miércoles, 9 de marzo de 2005

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Miguel Mazzeo: ¿Qué (no) Hacer? Apuntes para una crítica de los regímenes emancipatorios

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Por Manuel Suárez

"Sin Teoría Revolucionaria, no hay revolución"
V. I. Lenin

"Teorizar lo hecho"
Ernesto Che Guevara

Este nuevo libro de Miguel Mazzeo (escritor que a pesar de su juventud ya podríamos catalogar de prolífico) viene a sumarse a los serios (aunque no numerosos) intentos de aportar a la revitalización de la literatura política de izquierda en la Argentina. En este campo, la mayor parte de los trabajos se ubican en la variable "histórica", intentando la reconstrucción de hechos, la revaloración de protagonistas, el análisis de procesos; en este sentido se han logrado aportes importantes, entre los cuales se cuentan algunos del propio Mazzeo. Otro camino muy transitado dentro de la "literatura política" muestra numerosos trabajos de origen y estructura periodísticas en formato libro, biografías "no autorizadas", etc., donde conviven desde investigaciones serias con simples actos de oportunismo (comercial o político).

La vertiente que me interesa señalar -y que se corresponde con este libro- es la que ha volcado esfuerzos en indagar sobre problemas teóricos y, en especial, acerca de conceptos que guiaron y guían el accionar de los militantes populares; aun de los que creían y creen que la frase del Che que está al comienzo de la página acerca de teorizar desde la práctica, significa obviar toda indagación teórica, en oposición a la anterior.
Creemos que es un error contraponerlas, ya que a nuestro entender se articulan perfectamente, que toda teoría está basada en la práctica. "La materia piensa", asegura Lenin con razón.

En la mencionada corriente indagatoria de conceptos se inscribe el presente texto de Miguel. Y -a diferencia de muchos intentos semejantes- lo hace calando el bisturí sin falsos pudores ni alevoso oportunismo, ubicado en la posición del militante popular comprometido con la transformación revolucionaria de la sociedad. Las cuestiones fundamentales tratadas en el texto son las que permanentemente nos han acuciado y acucian a los militantes de izquierda: el Estado, el poder, la organización política; con el agregado de un tema al que no siempre (al menos en la Argentina) hemos atendido: la Nación. El tratamiento está solventado no sólo por una indudable erudición, sino, fundamentalmente, basado en una práctica en el seno de sectores sociales populares. Las preguntas enunciadas, las respuestas esbozadas, las propuestas explicitas o implícitas, son las que, en el movimiento popular, se efectúan los militantes que además de las tareas, buscan sus fundamentos, sus objetivos, sus porqués y paraqués. Esto es así, a pesar que Miguel enuncia con modestia que "se trata simplemente de reflexión militante que pretende: por un lado ordenar y generalizar ideas surgidas al calor de las luchas populares recientes..." Creo que el resultado va mucho más allá y será una fuente de consulta y debate indispensable.

Ahora bien, estamos convencidos que prologar un libro no significa necesariamente prolongarlo. Es decir, ni explicarlo (no lo necesitan ni el autor ni el lector) ni emitir opiniones acerca de los mismos temas, polemizando o aplaudiendo las afirmaciones o negaciones que emergen del texto. Pero sí creemos pertinente opinar acerca de qué significado tiene para el activismo la aparición de ciertos textos y de éste en particular.
(Cierto: para el activismo que piensa que el marxismo no es un dogma, ni las fuentes son textos sagrados en los que -apenas- hay que tener capacidad o suerte en ubicar el versículo correcto para encontrar la respuesta acertada; en nuestro caso, somos ateos de todo dios). Por lo tanto, desde este punto tomamos distancia del cuerpo principal del libro y nos limitaremos a señalar algunos aspectos de la relación teoría-militancia. Muy breves reflexiones, que solicitamos sean tomadas sólo como tales, acerca de dos temas considerados esenciales y que tuvieron y tienen que ver con la actividad práctica.

Algunos de los que provenimos de antiguas militancias solemos afirmar que la derrota de los setenta no fue estrictamente por desconocimiento teórico o por mala aplicación de verdades reveladas. En toda pelea hay, al menos, dos contrincantes. La militancia popular milita para el cambio, la burguesía, claro, se opone con todas sus armas; y golpea, actúa, opera, milita, legal e ilegalmente. Esos son detalles -importantes, no hay duda-, pero detalles. Fue así hace cien, cincuenta, treinta años y lo es ahora. Pero este reconocimiento de que hubo una derrota, que siempre es por relación de fuerzas o por como son utilizadas, no invalida que ya por entonces (los años sesenta y setenta del siglo pasado), era posible verificar la necesidad de inventar (nosotros, los militantes) nuevas fórmulas de accionar, basadas en criterios o conceptos acerca del Estado y la organización política, nuestras mayores falencias teóricas, según nuestra opinión.

En la época señalada, prevalecía largamente una visión instrumentalista del Estado y el diseño más valorado era el efectuado por Lenin en El Estado y la Revolución; se soslayaba que el modelo tomado no era el Estado capitalista que las clases dominantes habían forjado en la Argentina, y sus formas de dominación condicionados por las formas particulares de la lucha de clases en el país; más aún, que ni siquiera en la Revolución de octubre se siguió el proceso de desmembramiento o destrucción que el señalado en el texto del gran revolucionario ruso (texto que, acertadamente, Mazzeo propone leerlo en clave anarquista).

En cuanto a organización revolucionaria, si bien hubo intentos de buscar formas menos rígidas, más descentralizadas, etc., es obvio que el modelo del
¿Qué hacer?, incluidas las deformaciones y tergiversaciones del estalinismo, orientaron la mayoría de las estructuras.

¿Por qué en ambos casos se toma a Lenin? Valga la aclaración, pero está muy claro: sus obras eran las más consultadas, las formas orgánicas por él
expresadas eran las más seguidas, habían sido aplicadas en la formación de la mayoría los partidos comunistas y el local no fue una excepción. En
muchos casos, las formas excesivamente centralizadas (principal crítica al modelo organizacional leninista) eran aplicadas en estructuras que abarcaban
diversas posiciones políticas; en no pocos casos, hasta en organizaciones que asumían el peronismo como identidad política. Sabemos que difícilmente
haya acuerdo en esto, pero si bien se leía con avidez a Trotsky o a Mao, la referencia obligada a la hora de plantear una estructura era el leninismo.

En algunos terrenos, por ejemplo en aquellas organizaciones que asumían la lucha armada, la organización celular podía ser más estricta en orden a la seguridad; pero la pirámide concluía en el Comité Central, Ejecutivo, etc.. Vladimir Ilich Ulianov era para todo el mundo el creador y líder de la primera revolución proletaria; si bien -paradojalmente- de sus textos principales poco quedó en la práctica soviética, era el más grande intelectual de la filosofía de la praxis (Gramsci dixit).

Por otra parte, estábamos imbuidos de la certeza de la inmediatez del hecho revolucionario. Y, como afirma Lukács, "La idea leninista de la organización presupone la realidad de la revolución, la actualidad de la revolución". La presunción de la cercanía sumaba méritos a textos imbuidos de certezas preciadas, de jacobinismo atrayente.

Ahora bien, y en los dos casos: ¿es culpable Lenin de nuestras incompletas o incorrectas lecturas, o de nuestra irredenta vocación copista, que repetimos en corrientes maoístas, castristas y -muchos después- hasta sandinistas? En ese entonces -generalizando y simplificando-, estábamos convencidos de que el Estado era una especie de fortín al cual los indios sólo teníamos que asaltarlo en el momento apropiado. Pero, buscando otros referentes: ¿no nos Gramsci decía que el Estado es el espacio donde las clases dominantes reproducen las condiciones de su dominación y obtienen consenso para ello? Esa palabrita allí instalada no era nueva en la literatura marxista, pero otro de los grandes nos lo mostraba con mayor claridad aún y no lo tuvimos en cuenta, como tampoco el concepto de hegemonía que de allí se desprendía y que también (¿otra casualidad?) ya había sido tenida en cuenta en otros textos de autores clásicos.

En cuanto a organización basada en aplicaciones muy particulares de orientaciones del ¿Qué hacer?, bastardeadas por la burocracia y esclerosada por la mediocridad, ¿es también Lenin culpable de que hayamos decidido que nuestro ciclo lectivo concluía en 1917, año más año menos?

Es posible rastrear rasgos de rigidez burocrática y hasta de manipulación del conjunto en el modelo explicitado en el multimencionado texto, pero Lenin también fue el creador de la más grande consigna revolucionaria: "Todo el poder a los soviets". También podríamos habernos quedado en ella, desarrollarla, defenderla, aplicarla. Más que encontrar fallas en el texto cuestionado, la tarea pasa por encontrar las causas, los pasos que llevaron a que esa consigna derivara en algo parecido a "Todo el poder al aparato del Partido", hecho deleznable así haya que reconocer las presiones que
soportaba la joven revolución. En otra dirección: Lenin -y no sólo él- era muy agresivo a la hora de los debates; partiendo de que la suerte de la revolución estaba en juego si prevalecían otras ideas, no valían los buenos modales; a Bogdanov, por ejemplo, lo criticó muy duramente en varias oportunidades, pero no lo mandó a fusilar -como reconoce Karl Korsh que no era apologista de Lenin, precisamente- ni organizó los paródicos y brutales juicios de Moscú. No se trata de defender al viejo revolucionario de sus jóvenes agresores, mucho menos en este libro, donde eso no ocurre. Simplemente, que en el caso de Lenin nos parecen muy equivocadas dos posiciones antagónicas entre sí:

En primer lugar la postura acrítica, que llega a ser dogmática, de matriz religiosa, que remite a posturas del catolicismo (inmodificación del dogma, infalibilidad del Papa). Compañeros que nos merecen el mayor respeto, en la práctica política siguen creyendo que, un siglo después, Lenin debe hacernos los deberes. Esta actitud no solamente es nada marxista, sino tampoco leninista; ninguno de ellos se quedó con lo "aprendido", ni Marx con Hegel, ni Lenin con Plejanov, por citar ejemplos. Además, de hecho se ignora que desde el marxismo han surgido valiosos aportes para problemas centrales y que los cambios en las formas de dominación, necesitan respuestas también novedosas.

La otra posición, por lo general cargada de oportunismo, es buscar (y extraer con fórceps) en las posiciones leninistas la raíz de todos nuestros males, y el origen fatal e inexorable de las lacras del estalinismo, burocratización e intolerancia incluidas. Esta postura nos recuerda la frase de Eric Hobsbawn: "La destrucción del pasado, es decir de los lazos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con la de generaciones anteriores, es uno de los fenómenos más característicos y extraños de las postrimerías del siglo XX". Más conocedor de ciertos oportunismos folclóricos, John William Cooke asegura en una carta a un compañero: "Si Lenin no tomaba el poder en Octubre, hubiera quedado como un espía alemán".

Lejos de las dos posturas señaladas, la reflexión que pretendemos no se basa en un tercerismo conciliador, sino buscamos que del análisis de las situaciones concretas (en este caso de la etapa sesentista y setentista) surja una autocrítica que no se acote en la parte "operativa" de la praxis política, sino que además abarque los conceptos teóricos que fundamentaron ese accionar. Allí, según creemos, no sólo pasa por saber si leímos bien o no a los clásicos, o si ignoramos olímpicamente a Luxemburgo, Gramsci, Korsch o a Pannekoek, Mariátegui o Mella, Silvio Frondizi o John William Cooke; pasa por no advertir que además de fuentes donde abrevar para aprender, lo eran para comparar, mejorar y sobre todo, pensar con cabeza propia, para crear nosotros mismos -desde nuestra práctica y desde nuestra realidad- una teoría revolucionaria novedosa. Que de eso se trataba. Que de eso se trata.

Es decir: de los postulados leninistas no deben extraerse enseñanzas perennes, como no debe hacerse de ningún texto marxista. La grandeza del Jefe de la Revolución Soviética, estribó fundamentalmente en responder a un determinado desarrollo de las clases dominantes con una propuesta que, en primera instancia fue exitosa. Y lo fue porque fue asumida por millones de personas, lo cual no significa que hoy debiera serlo. Aunque redundar es síntoma de débil retórica, repetimos que hoy ser revolucionario es militar creando, no por afán de originalidad, sino porque es necesario. Desde el marxismo siempre se propuso analizar con espíritu crítico; al pasado debemos abordarlo con ese espíritu que, en rigor, significa "acercamiento". Desde allí, y para reafirmar que no es posible criticar sin ubicarse en el contexto histórico, recordemos que Argentina 2000 no es Rusia en 1900; se nos ocurre que, en la posibilidad de un diálogo intrahistórico, Lenin podría contestar la interpelación de algunos como dicen que hizo un jefe sandinista a un político argentino, "todólogo" él. En la reunión, respondiendo al que lo criticaba por los errores cometidos en la guerra contra Somoza, dijo: "Es cierto, nos equivocamos; tal vez porque ustedes no estaban...".

Atención: ni antes éramos idiotas o ciegos, ni ahora las sabemos todas. En aquel tiempo vivíamos una época de revoluciones triunfantes; la iniciada en 1917, fortalecida en 1949, cercana a partir de 1959: Esas revoluciones triunfantes no mostraban demasiadas diferencias bajo la apurada y ansiosa mirada de nuestra impaciencia. Es claro que hubo voces (algunas ahora magnifican su número y volumen) y es cierto que hubo advertencias y hasta propuestas de organización y construcción distintos. Pero la tendencia general era de la necesidad de apurar el paso y, otra vez, las propuestas organizativas pensadas para momentos de crisis revolucionaria eran las más aceptadas. Ni idiotas ni analfabetos, tal vez sí trasladamos mecánicamente experiencias triunfantes, soslayando que cada revolución busca y necesita su propia originalidad. La originalidad que sí tuvieron los soviéticos, los chinos, los vietnamitas, los cubanos.

La etapa de recomposición política que atravesamos (otro acierto de este libro es la descripción de los nuevos modelos organizacionales) necesita a nuestro entender de la recuperación de la capacidad crítica, que no debe ser, por supuesto, hacer tabla rasa con todo lo anterior. Significa asumirse partícipes de una revolución que necesita revitalizar sus fundamentos desde la práctica, desde el seno de las masas trabajadoras, populares que son (somos) los necesarios hacedores de la transformación social que, mal que les pese a muchos, sigue llamándose revolución; que necesitará de una organización realmente participativa y auténticamente democrática; que no deberá desdeñar formas de delegación, por controlada que ésta fuere; y también una ética que reconozca la necesidad de forjar conjuntamente nuevas relaciones sociales, basadas en la solidaridad en libertad y en la ética guevarista su fundamento moral. El hombre del siglo XXI, nosotros mismos, al decir del insoslayable Ernesto Guevara, el Che para más datos.

Creemos que los trabajadores y sectores populares estamos en la búsqueda de nuevas formas de participación social y política; la aparición de experiencias como la de los zapatistas y el MST de Brasil son buenos ejemplos. Entre nosotros, esa búsqueda se hace especialmente notable a partir de la explosión del 2001. Y, vale recordar, se busca cuando no se tiene; o cuando lo que se tiene no alcanza. Es decir: los modelos organizacionales se agotaron, tal vez por causas endógenas, tal vez -y especialmente- porque respondían a realidades que ya no existen. Pero lo central sigue vigente: sin organización ni teoría, renovada permanentemente por la práctica, difícilmente haya revolución. No se necesita demasiada "formación" para luchar contra la injusticia, pero tomar al aspecto teórico como aspecto secundario o dejarlo en manos de "especialistas", es apostar a dos problemas ya vividos y no superados: la perpetua repetición de errores o la formación de elites vanguardistas.

Como reflexión final, van algunas preguntas. Todo hace parecer que no hay grandes cambios en las estructuras de las organizaciones de izquierda "tradicionales". Ahora bien, en los nuevos modelos, que declaran (o declaman) ser participativos, horizontalistas, democráticos, ¿No hay muestras de soberbia, autoritarismo ni manipulación de la voluntad colectiva?; con permiso, otra pregunta: ¿han logrado ser democráticas, participativas y además (además) ser eficaces? Son avances, búsquedas, pero falta. Basta de arar con viejos bueyes, dice la canción de Silvio Rodríguez, no tirar al niño con el agua sucia, dice la sabiduría popular; habrá que inventar. Buena tarea, parte inescindible de la lucha, que es lucha de clases.

Por último, como militante popular al servicio de la revolución tal y como la entiendo, saludo alborozado la aparición de ¿Qué (no) Hacer? La provocadora profusión de preguntas, la búsqueda de respuestas, la valentía de un texto lúcido y jugado, representan un aporte fundamental en esa búsqueda que menciono en el párrafo anterior.

Miguel Mazzeo refuerza con este libro su papel de intelectual orgánico en el estricto sentido de Gramsci. Y no es arbitraria esta cita: creo firmemente que este valioso compañero se inscribe en esta senda de elaboradores de las preguntas necesarias, de los propulsores de las respuestas polémicas, de las que el gran revolucionario italiano fue uno de los más destacados.

Este libro me exime de aseveraciones que corren por mi cuenta; lo demuestra por sí mismo. Bienvenido.

Buenos Aires, Editorial Antropofagia, 2005 Buenos Aires
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