También aquí,
donde los castores desvían el curso de los ríos
y los guanacos miran con esbelta tristeza,
ha surgido la vieja voz envolviéndome en vagos sueños.
En esta tierra seca donde los grandes lagos escarchados
inician su deshielo y las avutardas, siempre en pareja,
gris el macho, marrón la hembra,
picotean el suelo, algo irreprimible
me ha obligado de nuevo
a tratar de decir la vida
con palabras insuficientes.
A pensar en la blanca euforia de la nieve
y en el caparazón rosa de las centollas
cambiando de color a medida que cambia
el día incierto.
Cuántos años, cuánto tiempo,
sin más ley, que la ineluctable
que rige las mareas.
Que la de los bosques de lenga
envueltos en su barba verde,
muriendo y renaciendo
incluso antes de la llegada
del hombre a la Tierra.
Por tal razón trabajo los vocablos
que deben introducirse
en algún remoto pecho
como quien miles de años después
recoge un pedazo de vidrio
golpeado hasta conformar una punta de flecha,
o como quien derriba todo un árbol
para extraer de su tronco, ya pulido y desbastado,
apenas un arco matemáticamente perfecto.
Que me sea dada la paciencia
con que la estalactita
elabora su cuchillo transparente
o la tenacidad con que el albatros
viaja 20.000 kilómetros
desde las Canarias hasta esta América.
Me pregunto, entonces,
si nuestra tarea podrá hallar tales
equivalencias.
Sin embargo en éste,
el lugar más austral del planeta, donde los continentes a la deriva
parecen concluir su errante viaje por la Tierra,
algo que aún no sé nombrar te advierte sin remedio.
Poesía, fatalidad del instinto
reconociendo su cría
entre los centenares de miles
de ese rebaño que bala y se atropella.
Desaparecen los últimos onas
en medio de la peste del progreso
y se esfuma el recuerdo de los anarquistas
grabando en un fósforo, y desde su celda,
himnos de independencia,
pero del mismo modo,
con la misma minuciosidad estéril,
enciendo en la alta noche
los extraños fuegos
para que los perdidos navegantes
a punto de naufragar
(como don Hernando de Magallanes)
encuentren su rumbo
y sigan viaje en pos de su presa.
Esa voluble, frágil y sonámbula quimera
tras de la cual los hombres viajan
y luego desaparecen.
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