sábado, 12 de marzo de 2005

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Hugo Vera Miranda: Qué se quema cuando se quema

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Conocí las Torres del Paine cuando no era un lugar turístico. Cuando simplemente uno debía viajar lejos del rutinario caballo mostrenco que solía ser el poblado de Puerto Natales. En aquel entonces de 12.000 habitantes y yo. Recuerdo haber viajado con un amigo y que precariamente establecimos nuestra base de operaciones bajo un árbol y las estrellas, nadie llegaba, nadie partía, nadie alrededor, solo un viejo puma de mirada inocente y tres guanacos remolones que avizoraban el desbande de un par de gaviotas gimnastas que revoloteaban alrededor del silencio. El puma cuidaba nuestra guarida de aquellos inclementes fantasmas que alguna vez, en la gran huelga de la Patagonia Argentina del año 21, cruzaron la frontera perseguidos por las huestes del Teniente Coronel Varela. Llevábamos suficiente provisión para estar allí algunos días, pero sabíamos que solamente una semana le haríamos compañía al viejo cóndor que nos dio la bienvenida. Después de algunas peripecias ignoradas, de encontrarnos con dos chicas perdidas de Punta Arenas que se lanzaron al lago sin saber nadar, de rescatarlas sin saber nadar, de hablar de un futuro incierto escrito en la inmensidad del cielo austral, nos quedamos aislados; nadie subía a las Torres del Paine, nadie bajaba desde las Torres del Paine. En un acto de generosidad incauta le regalamos a esas chicas la mitad de nuestras provisiones. La otra mitad lo consumimos en un par de días, y nadie subía, nadie bajaba. Después la historia se convirtió en historia. Un viejo amigo inolvidable de apellido Sapunar, se encargó de nuestros hambrientos huesos y el padre de mi amigo, don Antonio Busolich Nola nos rescató y nos trasladó al poblado de Puerto Natales que ya dije y lo reitero en aquel entonces de 12.000 habitantes y yo. Eso no se ha quemado. Esa historia permanece. Nunca he vuelto a las Torres del Paine, me dicen que ha cambiado, que ya hay todo lo que un turista desea ver, misterio, inmensidad, perplejidad ante lo inmaculado, que hay un hotel de cinco estrellas, que hay guías venidos desde Santiago e incluso de New Hampshire , tropeles de turistas que extasiados contemplan el anochecer bebiendo un whisky con hielos milenarios. Que ya nada es igual; que está más lindo que nunca y que muchachas nórdicas se deslizan al ritmo del último guanaco danzarín. El tiempo que muchas veces es fuente de inagotables ausencias, se obstina aún en reconstruir aquel antiguo verano de 1971, en donde, sin saber nadar, rescatamos de las gélidas aguas del lago a esas dos chicas ebrias que riendo se hundían para siempre. Entonces quiero creer que el fuego, con su poder claro y terrible no mató aquello que aún vive en mi memoria, pero es evidente que al contemplar la vastedad de la tragedia que significó el incendio de Torres del Paine, yo también, como dijo el desdichado turista cheko Jiri Smitak: "sentí que mi corazón sangraba".

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