jueves, 31 de marzo de 2005

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Alejandro Ferrer: La infausta tarde en que humillamos al Colo-Colo

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Equipo de fútbol de Puerto Natales.

Me llamo Tatín. Bueno... así me llaman.
Tatín el borrachín me dicen, aunque en realidad eso me resbala ya que en este pueblo pocos son los tímidos con la botella. Además, mis vinos me los pago yo mismo; por algo trabajo y no ando por ahí pidiendo para vicios.
Aquí nadie me toma en serio; como que me quieren mucho porque me invitan a fiestas, me hacen bromas, me pegan golpes en la espalda, a veces demasiado fuerte, pero con cariño eso sí, pero si digo algo a nadie le interesa.
Nadie me presta atención.
Yo se los noto en las miradas ausentes.
Por eso nunca digo nada; más bien me dedico a escuchar nomás y a reírme con sus ocurrencias. Yo creo que muchos deben pensar que soy callado, que soy un cero a la izquierda, como dijo uno, pero la verdad es que me desquito cuando estoy solo, en la noche, con mis fantasías, con mis imaginaciones.
Como ahora, en este momento en que estoy a punto de quedarme dormido, pensando en que estoy en un lugar enorme: el Estadio Nacional. Que no hace ni frío ni calor. Día perfecto. En las tribunas miles, en la televisión millones, eso pienso. Quien más quien menos tomando cerveza, vinito, comiendo sánguches, gritando. Como que campea la admiración y, por qué no decirlo, la envidia. Y es que hay muchas hembras en el estadio; las mejores minas del país mirando incrédulas. Deseándome. Odiándose las unas a las otras, por mí.
Y comienza el partido. (Ya casi me duermo...)
Yo con la pelota pasando a todos los del otro equipo que sin duda es el mejor del mundo.
El mejor de todos los tiempos.
De la historia.
Del universo.
Nunca se ha visto un equipo igual. Brasileños, italianos, un par de alemanes, un inglés, un uruguayo, y sin embargo, el huevón de Tatín los pasa a todos: globitos, bicicletas, amagues de cintura, paradas perfectas con el pecho, medias chilenas, un-dos. Y los vuelvo a pasar. A uno, a otro y a otro más...
La verdad es que no siempre tengo fantasías de fútbol.
Hay noches en las que se me ha dado por ser orador y desde un balcón hago discursos con palabras bien difíciles y me gano aplausos que no terminan hasta que me quedo dormido. Es lindo dormirse con el ruido de la fama, clap, clap, clap... Es como el caer de la lluvia sobre el techo. A veces he sido cantante famoso, campeón de box, doctor importante, actor...
Yo creo que esta semana se me ha pasado la mano soñando con esto del fútbol. Debe ser porque llega al pueblo el mejor equipo del país: el Colo-Colo y eso... es... todo... un... acontecimiento...
El maldito sueño me va a vencer. Los párpados me pesan toneladas, mi respiración es cada vez más profunda y ya casi no puedo controlar mis pensamientos.
Sé que será una noche larga.
Y no sólo para mí: todos los del pueblo están esperando el partido de mañana...
Me he quedado profundamente dormido.

He venido temprano al estadio a ver si la cancha está lista para el partido de esta tarde y sí, todo está listo: pusieron las redes, pintaron con cal las líneas de la cancha, están las banderas en las esquinas y el pasto está parejito.
Don Carlos, que es dirigente, se preocupó de todos los detalles. Como en este pueblo no hay máquinas para cortar y el pasto estaba muy crecido, él se consiguió un montón de ovejas y las puso a pastar desde el lunes. (Esto uno lo cuenta fuera del pueblo y nadie lo cree, pero así es aquí). Durante toda la semana las ovejas comieron y cagaron sin descanso. Aunque ahora esté llena de bolitas oscuras, la cancha quedó lisita y yo creo que los astros del Colo-Colo van a sentirse encantados.

La tribuna está repleta de gente. Todos sabemos que los que se sientan allí son los "neófitos" como dijo el maestro. Los que entendemos de fútbol nos arrimamos a las barandas que rodean la cancha para no perdernos ningún detalle.
Yo estoy ahí, cerca de don Carlos, y cuando la banda de los milicos toca el himno del Colo-Colo, se me pone la piel como carne de gallina.
¡Qué lindo es el fútbol!
Ahora entran los jugadores profesionales y los del pueblo. Los primeros se ven bien, jóvenes, victoriosos, elegantes, con las piernas tostadas, musculosas.
Los huevones de aquí, no.
En medio de un silencio de respeto y admiración, ambos equipos caminan hacia el centro de la cancha y al llegar levantan los brazos. Todos aplaudimos.
Veo que el entrenador del Colo-Colo se viene acercando hacia nosotros y pienso que viene a saludar a don Carlos; pero no, viene a decirle que la cancha, Don Carlos, está llena de mierda de ovejas, que qué es esto, que dónde se ha visto semejante porquería, Don Carlos.
Don Carlos, que es un hombre grande y manso, con pinta de perdonavidas, parece que hoy tiene la paciencia agotada y le responde que qué mierda ni ocho cuartos, lo que hay es lo que hay; que se dejen de joder y se pongan a jugar de una vez por todas. Nosotros aplaudimos y el pobre hombre, no más grande que un ratoncito, lo mira hacia arriba, como quien mira la Cordillera de los Andes, y se va en silencio.
Y comienza el partido al tiempo que cruza por el cielo gris una bandada de pájaros negros, gol de Colo-Colo, que parecen pájaros de mal agüero. La gente no puede creer que tiene al frente a los astros de la capital, gol de Colo-Colo, jugando por primera vez en el pueblo. ¡Qué bien se ven con su camiseta blanca y su, gol de Colo-Co-lo, pantalón negro!
Yo miro desde la mejor ubicación, por algo soy amigo de don Carlos, y pienso que cuántos habrá en el país, gol de Colo-Colo, que les gustaría jugar en este equipo, cambio del arquero nuestro porque el idiota no la ve ni cuadrada. ¡Cuántos no darían todo el oro del mundo por, gol de Colo-Colo, vestir la camiseta del club más popular de la patria!
Está por terminar, gracias a Dios, el primer tiempo, gol de Colo-Colo, y nuestros jugadores están empapados, frustrados, agotados, nuevo cambio de arquero, desesperados, humillados, enojados, desconcertados, ufff..., termina el primer tiempo.
Colo-Colo 6, mi pueblo 0.
Don Carlos va al camarín, yo lo sigo, y les dice a los jugadores que qué mierda les pasa. Así les dice. ¿Acaso esos capitalinos son más hombres que ustedes? Nunca olviden que ellos son once y nosotros también, que luchen, carajos, por el honor del pueblo, que no sean blandengues.
Después de la arenga, destapa unas de botellas de vino y las hace correr entre los jugadores.
-¡Pero, qué es esto, don Carlitos! -dice el entrenador haciéndose el santurrón.
-Bah, déjalos que tomen para que se les asienten los huevos -responde él y abre otro par de botellas (aquí hasta yo agarro vuelta).
Vuelven los jugadores a la cancha y nosotros vamos detrás. De pronto un periodista, de esos que siguen a los equipos buenos a todas partes, se acerca y pregunta si es cierto, con todo respeto, señor entrenador, el rumor aquel de que sus jugadores, durante los descansos toman vino en lugar de agua.
El entrenador se hace el sordo, y ya sabemos que no hay peor sordo que el que se hace el huevón. Por suerte salta el sabelotodo del maestro que le pone el índice en el pecho al periodista y le dice con solemnidad:
-"Bonum vinum laetificat cor hominis" (el buen vino alegra el corazón
del hombre) -y sigue caminando como quien no quiere la cosa, sabiendo que
nadie entendió.
Y comienza el maldito segundo tiempo.
Un defensa nuestro le da una patada descomunal al centro delantero del Colo-Colo, justo en la línea del área grande, y tiro libre, y gol de Colo-Colo, y otra vez cambio de nuestro arquero, que está como dormido el muy baboso. Don Carlos estira el labio de abajo como hacen los niños cuando están por llorar, y cuesta darse cuenta si lo hace para sonreír o para iniciar un llanto incontrolable.
Le brillan los ojos y, gol de Colo-Colo, le tiembla el mentón. Al otro lado
el entrenador del equipo visitante se ríe ruidosamente y a la distancia parece que nos tiene clavados sus ojillos de rata.
-Anda al camarín y vístete.
-Pero, don Carlos, yo nunca he jugado fútbol -le digo haciéndome el humilde.
-¡Haz lo que te digo, borrachín! -me dice desde su corpulencia cordillerana con una mirada que no admite peros.
Como a estas alturas ya le he dado más de un par de besos a las botellas sobrantes, no me da vergüenza ir a vestirme de futbolista, gol de Colo-Colo, desgraciados, abusivos, y en un abrir y cerrar de ojos estoy de vuelta a su sombra.
A decir verdad, no me veo bien: los pantalones cortos son increíblemente anchos y corro el riesgo de que ante cualquier movimiento se me vea el honor por la entrepierna.
De la camiseta, ni hablar.
Todos los que me ven se ríen.
Ya falta poco, gracias Virgen del Carmen bella, para terminar el maldito partido, cuando veo que don Carlos le hace una seña al árbitro. De alguna manera éste se las arregla para que la pelota llegue al área enemiga y descaradamente hace sonar el pito con tal vigor que el estadio entero enmudece:
-¡Penal! -grita el sinvergüenza.
Por un instante los jugadores visitantes quedan paralizados; anonadados, diría más tarde el profesor, lo que aprovecha don Carlos para romper el silencio:
-¡Cambioooo, señor árbitro! -grita. Y me ordena que entre a patear el penal.
Para mí el asunto no es nuevo. En mis sueños, cada noche he jugado partidos mucho más difíciles. Lo miro y le digo con una sonrisa que sí voy, y mientras voy caminando lentamente desde las barandas hasta el área del Colo-Colo, sin escuchar las carcajadas del público, don Carlos le dice al entrenador que es hora de reírse de estos profesionales de pacotilla y que la mejor forma es poniendo al más tonto del pueblo para que meta el gol del honor.
Al llegar (pareciera que demoré un siglo), pongo el balón justo en la marca de los doce pasos y me voy bien, pero bien lejos a tomar carrera. Cuando el árbitro ordena la ejecución de la pena, comienzo a correr zigzagueante para despistar y de pronto le doy una patada tan fuerte a la jodida pelota que no la reviento por milagro. Sale despedida hacia la izquierda con tal violencia que el portero colocolino no la ve por ningún lado. De todas maneras se lanza a la derecha y cuando el pobre hombre quiere arrepentirse de su vuelo de pájaro equivocado ya es demasiado tarde.
-¡Gooooooooool del pueblo mío!
-¡Gooooooooool de Tatín, el borrachín! -grita todo el estadio riéndose.
Colo-Colo 9, nosotros 1.
Y termina el partido. ¡Alabado sea el Señor!
Los jugadores del Colo-Colo se retiran de la cancha convencidos de que nos hicieron pagar caro la caca de oveja que adorna sus zapatos. A lo mejor más de alguno llegará incluso a burlarse ante semejante goleada, pero lo que nunca podrán explicarse son las carcajadas que provocó mi gol, el gol del honor, y que todavía se escuchan por estos lados, a treinta años de aquella infausta tarde.
Y la verdad es que no me extraña porque yo mismo vine a explicármelo cuando alguien dijo ese día que, al Colo-Colo, hasta Tatín el borrachín le mete goles.

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