azules de los Andes Patagónicos, único accidente que interrumpía los horizontes de aquella inmensidad.
Los novecientos hombres avanzaron hasta el centro del turbal y se sentaron sobre los mogotes formando una gruesa rueda humana, casi totalmente mimetizada con el oscuro color de la turba. En el centro quedó un breve claro de pampa, donde se movían los penachos del pasto con reflejos de acero verde.
-¿Estamos todos? -dijo uno.
- ¡Todos! . . . -respondieron varios, mirándose como si se reconocieran.
Muchos habían luchado juntos contra las tropas del Diez de Caballería, que comandaba el teniente coronel Varela; pero otros se veían por primera vez, ya que eran los restos de las matanzas del Río del Perro, Cañadón Once y otras acciones libradas en las riberas del lago Argentino.
Este lago, enclavado en un portezuelo del lomo andino, da origen al río Santa Cruz, que atra- viesa la ancha estepa patagónica hasta desembocar en el Atlántico. En época remota, un estrecho de mar, tal como el de Magallanes hoy día más al sur, unió por esta parte el océano Pacífico con el Atlántico, burilando en su lecho los gigantescos cañadones y mesetas que desde el curso del río ascienden, como colosales escalones paralelos, hasta la alta pampa. Por estos cañadones de la margen sur, un amansador de potros, cabecilla de la revuelta, apodado Facón Grande por el cuchillo que siempre llevaba a la cintura, obtuvo éxito con tácticas de guerrillas, tratando de dividir los tres escuadrones que componían el Diez de Caballería. Usando más sus boleadoras, lazos y facones que las precarias armas de fuego de que disponían, mantuvieron a raya en sus comienzos a las fuerzas del coronel Varela. El río mismo, cuyo caudal impide su paso a nado, sirvió para que Facón Grande y sus troperos, campañistas y amansadores de potros, se salvaran muchas veces de las tropas profesionales vadeándolo por pasos sólo por los indios tehuelches y ellos conocidos.
-¡Parece que nos va a llover! -exclamó un amansador alto y espigado.
Los que estaban sentados a su alrededor alzaron la vista hacia un cielo revuelto y la fijaron en un nubarrón más denso que venía abriéndose paso entre los otros como un gran toro negro.
-¡Ese chubasco no alcanza hasta aquí! -dijo un hombrecito de cara azulada por el frío y de ojos claros y aguados, arrebujándose en su poncho de loneta blanca.
El amansador de potros dio vuelta su angulosa cara morena, sonriendo burlonamente al ver al hombrecito que hablaba con tanta seguridad del destino de una nube.
-¡Que no nos va alcanzar..., luego veremos! -le replicó.
-¡Le apuesto a que no llega! -insistió el otro.
-¿Cuánto quiere apostar?
-¡Aquí tengo cuarenta nacionales! -respondió el del poncho blanco, sacando unos billetes de su tirador y depositándolos sobre el pasto, bajo la cacha de su rebenque.
El amansador, a su vez, sacó los suyos y los depositó junto a los otros.
En ese momento un hombre de mediana estatura, ágil y vigoroso, de unos cuarenta años, se levantó del ruedo y avanzó hasta el breve claro de pampa. Iba vestido con el característico apero de los campañistas: espuelas, botas de potro, pantalón doblado sobre la caña corta, blusón de cuero, pañuelo al cuello, gorro de piel de guanaco con orejeras para el viento, y atrás, en la cintura, el largo facón con vaina y cacha de plata.
Facón Grande puso las manos en los bolsillos del pantalón y las levantó empuñadas adentro, como si se apoyara en algo invisible. Se empinó un poco, levantando los talones, y adquirió más estatura con un leve balanceo; el gesto, ceñudo, miraba fijamente hacia el suelo; una ráfaga pasó con más fuerza por sobre la meseta y los penachos del coirón devolvieron la mirada con su reflejo acerado. Los novecientos hombres permanecían a la expectativa, tan quietos y oscuros como si fueran otros mogotes, un poco más sobresalidos, del turbal.
De pronto todos se removieron de una vez y el círculo se estrechó un poco más en torno de su eje.
-Bien -dijo aquel hombre, dejando su balanceo y soldándose definitivamente a la tierra-; la situación todos la conocemos y no hay más que agregar sobre ella. Esta misma noche o a más tardar mañana el Diez de Caballería estará en las casas de la última estancia que queda en nuestras manos. El traidor de Mata Negra ya les habrá dicho cuál es el único paso que nos queda por la cordillera del Payne para ganar la frontera. Ellos traen caballos de refresco, se los habrán dado los estancieros; en cambio, los nuestros están ya casi cortados y no nos aguantarán mucho más... Nos rodearán, y caeremos todos, como chulengos. No queda otra que hacerles frente desde el galpón de esquila de la estancia, para que el resto de nosotros pueda ponerse a salvo por la cordillera del Payne.
El círculo se removió algo confundido al escuchar la palabra "nosotros"... ¿Quiénes eran esos "nosotros"? ¿Acaso Facón Grande, uno de los cabecillas que habían iniciado la revuelta en el río Santa Cruz, también se incluía entre los que debían escapar por el Payne, mientras otros disparaban hasta su último cartucho en el galpón de esquila?
Un murmullo atravesó como otra helada ráfaga por el oscuro ruedo de hombres.
-¡Que se rifen los que quedan! -dijo alguien.
-¡No, eso no!... -exclamó otro.
-¡Tienen que ser por voluntad propia!-profirieron varios.
-¿Quiénes son esos "nosotros"?... -inquirió uno con frío sarcasmo.
Facón Grande volvió a empinarse, tomando altura; se inclinó cual si fuera a dar un tranco contra un viento fuerte, y levantó los brazos calmando el aire o como si fuera a asir las riendas de un caballo invisible. La murmurante rueda humana se acalló.
-¡Nosotros, los que empezamos esto, tenemos que terminarlo! -dijo con una voz más opaca, como si le hubiera brotado de entre los pies, de entre los mogotes de la turba. Empinándose de nuevo, dirigió la vista por encima de los que estaban sentados en primer plano, y agregó, con un acento más claro-: ¿Cuántos quedamos de los que éramos del otro lado del río Santa Cruz?
Unas cuarenta manos levantadas en el aire, por sobre las novecientas cabezas, fue la respuesta. El mismo Facón Grande levantó la suya, con las invisibles riendas en alto, ahora tomadas como si fuera a poner pie en el estribo de su imaginaria cabalgadura,
-¿Qué le parece? -dijo el hombrecito de poncho de lona blanca, codeando al amansador de potros, que se sentaba a su lado y quien había sido uno de los primeros en responder con la mano en alto.
-No quedaba otra..., está bien lo que ha he cho Facón.
-No...; yo le preguntaba por lo de la nube -dijo, haciendo un gesto hacia el cielo.
-¡Ah!... -profirió el amansador levantando también la cara con una helada mueca de sorpresa.
Ambos divisaron que el toro negro empezaba a deshacerse, descargándose como una regadera sobre la llanura, a la distancia. El aguacero avanzó con sus cendales de flechecillas espejeantes; pero al aproximarse a los lindes de la meseta desapareció totalmente, quedando del oscuro nubarrón sólo un claro entre las nubes, por donde pasó un lampo que lamió luminosamente a la llovida pampa.
-¡Da gusto ver llover cuando uno no se moja! -dijo el amansador con sorna.
-¡Sí, da gusto!-replicó el del poncho blanco, y se agachó a recoger el dinero ganado en la apuesta
Los hombres empezaron a esparcirse por entre el turbal hacia el faldeo en donde habían dejado ocultos sus caballos. El viento del oeste sopló con más fiereza por el claro que había dejado el nubarrón, y aquel páramo, desnudado, adquirió bajo el cielo una expresión más desolada.
No hubo ninguna clase de despedidas. Los que partieron hacia la cordillera del Payne lo hicieron cabizbajos, más apesadumbrados que alegres de avanzar hacia las serranías azules donde estaba su salvación. Los cuarenta troperos de Facón Grande, también sombríos, se dirigieron inmediatamente hacia el cumplimiento de su misión.
De pronto, desde la multitud en éxodo hacia el Payne se desprendió un jinete que a galope tendido avanzó en pos de la retaguardia de los troperos. Todos, de una y otra parte, se dieron vuelta a mirar aquel poncho de lona blanca que flameaba al viento, como si fuera una última mirada de despedida.
-¿Otra apuesta? -díjole burlonamente el amansador, cuando lo vio llegar a. su lado.
-Es... que... -repuso el del poncho, dubitativamente.
-¿Qué?...
-Yo le llevo su plata y usted… se queda guardándome las espaldas
-¡A usted le va a hacer más falta! -replicó el amansador, fastidiado.
-¡Chilote tenía que ser!... -profirió rudamente por lo bajo otro de los troperos.
El rostro de ojos claros y aguados se encogió parpadeando, como si hubiera recibido un violento latigazo.
-¡Aquí está su plata! -respondió con voz ronca, y agregó-: ¡Yo no la necesito tampoco!
-¡El juego es juego, amigo, llevésela y parta pronto! -exclamó otro.
-¿Qué le pasa a ese hombre? -dijo Facón Grande, sofrenando su caballo.
-Es una plata de juego -le explicó el amansador-. Apostamos a una nube y él ganó. Ahora parece que quiere devolvérmela como si me fuera a hacer falta..., ¿habráse visto?
-Yo no he vuelto por la plata -manifestó el aludido, dirigiéndose al cabecilla-. Lo de la plata salió sin querer entre mis palabras... Pero yo he venido hasta aquí porque quiero también pelear con los del Diez de Caballería.
Los que escuchaban el diálogo haciéndose los distraídos, se dieron vuelta de súbito a mirarlo.
-Pero usted no es del otro lado del río Santa Cruz -le dijo Facón.
-No; era lechero en la estancia Primavera cuando empezó la revuelta. Después me metí en ella y aquí estoy; quiero pelearla hasta el final, si ustedes me lo permiten.
-¿Qué les parece? -consultó el cabecilla a los troperos.
-Si es su gusto..., que se quede - contestaron varias voces con gravedad.
Antes de perderse en la distancia, muchos de los que marchaban camino del Payne se dieron vuelta una vez más para mirar: el poncho blanco cerraba la retaguardia de los troperos, flameando al viento como un gran pañuelo de adiós.
Al caer la noche, los troperos se hallaban ya atrincherados en el galpón de esquila de la estancia. Acomodaron gruesos fardos de lana en los bretes de entrada y de salida, a fin de que por entre los intersticios dejados pudieran apuntar sus armas hacia un amplio campo de tiro. En cambio, desde afuera, se hacía poco menos que imposible meter una bala entre los claros de aquellas imbatibles trincheras de apretada lana. Centinelas permitieron que todos descansaran un poco mientras la noche avanzaba.
-¡De puro cantor se ha metido en esto! -dijo el amansador de potros al hombre del poncho blanco cuando acomodaban unos cueros de oveja para recostarse junto a sus trincheras comunes.
-¡Ya estoy metido en la cueca y tengo que bailarla bien! -replicó.
-A lo mejor le picó aquello de "chilote tenía que ser"…
-Sí, me picó eso; pero yo venía decidido a que me dejaran con ustedes... ¡Quería pelearla también! ¿Por qué no? Y a propósito, dígame, ¿por qué miran tan en menos a los chilotes por estos lados? ¿Nada más que porque han nacido en las islas de Chiloé? ¿Qué tiene eso?
-No, no es por eso; es que -son bastante apatronados... y se vuelven matreros cuando hay que decidirse por las huelgas, aunque después son los primeros en estirar la poruña para recibir lo que se ha ganado... A mí también me dolió un poco eso de "chilote tenía que ser", porque yo nací en Chiloé.
-¿Ah..., sí? ¿En qué parte?
-En Tenaún..., me llamo Gabriel Rivera.
-Yo soy de la isla de Lemuy..., Bernardo Otey, para servirle.
-¿Y siendo lemuyano, cómo se metió tan tierra adentro? ¡Cuando los de Lemuy son no más que loberos y nutrieros!
-Ya no van quedando lobos ni nutrias... Los gringos las están acabando. Aunque uno se arriesgue a este lado del golfo de Penas, ya no sale a cuenta, y la mujer y los chicos tienen que comer... Por eso uno se larga por estos lados.
-¿Cuántos chicos tiene?
-Cuatro, dos hombres y dos mujercitas... Por ellos uno no se mete de un tirón en las huelgas... ¿Qué dirían si me vieran volver con las manos vacías? ¡A veces se debe hasta la plata del barco, que se le ha pedido prestada a un pariente o a un vecino! Y uno no puede andarle contando todo esto- al mundo entero... Por eso seremos un poco matreros para las huelgas... ¿A usted no le pasa lo mismo? ¿No tiene familia allá en Tenaún?
-No; no tengo familia. Me vine de muchacho a la Patagonia. Me trajo un tío mío que era esquilador. Murió al tiempo después y me quedé solo aquí... Siempre que me acuerdo de él, pienso cómo me embolinó la cabeza con su Patagonia -continuó el amansador, cruzando sus manos por debajo de la nuca, y agregando con voz nostálgica-: Tocaba la guitarra y cantaba tristes y corridos de por estos lados... Me acuerdo la vez que me dijo: "Allá en la Patagonia se pasa muy bien..., se come asado de cordero todos los días..., y se montan caballos tan grandes como los cerros..." "¿Dónde está la Patagonia?", le pregunté un día. "¡Allá está la Patagonia!", me respondió, estirando el brazo hacia un lado del cielo, donde se divisaba una franja muy celeste y sonrosada. Desde ese día la Patagonia para mí fue eso, y no me despegué más de sus talones hasta que me trajo. Una vez aquí, ¡qué diablos!..., los caballos no eran tan grandes como los cerros y el pedazo del cielo ese siempre estaba co-rrido por el mismo lado y más lejos!...
"Trabajé de vellonero -continuó el amansador-, de peón y recorredor de campo. Después, por el gusto a los caballos, me hice amansador. He ganado buena plata domando potros, soy bastante libre, pero... fuera de las ñatas que uno baja a ver de vez en cuando a Río Gallegos o Santa Cruz, no se sabe lo que es una mujer para uno, ni lo que sería un hijo... ¿De qué vale la plata entonces, si uno no ha de vivir como Dios manda? El corazón se le vuelve a uno como esos champones de turba: lleno de raíces, pero tan retorcidas y negras que no son capaces de dar una sola hebra de pasto verde... Por eso será que uno no le tiene mucho apego a esta vida tampoco, y se hace el propósito como si no valiera nada... Le da lo mismo terminar debajo del lomo de un arisco o en una huifa como esta en que nos hallamos metidos... En cambio, usted debiera agarrar su caballo y espiantar para el Payne..., lo esperarán allá en Lemuy una mujer y unos niños.
-¡Ya no, ya!... ¿Quiere que le diga una cosa? ¡Me dio vergüenza que nadie se hubiera quedado de los que cortaron para el Payne!
-Muchos quisieron quedarse, pero Facón los convenció de que debían marcharse. Cuantos menos caigamos es mejor, les dijo, y yo le encuentro razón... ¡Ah..., cómo se la habríamos ganado con Diez de Caballería y todo si no es por ese krumiro de Mata Negra!
-¿Por qué habrá empezado todo esto?
-¡Hem..., quién lo sabe! La mecha se encendió en el hotel de Huaraique, cerca del río Pelque... La tropa atacó a mansalva y asesinó a todos los compañeros que allí estaban... Entonces nos bajó pica, y con Facón Grande nos echamos a pelear todos los que éramos de campo afuera, campañistas, amansadores, troperos y algunos ovejeros que eran buenos para el caballo... Se la estábamos ganando cuando sucedió la traición del Mata Negra, hijo de..., ése; se dio vuelta y se puso al servicio de los estancieros.
-Más o menos todo eso es sabido dijo Otey, con voz apagada entre las sombras-; pero yo me pregunto por qué diablos no se arreglan las cosas antes de que empiecen los tiroteos, porque después no las arregla nadie.
-¡Qué sé yo!... Bueno, unos dicen que es la crísis que ha traído la Gran Guerra... Parece que los estancieros ganaron mucha plata con la guerra, pero la despilfarraron, y ahora que vino la mala nos hacen pagarla a nosotros... Y todo fue por el pliego de peticiones..., pedíamos cien pesos al mes para los peones y ciento veinte para los ovejeros... Ni siquiera yo iba en la parada, porque la doma de potros se hace a trato... También se pedían velas y yerba mate para los puesteros, colchonetas en vez de cueros de oveja en los camarotes, y que se nos permitiera más de un caballo en la tropilla particular... Pero parece que había otras cosas todavía... En el Goyle, compañeros con varios años de sueldo impago y que habían mandado a guardar el dinero de sus guanaqueos, fueron fusilados y esa plata se la embuchó el administrador. A otros les pagaron con cheques sin fondo y se quedaron dando vueltas en la ciudades. El coronel Varela se dio cuenta de todo esto y primero estuvo de nuestra parte; pero los potentados reclamaron a su gobierno, en los diarios le sacaron pica al coronel diciéndole que era un incapaz y hasta cobarde. Entonces el hombre tuvo rabia y pidió carta blanca para sofocar el movimiento; se la dieron, regresó a la Patagonia y empezó la tostadera -dijo el amansador de potros dando término a su versión de la huelga.
Con las primeras luces del alba se repartió un poco de charqui, y, por turnos, se dirigieron a la casa de máquinas, en el fogón de cuya caldera algunos habían hervido agua para el mate. Arriba, en el altillo de la prensa enfardadora de lana, oteando los horizontes, un tropero modulaba a media voz una lejana vidalita:
Más de un año ausente, vidalita...
estuve de esta tierra.
Hoy al encontrarte, vidalita...
ya me has despreciado.
Y eso es lo que llamo, vidalita...
ser un desgraciado.
La tonada fue interrumpida de pronto por una voz de alarma que desde otro lugar del techo anunció la entrada de las tropas del Diez de Caballería por la huella que conducía a las casas de la estancia.
Todos corrieron a sus puestos, mientras dos escuadrones de caballería, de más o menos cien hombres cada uno, desmontaron a la distancia, tomando posiciones en línea de tiradores.
No bien entrada la mañana, se dejaron oír los primeros disparos de una y otra parte. Una ametralladora empezó a tartamudear sus ráfagas, destrozando los vidrios de las ventanas, y las tropas empezaron a cercar desde el campo abierto al galpón de esquila.
Con un disparo aislado uno de los troperos volteó visiblemente al primer soldado de caballería; mientras rastrillaba su carabina para dispararle a otro, profirió en voz alta la conocida versaina con que se tiran las cartas en el juego de naipes llamado "truco":
Viniendo de los corrales
con el ñato Salvador,
¡ay, hijo de la gran siete,
ahí va otro gajo de mi flor!
El duelo prosiguió sin mayores alternativas durante toda aquella mañana, entre ráfagas de ametralladoras, fuego de fusilería y grandes ratos de silencio muy tenso. Habían caído ya varios soldados, sin que una sola bala hubiera logrado meterse por entre los sutiles intersticios de los gruesos fardos de lana, tras los cuales los troperos estaban atrincherados después de haber cerrado las grandes puertas del galpón de esquila, enorme edificio de madera y zinc, construido en forma de T, y sólo circundado por corrales de aguante, mangas y secaderos para el baño de las ovejas, todo hecho de postes y tablones.
Pronto ambos bandos se dieron cuenta de que eran difíciles de diezmar. Los unos, dentro del galpón, bien atrincherados tras los fardos; y los otros, soldados profesionales, avanzando lenta pero inexorablemente en línea de tiradores, con la experiencia técnica del aprovechamiento del terreno. El objetivo de éstos era alcanzar los corrales de madera para resguardarse mejor en su avance. Pero los de adentro conocían bien la intención y la hacían pagar muy cara cada vez que alguien se aventuraba a correr desde el campo abierto para ganar ese amparo. Fatalmente caía volteado de un balazo, y su audacia sólo servía de seria advertencia para los otros.
Facón Grande había dado la orden de no disparar sino cuando se tenía completamente asegurado el blanco, con el objeto de ahorrar balas, causar el mayor número de bajas y demorar al máximo la resistencia, a fin de que los fugitivos tuvieran tiempo de alcanzar hasta los faldeos cordilleranos del Payne, donde se encontrarían totalmente a salvo.
Otra noche se dejó caer con su propio fardo de sombras, interponiéndolo entre los dos bandos. Ambos la aprovecharon cautelosamente para darse algún respiro, y con la madrugada reanudaron su porfiado duelo.
En este segundo día ocurrió algo insólito: uno de los soldados, enloquecido posiblemente por la tensión nerviosa del prolongado duelo, se lanzó solo al asalto con bayoneta calada. Los del galpón no lo voltearon de un tiro, sino que abrieron curiosamente las grandes puertas y lo dejaron entrar; luego lanzaron el cadáver por una ventana para que nadie quisiera hacer lo mismo.
Pero la táctica empleada dio al coronel Várela un indicio: que las balas de los sitiados estaban escasas, si no se habían agotado ya. Era lo que él había previsto y esperaba ansiosamente dar la orden del ataque que pusiera término a ese porfiado duelo, en que había caído ya cerca de un tercio de sus escuadrones.
El toque de una corneta se dejó oír como un estridente relincho, dando la señal de que había llegado esa hora. Las ametralladoras lanzaron sus ráfagas protegiendo el avance final. Los de adentro ya no tenían una sola bala y no tuvieron más armas que sus facones y cuchillos descueradores para hacer frente a esa última refriega. En heroica lucha cuerpo a cuerpo, la muerte de Facón Grande, el cabecilla, puso término al prolongado combate cuando todavía quedaban más de veinte troperos vivos, pues muy pocos habían caído con los tiroteos y la mayoría había perecido sólo en la refriega final.
Esa misma tarde fue fusilado el resto sobre el cemento del secadero del baño para ovejas. Los sacaron en grupos de a cinco, y el propio Várela ordenó no emplear más de una bala para cada uno de los prisioneros, pues también sus municiones estaban casi agotadas.
Gabriel Rivera, el amansador de potros, y Bernardo Otey, con otros tres troperos, fueron los últimos en ser conducidos al frente del pelotón de fusilamiento.
Promediaba la tarde, pero un cielo encapotado y bajo había convertido el día en una madrugada interminable, cenicienta y fría. Al avanzar hacia la losa del secadero, vieron el montón de cadáveres de sus compañeros ya dispuestos para recibir la rociada de kerosene para quemarlos, la mejor tumba que había prescrito Várela para sus víctimas, cuando no las dejaba para solaz de zorros y buitres. Entre aquellos cuerpos se destacaba el; de Facón Grande, que el coronel había hecho colocar encima para verlo por sus propios ojos, pues había sido el único cabecilla que, si no interviene la traición de Mata Negra, hubiera dado cuenta de él y de todo su regimiento.
Un frío intenso anunciaba nevazón. Cuando los cinco últimos fueron colocados frente al pelotón de fusileros que debían acertar una bala cada uno de esos pechos, el sargento que los mandaba se acercó y comenzó a prender con alfileres, en el lugar del corazón, un disco de cartón blanco para que los soldados pudieran fijar sus puntos de mira. Una vez que lo hizo, se apartó a un lado y desde un lugar equidistante desenvainó su curvo sable y lo colocó horizontal a la altura de su cabeza. Iba a bajar la espada dando la señal de "¡fuego!", cuando Bernardo Otey dio una manotada sobre su corazón, arrancó el disco blanco y arrojándoselo por los ojos a los fusileros les gritó:
-¡Aprendan a disparar, mierdas!
La tropa tuvo una reacción confusa. Pero, en seguida, enderezaron las cinco bocas de sus fusiles hacia un solo cuerpo, el de Bernardo Otey, que cayó doblándose segado por las cinco balas que replicaron como una sola a su postrera imprecación.
Pero en aquel mismo instante, aprovechando la reacción de los fusileros, los otros cuatro hombres dieron un brinco y se lanzaron a correr mientras el pelotón rastrillaba sus armas para cargarlas otra vez con bala en boca.
-¡A ellos! -vociferó el sargento, al ver que mientras tres corrían por la huella, otro, el amansador de potros, daba un gran salto por sobre una alambrada, caía a horcajadas en uno de los caballos de la tropa y disparaba campo afuera, abrazado al cuello del animal.
El sargento hizo primero unos disparos con su revólver, pero luego tomó uno de los fusiles de los soldados, y, arrodillándose en posición de tiro, continuó disparando al caballo y su jinete tendido sobre el lomo, que corrieron velozmente hasta que se los tragó una hondonada.
Los otros tres fugitivos, de a pie, fueron pronto alcanzados por las balas, cayendo definitivamente sobre la huella.
La interminable madrugada espesó aún más su ceniza y una densa nevada empezó a caer sobre los campos, ocultando definitivamente al fugitivo con sus tupidas alas.
Bien entrada la noche, el amansador Rivera alcanzó a darle un respiro a su cabalgadura. Cuando desmontó, ambos, caballo y hombre, quedaron un rato acompañándose en medio de la cerrazón de nieve y noche. Las sombras, a pesar de todo, abrieron un poco su corazón con el leve resplandor de la caída de los copos.
Su propio corazón también dio un respiro aprovechando aquel oculto ámbito, y a su memoria acudió el recuerdo de una superstición india: el águila de las pampas debe ser cazada antes que logre dar un grito, pues si lo lanza, la tempestad acude en su ayuda... No bien la recordara, montó de nuevo y siguió galopando, en alas de su protectora.
En uno de esos amaneceres radiantes que siguen a las grandes nevadas, el amansador de potros dio alcance al grueso de los huelguistas cuando ya se habían puesto al reparo en uno de los faldeos boscosos del Payne, todos sanos y salvos. Al encontrarlos, la cabalgadura se detuvo sola, y la rueda humana, como en la Meseta de la Turba, volvió a reunirse en torno del amansador como de su eje.
El animal se había parado sobre sus cuatro patas muy abiertas, y cuando un hilillo de sangre escurrió de sus narices, los belfos, al percibirlo, tiritaron, y luego fue presa de un extraño temblor.
Como buen amansador, Rivera sabía que un caballo reventado no obedece ni a espuela ni a rebenque, pero no cae mientras sienta a su jinete encima. Por eso su relato fue muy breve, y, al terminarlo, se bajó del caballo al mismo tiempo que la noble bestia se desplomaba.
Con la nevada, toda la Patagonia parecía un gran poncho blanco que ascendía por los faldeos del Payne hasta sus altas torres que, como tres dedos colosales, apuntaban sombríamente al cielo. Y así se conservó memoria de cómo murió el chilote Otey.
Dejaron ocultos sus caballos en una depresión del faldeo y se encaminaron hacia el centro de la altiplanicie, que se elevaba como una isla solitaria en medio de un mar estático, llano y gris. La altura de sus cantiles, de unos trecientos metros, permitía dominar toda la dilatada pampa de su derredor, y, sobre todo, las casas de la estancia, una bandada de techos rojos, posada a unos cinco kilómetros de distancia hacia el sur. En cambio, ningún ojo humano habría podido descubrir la reunión de los novecientos hombres sobre aquella superficie cubierta de extensos turbales matizados con pequeños claros de pasto coirón. En lontananza, por el oeste, sólo se divisaban las lejanas cordilleras azules de los Andes Patagónicos, único accidente que interrumpía los horizontes de aquella inmensidad.
Los novecientos hombres avanzaron hasta el centro del turbal y se sentaron sobre los mogotes formando una gruesa rueda humana, casi totalmente mimetizada con el oscuro color de la turba. En el centro quedó un breve claro de pampa, donde se movían los penachos del pasto con reflejos de acero verde.
-¿Estamos todos? -dijo uno.
- ¡Todos! . . . -respondieron varios, mirándose como si se reconocieran.
Muchos habían luchado juntos contra las tropas del Diez de Caballería, que comandaba el teniente coronel Varela; pero otros se veían por primera vez, ya que eran los restos de las matanzas del Río del Perro, Cañadón Once y otras acciones libradas en las riberas del lago Argentino.
Este lago, enclavado en un portezuelo del lomo andino, da origen al río Santa Cruz, que atra- viesa la ancha estepa patagónica hasta desembocar en el Atlántico. En época remota, un estrecho de mar, tal como el de Magallanes hoy día más al sur, unió por esta parte el océano Pacífico con el Atlántico, burilando en su lecho los gigantescos cañadones y mesetas que desde el curso del río ascienden, como colosales escalones paralelos, hasta la alta pampa. Por estos cañadones de la margen sur, un amansador de potros, cabecilla de la revuelta, apodado Facón Grande por el cuchillo que siempre llevaba a la cintura, obtuvo éxito con tácticas de guerrillas, tratando de dividir los tres escuadrones que componían el Diez de Caballería. Usando más sus boleadoras, lazos y facones que las precarias armas de fuego de que disponían, mantuvieron a raya en sus comienzos a las fuerzas del coronel Varela. El río mismo, cuyo caudal impide su paso a nado, sirvió para que Facón Grande y sus troperos, campañistas y amansadores de potros, se salvaran muchas veces de las tropas profesionales vadeándolo por pasos sólo por los indios tehuelches y ellos conocidos.
-¡Parece que nos va a llover! -exclamó un amansador alto y espigado.
Los que estaban sentados a su alrededor alzaron la vista hacia un cielo revuelto y la fijaron en un nubarrón más denso que venía abriéndose paso entre los otros como un gran toro negro.
-¡Ese chubasco no alcanza hasta aquí! -dijo un hombrecito de cara azulada por el frío y de ojos claros y aguados, arrebujándose en su poncho de loneta blanca.
El amansador de potros dio vuelta su angulosa cara morena, sonriendo burlonamente al ver al hombrecito que hablaba con tanta seguridad del destino de una nube.
-¡Que no nos va alcanzar..., luego veremos! -le replicó.
-¡Le apuesto a que no llega! -insistió el otro.
-¿Cuánto quiere apostar?
-¡Aquí tengo cuarenta nacionales! -respondió el del poncho blanco, sacando unos billetes de su tirador y depositándolos sobre el pasto, bajo la cacha de su rebenque.
El amansador, a su vez, sacó los suyos y los depositó junto a los otros.
En ese momento un hombre de mediana estatura, ágil y vigoroso, de unos cuarenta años, se levantó del ruedo y avanzó hasta el breve claro de pampa. Iba vestido con el característico apero de los campañistas: espuelas, botas de potro, pantalón doblado sobre la caña corta, blusón de cuero, pañuelo al cuello, gorro de piel de guanaco con orejeras para el viento, y atrás, en la cintura, el largo facón con vaina y cacha de plata.
Facón Grande puso las manos en los bolsillos del pantalón y las levantó empuñadas adentro, como si se apoyara en algo invisible. Se empinó un poco, levantando los talones, y adquirió más estatura con un leve balanceo; el gesto, ceñudo, miraba fijamente hacia el suelo; una ráfaga pasó con más fuerza por sobre la meseta y los penachos del coirón devolvieron la mirada con su reflejo acerado. Los novecientos hombres permanecían a la expectativa, tan quietos y oscuros como si fueran otros mogotes, un poco más sobresalidos, del turbal.
De pronto todos se removieron de una vez y el círculo se estrechó un poco más en torno de su eje.
-Bien -dijo aquel hombre, dejando su balanceo y soldándose definitivamente a la tierra-; la situación todos la conocemos y no hay más que agregar sobre ella. Esta misma noche o a más tardar mañana el Diez de Caballería estará en las casas de la última estancia que queda en nuestras manos. El traidor de Mata Negra ya les habrá dicho cuál es el único paso que nos queda por la cordillera del Payne para ganar la frontera. Ellos traen caballos de refresco, se los habrán dado los estancieros; en cambio, los nuestros están ya casi cortados y no nos aguantarán mucho más... Nos rodearán, y caeremos todos, como chulengos. No queda otra que hacerles frente desde el galpón de esquila de la estancia, para que el resto de nosotros pueda ponerse a salvo por la cordillera del Payne.
El círculo se removió algo confundido al escuchar la palabra "nosotros"... ¿Quiénes eran esos "nosotros"? ¿Acaso Facón Grande, uno de los cabecillas que habían iniciado la revuelta en el río Santa Cruz, también se incluía entre los que debían escapar por el Payne, mientras otros disparaban hasta su último cartucho en el galpón de esquila?
Un murmullo atravesó como otra helada ráfaga por el oscuro ruedo de hombres.
-¡Que se rifen los que quedan! -dijo alguien.
-¡No, eso no!... -exclamó otro.
-¡Tienen que ser por voluntad propia!-profirieron varios.
-¿Quiénes son esos "nosotros"?... -inquirió uno con frío sarcasmo.
Facón Grande volvió a empinarse, tomando altura; se inclinó cual si fuera a dar un tranco contra un viento fuerte, y levantó los brazos calmando el aire o como si fuera a asir las riendas de un caballo invisible. La murmurante rueda humana se acalló.
-¡Nosotros, los que empezamos esto, tenemos que terminarlo! -dijo con una voz más opaca, como si le hubiera brotado de entre los pies, de entre los mogotes de la turba. Empinándose de nuevo, dirigió la vista por encima de los que estaban sentados en primer plano, y agregó, con un acento más claro-: ¿Cuántos quedamos de los que éramos del otro lado del río Santa Cruz?
Unas cuarenta manos levantadas en el aire, por sobre las novecientas cabezas, fue la respuesta. El mismo Facón Grande levantó la suya, con las invisibles riendas en alto, ahora tomadas como si fuera a poner pie en el estribo de su imaginaria cabalgadura,
-¿Qué le parece? -dijo el hombrecito de poncho de lona blanca, codeando al amansador de potros, que se sentaba a su lado y quien había sido uno de los primeros en responder con la mano en alto.
-No quedaba otra..., está bien lo que ha he cho Facón.
-No...; yo le preguntaba por lo de la nube -dijo, haciendo un gesto hacia el cielo.
-¡Ah!... -profirió el amansador levantando también la cara con una helada mueca de sorpresa.
Ambos divisaron que el toro negro empezaba a deshacerse, descargándose como una regadera sobre la llanura, a la distancia. El aguacero avanzó con sus cendales de flechecillas espejeantes; pero al aproximarse a los lindes de la meseta desapareció totalmente, quedando del oscuro nubarrón sólo un claro entre las nubes, por donde pasó un lampo que lamió luminosamente a la llovida pampa.
-¡Da gusto ver llover cuando uno no se moja! -dijo el amansador con sorna.
-¡Sí, da gusto!-replicó el del poncho blanco, y se agachó a recoger el dinero ganado en la apuesta
Los hombres empezaron a esparcirse por entre el turbal hacia el faldeo en donde habían dejado ocultos sus caballos. El viento del oeste sopló con más fiereza por el claro que había dejado el nubarrón, y aquel páramo, desnudado, adquirió bajo el cielo una expresión más desolada.
No hubo ninguna clase de despedidas. Los que partieron hacia la cordillera del Payne lo hicieron cabizbajos, más apesadumbrados que alegres de avanzar hacia las serranías azules donde estaba su salvación. Los cuarenta troperos de Facón Grande, también sombríos, se dirigieron inmediatamente hacia el cumplimiento de su misión.
De pronto, desde la multitud en éxodo hacia el Payne se desprendió un jinete que a galope tendido avanzó en pos de la retaguardia de los troperos. Todos, de una y otra parte, se dieron vuelta a mirar aquel poncho de lona blanca que flameaba al viento, como si fuera una última mirada de despedida.
-¿Otra apuesta? -díjole burlonamente el amansador, cuando lo vio llegar a. su lado.
-Es... que... -repuso el del poncho, dubitativamente.
-¿Qué?...
-Yo le llevo su plata y usted… se queda guardándome las espaldas
-¡A usted le va a hacer más falta! -replicó el amansador, fastidiado.
-¡Chilote tenía que ser!... -profirió rudamente por lo bajo otro de los troperos.
El rostro de ojos claros y aguados se encogió parpadeando, como si hubiera recibido un violento latigazo.
-¡Aquí está su plata! -respondió con voz ronca, y agregó-: ¡Yo no la necesito tampoco!
-¡El juego es juego, amigo, llevésela y parta pronto! -exclamó otro.
-¿Qué le pasa a ese hombre? -dijo Facón Grande, sofrenando su caballo.
-Es una plata de juego -le explicó el amansador-. Apostamos a una nube y él ganó. Ahora parece que quiere devolvérmela como si me fuera a hacer falta..., ¿habráse visto?
-Yo no he vuelto por la plata -manifestó el aludido, dirigiéndose al cabecilla-. Lo de la plata salió sin querer entre mis palabras... Pero yo he venido hasta aquí porque quiero también pelear con los del Diez de Caballería.
Los que escuchaban el diálogo haciéndose los distraídos, se dieron vuelta de súbito a mirarlo.
-Pero usted no es del otro lado del río Santa Cruz -le dijo Facón.
-No; era lechero en la estancia Primavera cuando empezó la revuelta. Después me metí en ella y aquí estoy; quiero pelearla hasta el final, si ustedes me lo permiten.
-¿Qué les parece? -consultó el cabecilla a los troperos.
-Si es su gusto..., que se quede - contestaron varias voces con gravedad.
Antes de perderse en la distancia, muchos de los que marchaban camino del Payne se dieron vuelta una vez más para mirar: el poncho blanco cerraba la retaguardia de los troperos, flameando al viento como un gran pañuelo de adiós.
Al caer la noche, los troperos se hallaban ya atrincherados en el galpón de esquila de la estancia. Acomodaron gruesos fardos de lana en los bretes de entrada y de salida, a fin de que por entre los intersticios dejados pudieran apuntar sus armas hacia un amplio campo de tiro. En cambio, desde afuera, se hacía poco menos que imposible meter una bala entre los claros de aquellas imbatibles trincheras de apretada lana. Centinelas permitieron que todos descansaran un poco mientras la noche avanzaba.
-¡De puro cantor se ha metido en esto! -dijo el amansador de potros al hombre del poncho blanco cuando acomodaban unos cueros de oveja para recostarse junto a sus trincheras comunes.
-¡Ya estoy metido en la cueca y tengo que bailarla bien! -replicó.
-A lo mejor le picó aquello de "chilote tenía que ser"…
-Sí, me picó eso; pero yo venía decidido a que me dejaran con ustedes... ¡Quería pelearla también! ¿Por qué no? Y a propósito, dígame, ¿por qué miran tan en menos a los chilotes por estos lados? ¿Nada más que porque han nacido en las islas de Chiloé? ¿Qué tiene eso?
-No, no es por eso; es que -son bastante apatronados... y se vuelven matreros cuando hay que decidirse por las huelgas, aunque después son los primeros en estirar la poruña para recibir lo que se ha ganado... A mí también me dolió un poco eso de "chilote tenía que ser", porque yo nací en Chiloé.
-¿Ah..., sí? ¿En qué parte?
-En Tenaún..., me llamo Gabriel Rivera.
-Yo soy de la isla de Lemuy..., Bernardo Otey, para servirle.
-¿Y siendo lemuyano, cómo se metió tan tierra adentro? ¡Cuando los de Lemuy son no más que loberos y nutrieros!
-Ya no van quedando lobos ni nutrias... Los gringos las están acabando. Aunque uno se arriesgue a este lado del golfo de Penas, ya no sale a cuenta, y la mujer y los chicos tienen que comer... Por eso uno se larga por estos lados.
-¿Cuántos chicos tiene?
-Cuatro, dos hombres y dos mujercitas... Por ellos uno no se mete de un tirón en las huelgas... ¿Qué dirían si me vieran volver con las manos vacías? ¡A veces se debe hasta la plata del barco, que se le ha pedido prestada a un pariente o a un vecino! Y uno no puede andarle contando todo esto- al mundo entero... Por eso seremos un poco matreros para las huelgas... ¿A usted no le pasa lo mismo? ¿No tiene familia allá en Tenaún?
-No; no tengo familia. Me vine de muchacho a la Patagonia. Me trajo un tío mío que era esquilador. Murió al tiempo después y me quedé solo aquí... Siempre que me acuerdo de él, pienso cómo me embolinó la cabeza con su Patagonia -continuó el amansador, cruzando sus manos por debajo de la nuca, y agregando con voz nostálgica-: Tocaba la guitarra y cantaba tristes y corridos de por estos lados... Me acuerdo la vez que me dijo: "Allá en la Patagonia se pasa muy bien..., se come asado de cordero todos los días..., y se montan caballos tan grandes como los cerros..." "¿Dónde está la Patagonia?", le pregunté un día. "¡Allá está la Patagonia!", me respondió, estirando el brazo hacia un lado del cielo, donde se divisaba una franja muy celeste y sonrosada. Desde ese día la Patagonia para mí fue eso, y no me despegué más de sus talones hasta que me trajo. Una vez aquí, ¡qué diablos!..., los caballos no eran tan grandes como los cerros y el pedazo del cielo ese siempre estaba co-rrido por el mismo lado y más lejos!...
"Trabajé de vellonero -continuó el amansador-, de peón y recorredor de campo. Después, por el gusto a los caballos, me hice amansador. He ganado buena plata domando potros, soy bastante libre, pero... fuera de las ñatas que uno baja a ver de vez en cuando a Río Gallegos o Santa Cruz, no se sabe lo que es una mujer para uno, ni lo que sería un hijo... ¿De qué vale la plata entonces, si uno no ha de vivir como Dios manda? El corazón se le vuelve a uno como esos champones de turba: lleno de raíces, pero tan retorcidas y negras que no son capaces de dar una sola hebra de pasto verde... Por eso será que uno no le tiene mucho apego a esta vida tampoco, y se hace el propósito como si no valiera nada... Le da lo mismo terminar debajo del lomo de un arisco o en una huifa como esta en que nos hallamos metidos... En cambio, usted debiera agarrar su caballo y espiantar para el Payne..., lo esperarán allá en Lemuy una mujer y unos niños.
-¡Ya no, ya!... ¿Quiere que le diga una cosa? ¡Me dio vergüenza que nadie se hubiera quedado de los que cortaron para el Payne!
-Muchos quisieron quedarse, pero Facón los convenció de que debían marcharse. Cuantos menos caigamos es mejor, les dijo, y yo le encuentro razón... ¡Ah..., cómo se la habríamos ganado con Diez de Caballería y todo si no es por ese krumiro de Mata Negra!
-¿Por qué habrá empezado todo esto?
-¡Hem..., quién lo sabe! La mecha se encendió en el hotel de Huaraique, cerca del río Pelque... La tropa atacó a mansalva y asesinó a todos los compañeros que allí estaban... Entonces nos bajó pica, y con Facón Grande nos echamos a pelear todos los que éramos de campo afuera, campañistas, amansadores, troperos y algunos ovejeros que eran buenos para el caballo... Se la estábamos ganando cuando sucedió la traición del Mata Negra, hijo de..., ése; se dio vuelta y se puso al servicio de los estancieros.
-Más o menos todo eso es sabido dijo Otey, con voz apagada entre las sombras-; pero yo me pregunto por qué diablos no se arreglan las cosas antes de que empiecen los tiroteos, porque después no las arregla nadie.
-¡Qué sé yo!... Bueno, unos dicen que es la crísis que ha traído la Gran Guerra... Parece que los estancieros ganaron mucha plata con la guerra, pero la despilfarraron, y ahora que vino la mala nos hacen pagarla a nosotros... Y todo fue por el pliego de peticiones..., pedíamos cien pesos al mes para los peones y ciento veinte para los ovejeros... Ni siquiera yo iba en la parada, porque la doma de potros se hace a trato... También se pedían velas y yerba mate para los puesteros, colchonetas en vez de cueros de oveja en los camarotes, y que se nos permitiera más de un caballo en la tropilla particular... Pero parece que había otras cosas todavía... En el Goyle, compañeros con varios años de sueldo impago y que habían mandado a guardar el dinero de sus guanaqueos, fueron fusilados y esa plata se la embuchó el administrador. A otros les pagaron con cheques sin fondo y se quedaron dando vueltas en la ciudades. El coronel Varela se dio cuenta de todo esto y primero estuvo de nuestra parte; pero los potentados reclamaron a su gobierno, en los diarios le sacaron pica al coronel diciéndole que era un incapaz y hasta cobarde. Entonces el hombre tuvo rabia y pidió carta blanca para sofocar el movimiento; se la dieron, regresó a la Patagonia y empezó la tostadera -dijo el amansador de potros dando término a su versión de la huelga.
Con las primeras luces del alba se repartió un poco de charqui, y, por turnos, se dirigieron a la casa de máquinas, en el fogón de cuya caldera algunos habían hervido agua para el mate. Arriba, en el altillo de la prensa enfardadora de lana, oteando los horizontes, un tropero modulaba a media voz una lejana vidalita:
Más de un año ausente, vidalita...
estuve de esta tierra.
Hoy al encontrarte, vidalita...
ya me has despreciado.
Y eso es lo que llamo, vidalita...
ser un desgraciado.
La tonada fue interrumpida de pronto por una voz de alarma que desde otro lugar del techo anunció la entrada de las tropas del Diez de Caballería por la huella que conducía a las casas de la estancia.
Todos corrieron a sus puestos, mientras dos escuadrones de caballería, de más o menos cien hombres cada uno, desmontaron a la distancia, tomando posiciones en línea de tiradores.
No bien entrada la mañana, se dejaron oír los primeros disparos de una y otra parte. Una ametralladora empezó a tartamudear sus ráfagas, destrozando los vidrios de las ventanas, y las tropas empezaron a cercar desde el campo abierto al galpón de esquila.
Con un disparo aislado uno de los troperos volteó visiblemente al primer soldado de caballería; mientras rastrillaba su carabina para dispararle a otro, profirió en voz alta la conocida versaina con que se tiran las cartas en el juego de naipes llamado "truco":
Viniendo de los corrales
con el ñato Salvador,
¡ay, hijo de la gran siete,
ahí va otro gajo de mi flor!
El duelo prosiguió sin mayores alternativas durante toda aquella mañana, entre ráfagas de ametralladoras, fuego de fusilería y grandes ratos de silencio muy tenso. Habían caído ya varios soldados, sin que una sola bala hubiera logrado meterse por entre los sutiles intersticios de los gruesos fardos de lana, tras los cuales los troperos estaban atrincherados después de haber cerrado las grandes puertas del galpón de esquila, enorme edificio de madera y zinc, construido en forma de T, y sólo circundado por corrales de aguante, mangas y secaderos para el baño de las ovejas, todo hecho de postes y tablones.
Pronto ambos bandos se dieron cuenta de que eran difíciles de diezmar. Los unos, dentro del galpón, bien atrincherados tras los fardos; y los otros, soldados profesionales, avanzando lenta pero inexorablemente en línea de tiradores, con la experiencia técnica del aprovechamiento del terreno. El objetivo de éstos era alcanzar los corrales de madera para resguardarse mejor en su avance. Pero los de adentro conocían bien la intención y la hacían pagar muy cara cada vez que alguien se aventuraba a correr desde el campo abierto para ganar ese amparo. Fatalmente caía volteado de un balazo, y su audacia sólo servía de seria advertencia para los otros.
Facón Grande había dado la orden de no disparar sino cuando se tenía completamente asegurado el blanco, con el objeto de ahorrar balas, causar el mayor número de bajas y demorar al máximo la resistencia, a fin de que los fugitivos tuvieran tiempo de alcanzar hasta los faldeos cordilleranos del Payne, donde se encontrarían totalmente a salvo.
Otra noche se dejó caer con su propio fardo de sombras, interponiéndolo entre los dos bandos. Ambos la aprovecharon cautelosamente para darse algún respiro, y con la madrugada reanudaron su porfiado duelo.
En este segundo día ocurrió algo insólito: uno de los soldados, enloquecido posiblemente por la tensión nerviosa del prolongado duelo, se lanzó solo al asalto con bayoneta calada. Los del galpón no lo voltearon de un tiro, sino que abrieron curiosamente las grandes puertas y lo dejaron entrar; luego lanzaron el cadáver por una ventana para que nadie quisiera hacer lo mismo.
Pero la táctica empleada dio al coronel Várela un indicio: que las balas de los sitiados estaban escasas, si no se habían agotado ya. Era lo que él había previsto y esperaba ansiosamente dar la orden del ataque que pusiera término a ese porfiado duelo, en que había caído ya cerca de un tercio de sus escuadrones.
El toque de una corneta se dejó oír como un estridente relincho, dando la señal de que había llegado esa hora. Las ametralladoras lanzaron sus ráfagas protegiendo el avance final. Los de adentro ya no tenían una sola bala y no tuvieron más armas que sus facones y cuchillos descueradores para hacer frente a esa última refriega. En heroica lucha cuerpo a cuerpo, la muerte de Facón Grande, el cabecilla, puso término al prolongado combate cuando todavía quedaban más de veinte troperos vivos, pues muy pocos habían caído con los tiroteos y la mayoría había perecido sólo en la refriega final.
Esa misma tarde fue fusilado el resto sobre el cemento del secadero del baño para ovejas. Los sacaron en grupos de a cinco, y el propio Várela ordenó no emplear más de una bala para cada uno de los prisioneros, pues también sus municiones estaban casi agotadas.
Gabriel Rivera, el amansador de potros, y Bernardo Otey, con otros tres troperos, fueron los últimos en ser conducidos al frente del pelotón de fusilamiento.
Promediaba la tarde, pero un cielo encapotado y bajo había convertido el día en una madrugada interminable, cenicienta y fría. Al avanzar hacia la losa del secadero, vieron el montón de cadáveres de sus compañeros ya dispuestos para recibir la rociada de kerosene para quemarlos, la mejor tumba que había prescrito Várela para sus víctimas, cuando no las dejaba para solaz de zorros y buitres. Entre aquellos cuerpos se destacaba el; de Facón Grande, que el coronel había hecho colocar encima para verlo por sus propios ojos, pues había sido el único cabecilla que, si no interviene la traición de Mata Negra, hubiera dado cuenta de él y de todo su regimiento.
Un frío intenso anunciaba nevazón. Cuando los cinco últimos fueron colocados frente al pelotón de fusileros que debían acertar una bala cada uno de esos pechos, el sargento que los mandaba se acercó y comenzó a prender con alfileres, en el lugar del corazón, un disco de cartón blanco para que los soldados pudieran fijar sus puntos de mira. Una vez que lo hizo, se apartó a un lado y desde un lugar equidistante desenvainó su curvo sable y lo colocó horizontal a la altura de su cabeza. Iba a bajar la espada dando la señal de "¡fuego!", cuando Bernardo Otey dio una manotada sobre su corazón, arrancó el disco blanco y arrojándoselo por los ojos a los fusileros les gritó:
-¡Aprendan a disparar, mierdas!
La tropa tuvo una reacción confusa. Pero, en seguida, enderezaron las cinco bocas de sus fusiles hacia un solo cuerpo, el de Bernardo Otey, que cayó doblándose segado por las cinco balas que replicaron como una sola a su postrera imprecación.
Pero en aquel mismo instante, aprovechando la reacción de los fusileros, los otros cuatro hombres dieron un brinco y se lanzaron a correr mientras el pelotón rastrillaba sus armas para cargarlas otra vez con bala en boca.
-¡A ellos! -vociferó el sargento, al ver que mientras tres corrían por la huella, otro, el amansador de potros, daba un gran salto por sobre una alambrada, caía a horcajadas en uno de los caballos de la tropa y disparaba campo afuera, abrazado al cuello del animal.
El sargento hizo primero unos disparos con su revólver, pero luego tomó uno de los fusiles de los soldados, y, arrodillándose en posición de tiro, continuó disparando al caballo y su jinete tendido sobre el lomo, que corrieron velozmente hasta que se los tragó una hondonada.
Los otros tres fugitivos, de a pie, fueron pronto alcanzados por las balas, cayendo definitivamente sobre la huella.
La interminable madrugada espesó aún más su ceniza y una densa nevada empezó a caer sobre los campos, ocultando definitivamente al fugitivo con sus tupidas alas.
Bien entrada la noche, el amansador Rivera alcanzó a darle un respiro a su cabalgadura. Cuando desmontó, ambos, caballo y hombre, quedaron un rato acompañándose en medio de la cerrazón de nieve y noche. Las sombras, a pesar de todo, abrieron un poco su corazón con el leve resplandor de la caída de los copos.
Su propio corazón también dio un respiro aprovechando aquel oculto ámbito, y a su memoria acudió el recuerdo de una superstición india: el águila de las pampas debe ser cazada antes que logre dar un grito, pues si lo lanza, la tempestad acude en su ayuda... No bien la recordara, montó de nuevo y siguió galopando, en alas de su protectora.
En uno de esos amaneceres radiantes que siguen a las grandes nevadas, el amansador de potros dio alcance al grueso de los huelguistas cuando ya se habían puesto al reparo en uno de los faldeos boscosos del Payne, todos sanos y salvos. Al encontrarlos, la cabalgadura se detuvo sola, y la rueda humana, como en la Meseta de la Turba, volvió a reunirse en torno del amansador como de su eje.
El animal se había parado sobre sus cuatro patas muy abiertas, y cuando un hilillo de sangre escurrió de sus narices, los belfos, al percibirlo, tiritaron, y luego fue presa de un extraño temblor.
Como buen amansador, Rivera sabía que un caballo reventado no obedece ni a espuela ni a rebenque, pero no cae mientras sienta a su jinete encima. Por eso su relato fue muy breve, y, al terminarlo, se bajó del caballo al mismo tiempo que la noble bestia se desplomaba.
Con la nevada, toda la Patagonia parecía un gran poncho blanco que ascendía por los faldeos del Payne hasta sus altas torres que, como tres dedos colosales, apuntaban sombríamente al cielo. Y así se conservó memoria de cómo murió el chilote Otey.
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