Albert Pagel, foto gentileza de Beatriz. |
Rügen, región de Pomerania, Alemania, poseía entonces una economía centrada básicamente en la actividad pesquera y marítima. Albert, desde que dio sus primeros pasos, conoció los botes y las lanchas en sus juegos, disfrutando de la labor de las mujeres cuando reparaban las velas y las riñas de los marineros a la salida de las cantinas. Estaba decidido. ¡Hablaría con sus padres y saldría a conquistar el mundo! Europa vivía un clima de aparente paz. Hacía siete años que el continente no conocía de conflictos y, con la sola excepción de los Balcanes, desde los tiempos de Napoleón no se registraban guerras generales. El "heroico anciano", Guillermo I, y el "Canciller de Hierro", Otto Bismark, había logrado la ansiada unificación, modernizando los medios logísticos, las comunicaciones y creando un disciplinado y, por lo tanto, poderosísimo ejército. Sin dudas era la mayor potencia de Europa, con un estándar económico que superaba todo lo hasta entonces conocido que superaba todo lo hasta entonces conocido. El país, cuya población no alcanzaba los cuarenta millones, gozaba de una prosperidad inesperada, poseía la mejor red de ferrocarriles, la mayor producción de hierro y estaba a la cabeza de la industria.
Alto, macizo, colorín, con pulcras vestiduras y un incipiente bigote, Albert Pagel Phnke, con la destreza que le permitían sus joviales 14, subió la escalerilla del nuevo velero de la compañía Sloman, llevando sólo un atado en su espalda. -"¡Qué deseas, niño"-, preguntó el contramaestre. -"Buenos días... quisiera embarcarme"-, respondió tímidamente Albert Pagels, inhibido ante la dominante personalidad del contramaestre, sin atreverse a revelarle que ya era un hombre que hacía muchos años que esperaba la hora de encontrarse con el mar. Hans Foester, hercúleo y broncíneo, sabía que no tenía un niño enfrente... olía el alma marinera a kilómetro de distancia. Tenía la experiencia que dan las singladuras en los siete mares, consiente de haber encontrado un verdadero marinero. -"¿Y tus padres? ¿Qué dicen?"- le consultó. "Me despedí de ellos. Mi padre me bendijo y mi madre me deseo la mejor fortuna. Siempre supieron que algún día el mar me necesitaría.- dijo Albert. -Habla con Hermann, en la cocina. El te indicará donde podrás instalar tu coy. La paga es poca, pero se vive mucho-, murmuró, girando sobre sus talones, al tiempo que inhalaba el humo de una pipa que tenía tallada en su casona la cabeza de un bucanero.
Desde el primer instante se transformó en el predilecto de sus jefes. Una carrera meteórica lo llevó a grados inimaginables en corto plazo. No tenía problemas para desengancharse. Navegaba en una línea hacia Nueva York, a los 20 años, cuando lo sorprendió la guerra hispano-norteamericana. Por sus distinguidos antecedentes fue llamado a participar en el conflicto. ¡Era sus primeros contactos con el fuego de los cañones! En las costas aledañas de Manila, Filipinas, la escuadra norteamericana al mando de George Dewey atacó con denuedo a la española comandada por el almirante Patricio Montoja, destruyéndola el 1 de Mayo de 1898 en Cavité. ¡Terminaba así para siempre el dominio español de ultramar! La aventura, al igual que el nuevo siglo, recién comenzaba.
Mil novecientos lo sorprendió con el grado de contramaestre y 22 años de edad. En Pekín el asesinato del embajador alemán movilizó a las potencias. Fanáticos nacionalistas chinos cometían terribles excesos contra los extranjeros... nacionalistas expertos en artes marciales que al ser vistos en acción por los occidentales fueron bautizados como boxers (boxeadores), lo que daría su denominación a una guerra cruenta, breve y brutal, donde Pagels destacó combatiendo a las órdenes de von Waldersee en las orillas del río Pei-Ho. Las fuerzas internacionales eran dirigidas por Seymour, quien incentivaba a la batalla con la famosa frase "¡The germans to the front!". Finalmente, el 15 de agosto de 1900 las tropas inglesas, francesas, italianas, austríacas, alemanas, rusas y japonesas, ocuparon Pekín. ¡Era la primera manifestación conjunta de la Liga de las Naciones, que años más tarde daría origen a la Organización de las Naciones Unidas.
Terminado el conflicto continuó viajando, conociendo nuevas gentes y lugares. El término del primer año del siglo lo sorprendió con tres naufragios en el cuerpo. En uno de ellos incluso fue distinguido por haber rescatado al cocinero, quién no quería salir del bote, lo laceó al más puro estilo "Far - West", permitiendo así que el marino fuera arrastrado hasta la embarcación de salvamento. En España fue testigo de una insurrección y, por su temperamento, se vio envuelto en un romance que terminó con un sumario. Decidido a comenzar una nueva vida llegó al continente americano. Junto a dos compañeros de viaje emprendió la aventura con destino al "Chaco". Dormía confiado en los alrededores de Varadero cuando los amigos lo atacaron. Mientras uno le quitaba su puñal de caza, el otro le extrajo el revólver. Pagels despertó e intentó defenderse, recibiendo una herida cortopunzante en la clavícula izquierda que por poco le comprometió el corazón. Sin embargo, pese a la desgracia, la fortuna lo salvó en el último instante. Cuando lo iban a rematar con un balazo el arma no funcionó, pues tenía puesto el seguro. "Cogoteado" y herido por sus amigos llegó hasta la estancia de un alemán, que lo atendió como a un hijo.
Tres meses duró su convalecencia, parte de la cual transcurrió en un hospital. Pagels, percatándose que las intenciones de su samaritano compatriota eran casarlo con su hija, decidió emprender un rápido viaje a Buenos Aires. En la capital argentina debe laborar intensamente para sobrevivir. Trabaja lavando botellas y haciendo de pintor de brocha gorda en una cervecería de Palermo, pero cada día que transcurre se siente más enfermo. La malaria contraída en las orillas de Manila se agravaba ostensiblemente con el clima bonaerense. Necesitaba un aire fuerte, parecido al de su tierra escandinava. ¡Debía viajar hacia el sur! ¡La Patagonia sería su destino!
Allí aguardaban la aventura y la riqueza. Era la tierra promisoria, donde incluso fecundos placeres aguardaban a las manos trabajadoras. En 1903 desembarcó en el puerto de Punta Arenas, pero la vida no fue fácil. El clima era hostil, pero sano. Para poder comer no se hizo de rogar en la elección de su primer trabajo: faenar una ballena, lo que le permitió ganar su primera libra de oro, moneda corriente entonces en Magallanes. La lucha por la existencia fue acrisolando su carácter. Primero se transformó en pirquinero y más tarde en trampero, hasta que reunió el dinero suficiente para adquirir un bote de encina de 20 pies, constituyéndose en el primer lanchero a motor de Punta Arenas y rey de los pescadores de los canales. ¡Era toda una personalidad en la ciudad austral! No obstante, las malas relaciones entre el imperio y otras potencias colonialistas comenzaron a perjudicarlo en su relación social.
El gobernador del puerto lo distinguió con una aversión inaudita, mientras los ingleses sospechaban en él actividades de espionaje, quizás debido a que presidía los amigos de la Liga Naval alemana, donde se agrupaban los colonos germanos residentes relacionados con actividades marítimas. La salida de su embarcación era todo un espectáculo. Con su pujante motor danés monocilíndrico "Alfa" a parafina producía un característico sonido de "chuc-chuc", lo que motivó que la comunidad lo motejara con el nombre de capitán "Chucu-chucu". Pero no todo era odio. Pagels no sabía odiar... sólo amar. Amaba el mar, su patria, su trabajo. Y aprendió a amar más cuando conoció a Augusta Berndt, hija de colonos alemanes radicados en Llanquihue, con quién se casó en 1912. De este matrimonio nacerían 16 hijos, 8 de los cuales fallecerían prematuramente, lo que demuestra las duras condiciones de la zona. Sólo la mitad de los hijos llegaría a la edad adulta.
La vida parecía apacible cuando comenzaron a retumbar los
tambores de la guerra. Magallanes se dividió entre las facciones, los rencores
se incrementaron y la torre de Babel patagónica comenzó a tomar partidos, ya
que el primer encuentro naval serio había tenido lugar en aguas chilenas,
cayendo bajo el fuego de las baterías alemanas los navíos ingleses Good Hope y
Monmouth el 1 diciembre de 1914. Alemania poseía gran cantidad de simpatizantes
entre los marinos mercantes, cazadores de nutrias y loberos, por lo que el
cónsul de ese país buscó ayuda entre quienes ejercían actividades marítimas en
la zona. Conocía a cada uno de sus súbditos, mientras que el cónsul enemigo, el
inglés, un viejo marino, no contaba con personal disciplinado y entrenado como lo
era el caso de los germanos.
Pagels regresaba a su hogar tras una salida de pesca. Era habitual que estuviera en los canales. Algunas veces pescando, otras como guía. En 1907 había servido de guía a varios expedicionarios, siendo el más importante Skottberg, científico que agradecido había destacado su ayuda en un libro. La apacible y templada tarde del 6 de diciembre de 1914 Rodolfo Stubenrauch, cónsul alemán en Punta Arenas, se conmovería con un telegrama urgente proveniente de Montevideo. El "Invencible" y el "Inflexible", dos cruceros ingleses, además de otros buques menores, singlaban el Atlántico ya próximos a Puerto Stanley. El drama era inminente. ¡Allí estaba la escuadra alemana! Había que avisar a Von Spee, pues de lo contrario caería en la boca del lobo. La preocupación de los súbditos germánicos era comprensible y Stebenrauch, sin pensarlo dos veces, corrió a la casa de Albert Pagels, quién estaba en cama, después que resultara herido en su mano derecha al explotarle la recámara de su viejo rifle, que había guardado como souvenir de la guerra de los boxers.
El diplomático no tuvo piedad y le sobraron argumentos. Le habló de los intereses de la lejana patria, le ordenó levantarse y dirigirse de inmediato con destino a la Bahía Hewett, al sur este del Cabo Pilar, donde encontraría al vapor "Amasis", buque alemán de la línea Kosmos, que se hallaba fondeado y que debería transmitir el telegrama de aviso al almirante Von Spee. Pagels no titubeó. Se levantó con rapidez, se abrigó lo que se consideró suficiente para no empeorar su enfermedad y, junto a su viejo camarada Hans Schindich, se embarcó en su querida lancha a motor, la "Elfreda", que además poseía una pequeña vela.
A poco de salir del puerto los mares se contagiaron con la bravura de los vientos australes. Las densas nubes polares se fueron oscureciendo para comenzar a parir un temporal que hacía que el bote pareciera una cáscara de nuez en la bañera de un niño. La inestabilidad era absoluta, pero la decisión de continuar superaba los riesgos. ¡Proa al sur! Del éxito de la misión dependía la vida de más tres mil hombres. El 9 de diciembre, cansados, con hambre, sintiendo gruñir las vísceras y con un frío que traspasaba el cuero de los "calamorros", vieron a la distancia un crucero que navegaba a toda velocidad a su encuentro. La maniobra de ocultamiento no se habló. Pagels y Schindich se movilizaron sin intercambiar palabra y lograron esconderse. ¡Los ingleses!, pensaron, pero un rictus de rabiosa ira apareció en sus rostros cuando se percataron que se trataba nada menos que el "Dresden", que, herido, pero manteniendo su altivez, huía de la persecución de los buques ingleses después del desastroso combate de Las Malvinas, donde el almirante inglés Sturdee había alcanzado la flota alemana el 8 de diciembre de 1914, hundiendo los blindados Sharmhorst y Gneisenav y los cruceros Leipzig y Nuremberg.
Desesperados comenzaron a emitir señales para que la nave se detuviera. ¡Era tarde! Los mensajes no fueron captados y el "Dresden" -único sobreviviente del desastre- continuó su rumbo. Los desalentados marinos de la "Elfreda" siguieron su viaje, llegando hasta el "Amasis" para cumplir su misión. El inalámbrico quebró el silencio radial: -Graf Spee, responda... Graf Spee, conteste... No hubo respuesta.
En las Malvinas todo había terminado; sin embargo, aún quedaba un barco en corso: "El Dresden". El buque de guerra alemán apenas alcanzó a detenerse en Punta Arenas. Apresuradamente debió zarpar perseguido por el "Kent", navío británico que le pisaba los talones. Los alemanes, ya sin combustibles, orientaron el timón hacia el canal Beagle. Tenían pocas esperanzas y mucho frío, por lo que el capitán resolvió que un grupo de tripulantes bajara a tierra a cortar leña para las calderas. Cuando la desgracia se ensaña todos los males son pocos, y así fue como, por casualidad o exceso de custodia, un buque de guerra chileno los sorprendió en el Beagle, ordenándoles perentoriamente salir del lugar y continuar viaje.
Pese
al gigantesco riesgo que entrañaba, el capitán resolvió regresar a Punta
Arenas, aprovisionando carbón y saliendo de inmediato en dirección a Hewett
Bay. ¡Por fin los alemanes magallánicos conocían su ubicación! Pagels, en
varias oportunidades, les llevó víveres, repuestos de máquinas e informaciones,
en su cúter de hasta dos toneladas de carga. En sus conversaciones con el
comandante del "Dresden" comenzaron a nacer las inquietudes cuando el
alto oficial le contó haberse contactado con extranjeros que decían ser
inocentes pobladores. Rápidas diligencias permitieron conocer la verdad: ¡Eran
interesados en ubicar el paradero del "Dresden" para informar a las
autoridades británicas! Su conocimiento geopolítico de la zona, de las
costumbres y hábitos, de las gentes y de las circunstancias, motivaron a que Pagels
brindara un consejo de inmediato: ¡Huir al Atlántico e intentar romper el
bloqueo olvidando cualquier posibilidad de seguir en corso!
Embarcándose en su "Elfreda" los llevó a Christmas Bay, en el canal González, sector que une el canal Bárbara con la bahía Stokes. Como lobos hambrientos los cruceros ingleses y sus chalupones mayores armados con torpedos portátiles sentían próximo el olor de la presa, por lo que el sigiloso navío germano cambiaba permanentemente de fondeadero, sin poder informar sobre su destino a los compatriotas residentes. Pagels buscaba y buscaba. Un día, fatigado por el viaje, cayó sobre el timón. Durmió plácido, como si estuviera en la cómoda cama de su hogar junto a su esposa, soñando que el "Dresden" se ocultaba tras una roca que en el sueño no pudo reconocer. Una ola lo sobresaltó. Se restregó los ojos, vio el peligro de la roca y viró el timón. -¡Salvado!- pensó, apretando los párpados aún aletargados por el descanso. Una gran mole lo desperezó absolutamente y, por instinto, gobernando en la oscuridad, dirigió su embarcación al lugar de su sueño, tras los montículos.
¡Allí estaba el "Dresden"! Los gritos de los tripulantes, que ya no solo lo identificaban sino que además comenzaban a quererlo, lo hicieron sentirse como disfrutando en su cálida isla Rügen, cuando celebraba las fiestas nacionales y junto a Hellmut y los demás barrabases de su edad corría descalzo sobre la arena de la caleta que lo había visto nacer. ¡Era su patria vigente sobre las olas en Tierra del Fuego!
Cuando orgulloso volvía a puerto su vida cambiaba. Nadie comprendía su actitud. Lo miraban como espía. Algunos amigos le viraban la cara. Sentí un rechazo absoluto. Pero, lo que más le dolía es que pensaran que tenía precio. Las amenazas no le preocupaban. Lo que le molestaba era que lo conminaran a que permaneciera neutral ofreciéndole 2.500 libras esterlinas, pues en caso contrario, ¡lo ahorcarían! No tenía miedo. Sabía que debía cuidarse, pues podía sufrir un atentado. Estaba consciente que se trataba de una guerra y cualquier cosa podía ocurrirle a él y a su familia. La incertidumbre lo resolvió a comenzar a dormir con la carabina bajo el brazo, dispuesto a defender su vida de cualquier modo.
A los pocos días
tuvo una nueva misión. Otra vez faltaban combustibles y provisiones en el
"Dresden". Se había dispuesto que el "Sierra de Córdova",
ex buque de pasajeros de la línea Bremen, con capacidad para 12.5000 toneladas
de carbón y un almacén de provisiones escogidas, ubicara y abasteciera al
crucero de guerra. La tarea era difícil. Los buques ingleses merodeaban en los
canales y el capitán del "Sierra de Córdova" no conocía el estrecho
de Magallanes. El capitán, sin saber de la existencia de un gigantesco banco de
arena, el "Orange", increíblemente logró atravesar la Primera
Angostura. Ni siquiera a los oficiales de los cruceros enemigos se les ocurrió
que alguien pudiera intentar una maniobra tan audaz y cualquier curso de
navegación hubiera sido fatal, ya que sin dudas habría sido considerado por la
inteligencia inglesa.
Después de una breve recalada en Punta Arenas, el "Sierra de Córdova" huyó perseguido por los ingleses, escondiéndose en la ensenada Martínez, a cien millas de bahía Navidad, hasta donde el cónsul Stubenrauch envió un piloto -antiguo residente en Punta Arenas- con la misión de sacar de allí la embarcación para abastecer al "Dresden", oficial que había prestado grandes servicios a los barcos alemanes. Sin embargo, pasaban los días y la misión no se cumplía. El comandante del "Dresden" envió a Pagels hasta la ensenada Martínez portando un mensaje. La situación era alarmante y requerían combustible en forma urgente. Debían burlar el bloqueo y salir de inmediato de la bahía. -No podemos salir. Sería ir a una muerte segura-, dijeron el capitán y el práctico del "Sierra de Córdova". No necesariamente- replicó Albert Pagels- Existe una forma de salir y yo la conozco. ¡Yo los saco!
Los oficiales se miraron sorprendidos. Les parecía increíble la seguridad que demostraba ese alemán que, disponiendo sólo de una pequeña embarcación a motor, asumía la responsabilidad de comandar en tan difíciles circunstancias el gigantesco carguero. El capitán sopesó las probabilidades. Al comprender que no tenía otra chance se decidió, manifestando: -No se hable más. Intentémoslo. La oscuridad era intensa y los vientos huracanados levantaban fuerte marejadas. Pagels, impertérrito en el puente de mando, daba las órdenes de zarpe, mientras a su lado el capitán y la oficialidad intercambiaban miradas de preocupación. Pagels observaba a los marineros atisbando en cubierta.
Recordaba sus primeros años en el mar, cuando ni siquiera hubiera soñado nunca que algún día capitanearía una embarcación como la que ahora conducía. No tenía los grados ni los cursos suficientes, pero la universidad de la vida le había entregado una indiscutible capacidad. El "Sierra de Córdova" singlaba con luces apagadas y con una malla de alambre sobre la chimenea para evitar chisperíos delatores. Todos trataban de hacer el menor ruido posible. Parecía un barco fantasma surcando un mar mitológico. Cada tripulante sentía que era un momento crucial, quizá único en su vida. Pagels no quitaba los ojos de la oscuridad, paseándose entre los voladizos del puente de mando. ¡Era el único que tenía conciencia exacta del gran riesgo que significaban las rocas!
Apretaba los dientes temiendo escuchar el sordo sonido de la quilla rascando el fondo marino. ¡Sería el final no sólo para ellos, sino, además, para los marinos del "Dresden" y para la esperanza de la gloria de la armada alemana! Los minutos se hacían tan largos que parecían medirse en horas. No obstante, el tiempo transcurría inexorablemente y las distancias se acortaban. -¡El "Dresden" a proa!- resonó un grito que quebró el largo silencio. Un ¡Viva! Estentóreo atronó en cubierta, mientras los oficiales se abrazaban en el puente de mando.
Pagels sonrió, encendió su pipa y degustó la mejor bocanada de toda su vida... sin siquiera imaginarse que a esa misma hora su mujer daba a luz a su primera hija. No hubo descanso. Las tripulaciones de inmediato comenzaron el trasvasije de carbón y provisiones, lo que concluyó con rapidez. ¡La tarea estaba cumplida! Pero habría una última vez que Pagels volvería al "Dresden". La nave ya estaba en la costa occidental cuando le ordenaron entregar una orden al capitán Luedecke. Burlando a los ingleses, que no le perdían pisada, llegó hasta el barco de guerra, entregándole el sobre al alto oficial. -Gracias- le dijo Luedecke- Sus servicio no tienen precio y algún día les serán reconocidos. Ahora nos vamos mar afuera y ya no requeriremos sus servicios. Sin embargo le voy a solicitar una última tarea. Siga navegando, para que los ingleses crean que nos continúa abasteciendo y que nos ocultamos en algún sector de los canales".
No hubo abrazos ni mayores formalidades. Ambos se apretaron fuertemente la mano y con respeto se miraron. ¡Era un hasta siempre! Pagels continuó navegando. Sabía que lo vigilaban estrechamente y que corría riesgos, pero comprendía también la importancia de su tarea. Cada día ganado significaba mayor seguridad para el crucero germano. Al regresar al muelle de Punta Arenas después de una ardua jornada de pesca, el odiado gobernador marítimo lo miró con sorna y, sonriendo, le dijo: -Hundieron el "Dresden". Pagels sintió un estremecimiento, pero no movió un músculo. Tampoco respondió. Simplemente caminó lento en dirección a su hogar. Pensativo subió la larga avenida.
La casa estaba muy calefaccionada. Augusta preparaba un strudel. Pagel la besó suavemente en la frente, soltando la pregunta que le quemaba el alma. -¿Hundieron el "Dresden"? -Sí- respondió su mujer- La radio dijo que el 14 de marzo el "Glasgow" lo cañoneó en la bahía de Cumberland, en la isla de Juan Fernández. Según otros, el capitán ordenó abrir las válvulas y volar la santabárbara al ser descubiertos por el "Kent" y el "Glasgow". Sintió que una lágrima luchaba por salir. Disimulando su dolor tomó la tetera y se sirvió un café. -Estoy muy cansado- murmuró- voy a recostarme un rato. Augusta sabía lo que Albert estaba sufriendo. No respondió y siguió aderezando el dulce.
Pagels regresaba a su hogar tras una salida de pesca. Era habitual que estuviera en los canales. Algunas veces pescando, otras como guía. En 1907 había servido de guía a varios expedicionarios, siendo el más importante Skottberg, científico que agradecido había destacado su ayuda en un libro. La apacible y templada tarde del 6 de diciembre de 1914 Rodolfo Stubenrauch, cónsul alemán en Punta Arenas, se conmovería con un telegrama urgente proveniente de Montevideo. El "Invencible" y el "Inflexible", dos cruceros ingleses, además de otros buques menores, singlaban el Atlántico ya próximos a Puerto Stanley. El drama era inminente. ¡Allí estaba la escuadra alemana! Había que avisar a Von Spee, pues de lo contrario caería en la boca del lobo. La preocupación de los súbditos germánicos era comprensible y Stebenrauch, sin pensarlo dos veces, corrió a la casa de Albert Pagels, quién estaba en cama, después que resultara herido en su mano derecha al explotarle la recámara de su viejo rifle, que había guardado como souvenir de la guerra de los boxers.
El diplomático no tuvo piedad y le sobraron argumentos. Le habló de los intereses de la lejana patria, le ordenó levantarse y dirigirse de inmediato con destino a la Bahía Hewett, al sur este del Cabo Pilar, donde encontraría al vapor "Amasis", buque alemán de la línea Kosmos, que se hallaba fondeado y que debería transmitir el telegrama de aviso al almirante Von Spee. Pagels no titubeó. Se levantó con rapidez, se abrigó lo que se consideró suficiente para no empeorar su enfermedad y, junto a su viejo camarada Hans Schindich, se embarcó en su querida lancha a motor, la "Elfreda", que además poseía una pequeña vela.
A poco de salir del puerto los mares se contagiaron con la bravura de los vientos australes. Las densas nubes polares se fueron oscureciendo para comenzar a parir un temporal que hacía que el bote pareciera una cáscara de nuez en la bañera de un niño. La inestabilidad era absoluta, pero la decisión de continuar superaba los riesgos. ¡Proa al sur! Del éxito de la misión dependía la vida de más tres mil hombres. El 9 de diciembre, cansados, con hambre, sintiendo gruñir las vísceras y con un frío que traspasaba el cuero de los "calamorros", vieron a la distancia un crucero que navegaba a toda velocidad a su encuentro. La maniobra de ocultamiento no se habló. Pagels y Schindich se movilizaron sin intercambiar palabra y lograron esconderse. ¡Los ingleses!, pensaron, pero un rictus de rabiosa ira apareció en sus rostros cuando se percataron que se trataba nada menos que el "Dresden", que, herido, pero manteniendo su altivez, huía de la persecución de los buques ingleses después del desastroso combate de Las Malvinas, donde el almirante inglés Sturdee había alcanzado la flota alemana el 8 de diciembre de 1914, hundiendo los blindados Sharmhorst y Gneisenav y los cruceros Leipzig y Nuremberg.
Desesperados comenzaron a emitir señales para que la nave se detuviera. ¡Era tarde! Los mensajes no fueron captados y el "Dresden" -único sobreviviente del desastre- continuó su rumbo. Los desalentados marinos de la "Elfreda" siguieron su viaje, llegando hasta el "Amasis" para cumplir su misión. El inalámbrico quebró el silencio radial: -Graf Spee, responda... Graf Spee, conteste... No hubo respuesta.
En las Malvinas todo había terminado; sin embargo, aún quedaba un barco en corso: "El Dresden". El buque de guerra alemán apenas alcanzó a detenerse en Punta Arenas. Apresuradamente debió zarpar perseguido por el "Kent", navío británico que le pisaba los talones. Los alemanes, ya sin combustibles, orientaron el timón hacia el canal Beagle. Tenían pocas esperanzas y mucho frío, por lo que el capitán resolvió que un grupo de tripulantes bajara a tierra a cortar leña para las calderas. Cuando la desgracia se ensaña todos los males son pocos, y así fue como, por casualidad o exceso de custodia, un buque de guerra chileno los sorprendió en el Beagle, ordenándoles perentoriamente salir del lugar y continuar viaje.
Foto gentileza de Beatriz. |
Embarcándose en su "Elfreda" los llevó a Christmas Bay, en el canal González, sector que une el canal Bárbara con la bahía Stokes. Como lobos hambrientos los cruceros ingleses y sus chalupones mayores armados con torpedos portátiles sentían próximo el olor de la presa, por lo que el sigiloso navío germano cambiaba permanentemente de fondeadero, sin poder informar sobre su destino a los compatriotas residentes. Pagels buscaba y buscaba. Un día, fatigado por el viaje, cayó sobre el timón. Durmió plácido, como si estuviera en la cómoda cama de su hogar junto a su esposa, soñando que el "Dresden" se ocultaba tras una roca que en el sueño no pudo reconocer. Una ola lo sobresaltó. Se restregó los ojos, vio el peligro de la roca y viró el timón. -¡Salvado!- pensó, apretando los párpados aún aletargados por el descanso. Una gran mole lo desperezó absolutamente y, por instinto, gobernando en la oscuridad, dirigió su embarcación al lugar de su sueño, tras los montículos.
¡Allí estaba el "Dresden"! Los gritos de los tripulantes, que ya no solo lo identificaban sino que además comenzaban a quererlo, lo hicieron sentirse como disfrutando en su cálida isla Rügen, cuando celebraba las fiestas nacionales y junto a Hellmut y los demás barrabases de su edad corría descalzo sobre la arena de la caleta que lo había visto nacer. ¡Era su patria vigente sobre las olas en Tierra del Fuego!
Cuando orgulloso volvía a puerto su vida cambiaba. Nadie comprendía su actitud. Lo miraban como espía. Algunos amigos le viraban la cara. Sentí un rechazo absoluto. Pero, lo que más le dolía es que pensaran que tenía precio. Las amenazas no le preocupaban. Lo que le molestaba era que lo conminaran a que permaneciera neutral ofreciéndole 2.500 libras esterlinas, pues en caso contrario, ¡lo ahorcarían! No tenía miedo. Sabía que debía cuidarse, pues podía sufrir un atentado. Estaba consciente que se trataba de una guerra y cualquier cosa podía ocurrirle a él y a su familia. La incertidumbre lo resolvió a comenzar a dormir con la carabina bajo el brazo, dispuesto a defender su vida de cualquier modo.
El hundimiento del Dresden visto por la revista Caras y Caretas. |
Después de una breve recalada en Punta Arenas, el "Sierra de Córdova" huyó perseguido por los ingleses, escondiéndose en la ensenada Martínez, a cien millas de bahía Navidad, hasta donde el cónsul Stubenrauch envió un piloto -antiguo residente en Punta Arenas- con la misión de sacar de allí la embarcación para abastecer al "Dresden", oficial que había prestado grandes servicios a los barcos alemanes. Sin embargo, pasaban los días y la misión no se cumplía. El comandante del "Dresden" envió a Pagels hasta la ensenada Martínez portando un mensaje. La situación era alarmante y requerían combustible en forma urgente. Debían burlar el bloqueo y salir de inmediato de la bahía. -No podemos salir. Sería ir a una muerte segura-, dijeron el capitán y el práctico del "Sierra de Córdova". No necesariamente- replicó Albert Pagels- Existe una forma de salir y yo la conozco. ¡Yo los saco!
Los oficiales se miraron sorprendidos. Les parecía increíble la seguridad que demostraba ese alemán que, disponiendo sólo de una pequeña embarcación a motor, asumía la responsabilidad de comandar en tan difíciles circunstancias el gigantesco carguero. El capitán sopesó las probabilidades. Al comprender que no tenía otra chance se decidió, manifestando: -No se hable más. Intentémoslo. La oscuridad era intensa y los vientos huracanados levantaban fuerte marejadas. Pagels, impertérrito en el puente de mando, daba las órdenes de zarpe, mientras a su lado el capitán y la oficialidad intercambiaban miradas de preocupación. Pagels observaba a los marineros atisbando en cubierta.
Recordaba sus primeros años en el mar, cuando ni siquiera hubiera soñado nunca que algún día capitanearía una embarcación como la que ahora conducía. No tenía los grados ni los cursos suficientes, pero la universidad de la vida le había entregado una indiscutible capacidad. El "Sierra de Córdova" singlaba con luces apagadas y con una malla de alambre sobre la chimenea para evitar chisperíos delatores. Todos trataban de hacer el menor ruido posible. Parecía un barco fantasma surcando un mar mitológico. Cada tripulante sentía que era un momento crucial, quizá único en su vida. Pagels no quitaba los ojos de la oscuridad, paseándose entre los voladizos del puente de mando. ¡Era el único que tenía conciencia exacta del gran riesgo que significaban las rocas!
Apretaba los dientes temiendo escuchar el sordo sonido de la quilla rascando el fondo marino. ¡Sería el final no sólo para ellos, sino, además, para los marinos del "Dresden" y para la esperanza de la gloria de la armada alemana! Los minutos se hacían tan largos que parecían medirse en horas. No obstante, el tiempo transcurría inexorablemente y las distancias se acortaban. -¡El "Dresden" a proa!- resonó un grito que quebró el largo silencio. Un ¡Viva! Estentóreo atronó en cubierta, mientras los oficiales se abrazaban en el puente de mando.
Pagels sonrió, encendió su pipa y degustó la mejor bocanada de toda su vida... sin siquiera imaginarse que a esa misma hora su mujer daba a luz a su primera hija. No hubo descanso. Las tripulaciones de inmediato comenzaron el trasvasije de carbón y provisiones, lo que concluyó con rapidez. ¡La tarea estaba cumplida! Pero habría una última vez que Pagels volvería al "Dresden". La nave ya estaba en la costa occidental cuando le ordenaron entregar una orden al capitán Luedecke. Burlando a los ingleses, que no le perdían pisada, llegó hasta el barco de guerra, entregándole el sobre al alto oficial. -Gracias- le dijo Luedecke- Sus servicio no tienen precio y algún día les serán reconocidos. Ahora nos vamos mar afuera y ya no requeriremos sus servicios. Sin embargo le voy a solicitar una última tarea. Siga navegando, para que los ingleses crean que nos continúa abasteciendo y que nos ocultamos en algún sector de los canales".
No hubo abrazos ni mayores formalidades. Ambos se apretaron fuertemente la mano y con respeto se miraron. ¡Era un hasta siempre! Pagels continuó navegando. Sabía que lo vigilaban estrechamente y que corría riesgos, pero comprendía también la importancia de su tarea. Cada día ganado significaba mayor seguridad para el crucero germano. Al regresar al muelle de Punta Arenas después de una ardua jornada de pesca, el odiado gobernador marítimo lo miró con sorna y, sonriendo, le dijo: -Hundieron el "Dresden". Pagels sintió un estremecimiento, pero no movió un músculo. Tampoco respondió. Simplemente caminó lento en dirección a su hogar. Pensativo subió la larga avenida.
La casa estaba muy calefaccionada. Augusta preparaba un strudel. Pagel la besó suavemente en la frente, soltando la pregunta que le quemaba el alma. -¿Hundieron el "Dresden"? -Sí- respondió su mujer- La radio dijo que el 14 de marzo el "Glasgow" lo cañoneó en la bahía de Cumberland, en la isla de Juan Fernández. Según otros, el capitán ordenó abrir las válvulas y volar la santabárbara al ser descubiertos por el "Kent" y el "Glasgow". Sintió que una lágrima luchaba por salir. Disimulando su dolor tomó la tetera y se sirvió un café. -Estoy muy cansado- murmuró- voy a recostarme un rato. Augusta sabía lo que Albert estaba sufriendo. No respondió y siguió aderezando el dulce.
Terminada la guerra el capitán Pagels volvió a reencontrarse
con varias de las amistades que lo habían evitado. Sin embargo, si vida
básicamente se centraba en el hogar y en los canales. La guerra se había
perdido, pero Alemania, cual Ave Fénix, comenzaba a resurgir de las cenizas. La
asunción de Hitler al poder en 1933 tuvo especial significado para él y para
gran parte de los alemanes de ultramar. Sentía bullir su nacionalismo. Con
orgullo veía que cada vez eran más respetados. La personalidad del nuevo
Canciller lo sorprendía; no obstante, el despertar general germano lo hacía
sonreír de satisfacción. Una mañana lo despertó el cartero con correspondencia
certificada. ¡El gobierno alemán lo llamaba para entregarle la Cruz de Hierro
de 2° y 1° categorías, por los grandes servicios brindados a su patria!
En agosto de 1939 se embarcó en dirección a Europa, siendo recibido en Alemania con todos los honores por las autoridades de la Marina. Pero otra vez llegó la guerra. Los cañones comenzaron a asolar el viejo continente y la ceremonia de condecoración no se efectuó. Ya iniciadas las batallas tuvo la posibilidad de conocer al Führer. Los jefes de la Armada le acordaron una cita que nunca pudo cumplirse, pues el día previsto Hitler sobrevivió milagrosamente a uno de los muchos atentados que sufriera durante su mandato. Al ser entrevistado, años más tarde, Pagels recordaría: "Ofrecí mis servicios a las fuerzas armadas y marché al frente. Debido a mis años no podía empuñar el fusil, pero se me encargó que dictase conferencias a las tropas sobre temas patrióticos, aspectos geográficos y en especial sobre Sudamérica. Así me correspondió servir en el ejército, en la marina, aviación y en las fábricas de material de guerra. El final del conflicto me sorprendió recuperándome de una doble hernia en una colonia de reposo ubicada a 9 kilómetros de la localidad germana de Shoenebeck. El 1 de mayo de 1945 los rusos entraron a la colonia. Trataron de detenerme en varias oportunidades, sin resultados. Finalmente lo lograron y me llevaron a presencia de los jefes, a quienes alegué que era sudamericano. Un jefe militar conocía Magallanes y habló de Tierra del Fuego y de Punta Arenas. Se interesó por mí y me prometió hacerme Jefe de Policía, lo que acepté por temor a que después me trasladaran al interior de Rusia y de esta manera perdiera la única esperanza de evadirme. Después de una serie de peripecias, logré sacar de a poco mis cosas de la zona rusa y fugarme a la zona inglesa, donde ya tuve toda clase de facilidades para regresar a Chile".
Tras infinidad de aventuras, cansado y enfermo, llegó al Consulado Chileno en Franckfort, donde después de mucho tiempo pudo degustar una de sus predilecciones: una taza de té. Estaba viejo y débil, por lo que debió permanecer tres semanas hospitalizado antes de retornar a la Patagonia. Al irse de Magallanes pesaba 112 kilos. Ahora, enfermo, su corpulencia era sólo cosa del pasado, pues apenas alcanzaba los 50 kilos. En su cama tuvo tiempo para leer una obra de la cual era protagonista principal: "Der Lotse on Feuerland" (El pilotín de Tierra del Fuego), de 200 páginas, escrita por W. Hoeppner-Flatow y editada en 1940, ya en plena guerra, en su país natal. Allí aparecía bajo el nombre de Geor Brencken y cada página le recordaba pormenores de la odisea del "Dresden".
La última siempre lo emocionaba, por lo que cuidadosamente inició su lectura: "El comandante Lancy se presenta a enrostrarle a Brencken su estúpida terquedad en rechazar sus mejores ofrecimientos. Al alemán le acaban de entregar una cajita con un emisario... Con un titubeo el alemán alzó su mano, abrió la cajita y contempló las cruces que yacían sobre el terciopelo. En un susurro le contestó: -"¿Para qué lo hice, dice usted?" -y aún bajó más la voz- "¡Tal vez por éstos!" El oficial británico se encogió de los hombros con expresión de sorna: -"¿Para esa...? -y se arrepintió de decir "porquería"- "¿Para un pedacito de hierro?... Brencken asintió con seriedad: -"¡Sí -dijo- para un pedacito de hierro!".
Pagels cerró el libro, apagó la luz y por primera vez en muchos años se durmió con una sonrisa apacible. Días después se embarcó con pasaje gratuito en el Santa Elena, con destino a Buenos Aires. Allí continuó hacia Punta Arenas en el vapor "Arauco", adonde llegó de 1951. Le pesaban sus 73 años, lo que no fue obstáculo para que comenzara a escribir. Sus aventuras hasta 1939 fueron editadas en un volumen de 150 páginas titulado "Mi vida", en cuya redacción contó con la asesoría del escritor Federico Freksa, obra de la cual, lamentablemente, son escasos los ejemplares en Magallanes. Durante la guerra se efectuaron 7 ediciones, con un total de 47.000 ejemplares.
Un segundo libro, donde narraba sus experiencias de la Segunda Guerra Mundial hasta casi finalizar la década de los 50, no fue publicado. Los manuscritos se los facilitó al escritor alemán Schimitt-Tanwald, quien se encontraba de paso en Punta Arenas, sin que hasta la fecha se hayan tenido noticias de su destino. El reconocimiento merecido sólo le llegó en sus últimos días, cuando personalidades de todo el mundo llegaban hasta Magallanes con el único propósito de visitarlo y algunos a entrevistarlo. Es el caso de Sir Eugen Millington Drake, autor del voluminoso libro "El drama de Graf von Spee y la batalla del Río de la Plata", editado en 1960. Este caballero inglés vino en 1956 a Punta Arenas a encontrarse con Pagels, a fin que éste le aclarara detalles respecto al mensaje enviado por el almirante Von Spee.
El tiempo había cicatrizado las viejas heridas de guerra cuando el británico y el alemán se encontraron en el salón de té del Hotel Cabo de Hornos. -"Herr Pagels, I supuse?"- dijo el británico, parodiando a Morton Stanley, en su histórico encuentro con Livingstone en el Africa. El anciano se puso de pie y le tendió la mano. Se saludaron cordialmente. -"Me lo imaginaba más viejo"- comentó Sir Eugen- "se conserva usted muy bien". -"No crea. Los años pasan... Ya no estamos tan jóvenes". Después de asesorarlo respecto a su participación durante la Primera Guerra Mundial, Pagels apretó fuertemente la mano de Sir Eugen, y por un instante recordó la misma escena vivida durante su despedida del comandante Luedecke. Sacando y encendiendo la pipa salió lentamente del foyer del hotel. Caminaba apoyado en su bastón en la Plaza de Armas cuando se sintió atraído por el monumento a Hernando de Magallanes, donde el navegante lusitano descansa con el pie apoyado sobre un bauprés. "Este fue un gran aventurero. -pensó- Soy feliz en Magallanes, aunque a veces me siento inquieto. Será que tantos años después vuelvo a vivir más tranquilamente, sin temores ni peligros".
Reinició la marcha, atrayendo con su apostura y su metro ochenta de estatura la atención de los caminantes, muchos de los cuales ni siquiera sabían quién era el imponente anciano que con orgullo lucia su gorra naval.
En agosto de 1939 se embarcó en dirección a Europa, siendo recibido en Alemania con todos los honores por las autoridades de la Marina. Pero otra vez llegó la guerra. Los cañones comenzaron a asolar el viejo continente y la ceremonia de condecoración no se efectuó. Ya iniciadas las batallas tuvo la posibilidad de conocer al Führer. Los jefes de la Armada le acordaron una cita que nunca pudo cumplirse, pues el día previsto Hitler sobrevivió milagrosamente a uno de los muchos atentados que sufriera durante su mandato. Al ser entrevistado, años más tarde, Pagels recordaría: "Ofrecí mis servicios a las fuerzas armadas y marché al frente. Debido a mis años no podía empuñar el fusil, pero se me encargó que dictase conferencias a las tropas sobre temas patrióticos, aspectos geográficos y en especial sobre Sudamérica. Así me correspondió servir en el ejército, en la marina, aviación y en las fábricas de material de guerra. El final del conflicto me sorprendió recuperándome de una doble hernia en una colonia de reposo ubicada a 9 kilómetros de la localidad germana de Shoenebeck. El 1 de mayo de 1945 los rusos entraron a la colonia. Trataron de detenerme en varias oportunidades, sin resultados. Finalmente lo lograron y me llevaron a presencia de los jefes, a quienes alegué que era sudamericano. Un jefe militar conocía Magallanes y habló de Tierra del Fuego y de Punta Arenas. Se interesó por mí y me prometió hacerme Jefe de Policía, lo que acepté por temor a que después me trasladaran al interior de Rusia y de esta manera perdiera la única esperanza de evadirme. Después de una serie de peripecias, logré sacar de a poco mis cosas de la zona rusa y fugarme a la zona inglesa, donde ya tuve toda clase de facilidades para regresar a Chile".
Tras infinidad de aventuras, cansado y enfermo, llegó al Consulado Chileno en Franckfort, donde después de mucho tiempo pudo degustar una de sus predilecciones: una taza de té. Estaba viejo y débil, por lo que debió permanecer tres semanas hospitalizado antes de retornar a la Patagonia. Al irse de Magallanes pesaba 112 kilos. Ahora, enfermo, su corpulencia era sólo cosa del pasado, pues apenas alcanzaba los 50 kilos. En su cama tuvo tiempo para leer una obra de la cual era protagonista principal: "Der Lotse on Feuerland" (El pilotín de Tierra del Fuego), de 200 páginas, escrita por W. Hoeppner-Flatow y editada en 1940, ya en plena guerra, en su país natal. Allí aparecía bajo el nombre de Geor Brencken y cada página le recordaba pormenores de la odisea del "Dresden".
La última siempre lo emocionaba, por lo que cuidadosamente inició su lectura: "El comandante Lancy se presenta a enrostrarle a Brencken su estúpida terquedad en rechazar sus mejores ofrecimientos. Al alemán le acaban de entregar una cajita con un emisario... Con un titubeo el alemán alzó su mano, abrió la cajita y contempló las cruces que yacían sobre el terciopelo. En un susurro le contestó: -"¿Para qué lo hice, dice usted?" -y aún bajó más la voz- "¡Tal vez por éstos!" El oficial británico se encogió de los hombros con expresión de sorna: -"¿Para esa...? -y se arrepintió de decir "porquería"- "¿Para un pedacito de hierro?... Brencken asintió con seriedad: -"¡Sí -dijo- para un pedacito de hierro!".
Pagels cerró el libro, apagó la luz y por primera vez en muchos años se durmió con una sonrisa apacible. Días después se embarcó con pasaje gratuito en el Santa Elena, con destino a Buenos Aires. Allí continuó hacia Punta Arenas en el vapor "Arauco", adonde llegó de 1951. Le pesaban sus 73 años, lo que no fue obstáculo para que comenzara a escribir. Sus aventuras hasta 1939 fueron editadas en un volumen de 150 páginas titulado "Mi vida", en cuya redacción contó con la asesoría del escritor Federico Freksa, obra de la cual, lamentablemente, son escasos los ejemplares en Magallanes. Durante la guerra se efectuaron 7 ediciones, con un total de 47.000 ejemplares.
Un segundo libro, donde narraba sus experiencias de la Segunda Guerra Mundial hasta casi finalizar la década de los 50, no fue publicado. Los manuscritos se los facilitó al escritor alemán Schimitt-Tanwald, quien se encontraba de paso en Punta Arenas, sin que hasta la fecha se hayan tenido noticias de su destino. El reconocimiento merecido sólo le llegó en sus últimos días, cuando personalidades de todo el mundo llegaban hasta Magallanes con el único propósito de visitarlo y algunos a entrevistarlo. Es el caso de Sir Eugen Millington Drake, autor del voluminoso libro "El drama de Graf von Spee y la batalla del Río de la Plata", editado en 1960. Este caballero inglés vino en 1956 a Punta Arenas a encontrarse con Pagels, a fin que éste le aclarara detalles respecto al mensaje enviado por el almirante Von Spee.
El tiempo había cicatrizado las viejas heridas de guerra cuando el británico y el alemán se encontraron en el salón de té del Hotel Cabo de Hornos. -"Herr Pagels, I supuse?"- dijo el británico, parodiando a Morton Stanley, en su histórico encuentro con Livingstone en el Africa. El anciano se puso de pie y le tendió la mano. Se saludaron cordialmente. -"Me lo imaginaba más viejo"- comentó Sir Eugen- "se conserva usted muy bien". -"No crea. Los años pasan... Ya no estamos tan jóvenes". Después de asesorarlo respecto a su participación durante la Primera Guerra Mundial, Pagels apretó fuertemente la mano de Sir Eugen, y por un instante recordó la misma escena vivida durante su despedida del comandante Luedecke. Sacando y encendiendo la pipa salió lentamente del foyer del hotel. Caminaba apoyado en su bastón en la Plaza de Armas cuando se sintió atraído por el monumento a Hernando de Magallanes, donde el navegante lusitano descansa con el pie apoyado sobre un bauprés. "Este fue un gran aventurero. -pensó- Soy feliz en Magallanes, aunque a veces me siento inquieto. Será que tantos años después vuelvo a vivir más tranquilamente, sin temores ni peligros".
Reinició la marcha, atrayendo con su apostura y su metro ochenta de estatura la atención de los caminantes, muchos de los cuales ni siquiera sabían quién era el imponente anciano que con orgullo lucia su gorra naval.
Revista Impactos. Año 2 - nro. 18 Punta Arenas, 2 de marzo
de 1991
Comments
6 comments to "Carlos Vega Delgado: La increíble vida de Herr Pagel"
10:18
Me ganaste en republicar esta historia. Yo quería contar de él en mi blog. Encuentro fascinante la historia de Herr Pagels. Me emociona su vida y andar por esos canales en esos barquitos casi de papel como anduvo mi abuelo.
En Punta Arenas todavía anda dando vueltas su apellido. saludos friosos che!
10:05
Es una buena historia la del Dresden. Pero hay algunos errores históricos en este artículo.
El Alemán quién escondió, abasteció y luego sacó de su escondite al Dresden fué Hary Rothemburg.
Pagels fué contratado por Rothemburg por su barco, para transportar lo necesario para surtir al Dresden.
Hary era un marino Alemán, que lo dejaron en Punta Arenas en cuarentena por una enfermedad, y se quedó a vivir después en esta ciudad. Donde se casó y estableció.
Fué práctico en los canales toda su vida.
La cruz de hierro otorgada a Pagels por su servicio heróico era por las acciones de este otro Alemán. Cuando se investigó sobre los hechos Hary había muerto y Pagels se los acreditó. Varios los Años después, en una segunda investigación se rectificó este error, incluso existe un libro que habla de esto escrito por una Alemana (no recuerdo el nombre).
En mi familia todabía tenemos la campana del casino de oficiales del Dresden, que se la regalaron a Hary Rothenburg, mi tatara abuelo, Además de su pasaporte y algunos documentos más.
01:55
No había visto este artículo. Conocí al Sr. Pagels porque vivía en calle Balmaceda, cerca de donde yo vivía y lo veía pasar a menudo. Mi padre me contaba de su historia, tal como él la había escuchado, creo que en la carnicería de José Noguiera con Balmaceda. Me trae muchos recuerdos.
Tomás Austin
23:38
totalmente de acuerdo, tanto Rothemburg como Pagels tuvieron roles importantes, Rothemburg como Práctico escondiendo el Dresden y Pagels abasteciéndolo. Pagels recibió una pensión vitalicia, no así Rhotemburg, dicen que él era más introvertido.
En el libro la Estela del Drede, queda en relevancia el importante rol de Rothembur.
11:32
Pagels y Rothemburg son ambos personajes entrañables en la novela histórica "Señales del Dresden", de Martín Pérez Ibarra, publicada el 2014 por Uqbar Editores.
20:42
Es una historia fascinante. Gracias por la publicación
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