Por Devito
En algún lugar de mi memoria, como una nebulosa, está el recuerdo de mi primer día de clase. Tenía apenas seis años cuando ingresé por primera vez a un aula. Llevaba una chaqueta color azul, un pantalón gris, zapatos negros y un bolso de cuero marrón donde guardaba un cuaderno de línea y otro de cuadritos, un lápiz negro, una cajita de seis colores, una regla y una goma.
Antes de partir a mi nuevo escenario de vida, mi madre Yolanda, siempre detallista y prolija, revisó orejas y uñas, asegurándose de que llevara un bien planchado pañuelo de color blanco en mi bolsillo derecho del vestón, y una peinada geométrica, apretada y brillante al más puro estilo gardeliano.
Se iniciaba la década de 1970 y los alumnos de kinder de la Escuela Consolidada de Experimentación ingresaron un lunes del mes de marzo a las 13:00 hrs. de manera que a medio día, este niño estaba bañado, almorzado y listo…esperando el decisivo e histórico momento (que debo reconocer) esperaba con más expectativa que tensión.
Salimos de mi casa de la calle Esmeralda Nº 425, caminamos uno pasos y doblamos por la calle Ramírez, avanzamos una cuadra y tomamos la calle Bulnes hasta llegar a la esquina de Baquedano para bajar por la calle Phillipi. De la mano de mi madre sentía que se acercaba la hora, recuerdo algunos consejos y advertencias de mi progenitora… “te portas bien…conocerás a muchos amiguitos y amiguitas…no debes pelear con ninguno de ellos…te vendré a buscar y me esperas en la puerta del colegio…”.
Al llegar al colegio nos recibieron varios profesores y profesaras quienes nos llevaron a un gimnasio interior, un señor de voluptuoso figura y ronca voz nos dio la bienvenida y seguidamente pidió a nuestras madres retirarse del lugar “de aquí en adelante – dijo – “sus hijos quedan a cargo de nuestros maestros y maestras…”. Rápidamente un funcionario desde un podio dio lectura a una lista asignándome a mí y a 29 compañeros más al curso Kinder “B”. Caras nuevas, todos los mirábamos entre sí en medio de un ambiente de susto, curiosidad, sorpresa y temor a lo nuevo. En seguida vino la orden, formarse de a dos, un varón una dama. A mi lado, mi nueva compañerita, se llamaba Ingrid (su apellido no logro recordarlo por más que esfuerzo mi ceso, pero si puedo asegurar que su pronunciación sonaba a extranjero), era una niña muy delgada y de buena estatura, paliducha, de largos y rubios cabellos y resplandecientes ojos azules. Me miró con cara angelical y exclamó con una suave y dulce voz ¡Hola!, ¿quién eres tú?, solo atiné a decirle soy de Natales y me llamo “Lalo” (como me apodaban en mi casa). Un llamado de atención del profesor que estaba delante del grupo cortó nuestro diálogo.
Formados los cursos (eran cuatro kinder) emparejados y tomados de las mano partimos rumbo a nuestras salas de clase…como si fuera ayer lo recuerdo…la sala Nº 7 para el kinder “B”, a cargo del profesor Sr. Ido Alberto Barría Barrientos, un caballero de tez morena, pelo crespo, de baja estatura y de respetable vozarrón. De oste a este, me tocó el primer puesto de la fila derecha junto a mi “socia” Ingrid. Confieso que me sentía cómodo y ya mi síndrome tensional había sido reemplazado, a esa altura, por mi curiosidad, un colegio muy grande y una sala también grande y muy bien decorada con dibujos infantiles, abecedarios, pancartas con los números del uno al cien, juegos manuales, libros de cuentos (“Peter Pan”; “Caperucita Roja”; “Aladino y la Lámpara Maravillosa”, “La espada en la Piedra” y otros más) y por primera vez veía carteles que promocionaban la higiene personal y dental y por su puesto la prevención de la pediculosis (tiempo después mi mamá, me contó que la primera advertencia que se les hizo a los padres y apoderados ese primer día, fue que el colegio se había propuesto erradicar definitivamente las plagas de piojos que periódicamente afectaban a los niños, por lo tanto los padres debían aportar manteniendo una buena higiene en sus hijos).
Las horas pasaron y de pronto Ingrid, la flaca “cara pálida” de ojos azules, abrió su bolso gris, de su interior sacó una bolsa con dulces surtidos: cremalines envueltos en un papel con la figura de una baquita made in argentina (ya los conocía, mis padres trabajaban en Río Turbio); dulces de goma y confites varios de diferentes colores y sabores, con un tentador gesto y suave mirada me dijo: ¿Quieres?.. yo nunca he dicho que no a una dulce invitación …más si proviene de una dama. Era casi medio kilo de dulces que sin darnos cuenta lo devoramos entre preguntas y confesiones…ella habló primero: ¿dónde vives? …en la calle Esmeralda cerca del cementerio respondí, ¿y tú? le repliqué, en la costanera, frente a Gafo…mi papá es el que manda a los milicos aquí, me acotó mi rubia compañera de pupitre. ¡Ha! mis papas trabajan en Río Turbio le replique, administran la finca del señor Tersaggi – ¿y donde queda eso? dijo ella – por el cerro Dorotea le respondí. Yo nací en Quillota, agregó… ¿y eso donde queda? le dije… en el norte, cerca de Santiago de donde son mis papás.
En otro chispazo de mi memoria recuerdo que la infantil dulcinea rubia me confesó que tenía un hermano, yo respondí orgullosamente, tengo dos hermanas. Acto seguido, don Ido Alberto, se puso de pie (por varios minutos estuvo sentado escribiendo en un libro que ahora como docente lo entiendo, era el siempre complicado libro de clases) y con decidida voz dijo: niños y niñas…damitas y caballeritos (siempre nos llamaba así al iniciar su clase), este lugar será su segundo hogar, aquí aprenderán a leer, escribir, sumar, restar, multiplicar, dividir, dibujar, cantar y también harán nuevos amiguitos y amiguitas… ¿les gusta los cuentos?…tímidamente de a uno fuimos exclamando si. ¡Ha ya lo sabía! – dijo el señor Barría – entonces les leeré “La Espada en la Piedra”… ¡inteligente Noel! es la frase de este magnifico y místico cuento que quedó grabada en mi memoria. Con los años uno se pone más reflexivo y más sabio y entonces pude saborear y comprender la maravillosa moraleja del cuento.
La lectura de don Ido concentró la atención de todo el grupo, Merlín, el mago hizo de las suyas en el cuento, todos quedamos con un hilo de respiración al escuchar el poder de la magia de este mítico personaje, hasta que llegó el epílogo, con una reflexión de nuestro profesor que más o menos decía: “el bien siempre triunfa y el mal siempre es derrotado, por eso amiguitos, los niños y niñas buenos, aseados y estudiosos siempre serán queridos, los malos en cambio, serán siempre despreciados”.
De pronto sonó un timbre, entonces don Ido no dijo: “niños de pie…tómense de la manito y salgan los de la fila derecha". Ingrid y yo nos tomamos de la mano y salimos casi marcando el paso detrás de otra pareja de compañeros. La disciplina es muy importante nos decía don Ido mientras salíamos al pasillo. Avanzando por lo que me parecía un laberinto de cemento llegamos hasta la puerta principal, un mar de madres esperaban. Nuestro profesor ordenó detenernos, enseguida nos dijo: “Amiguitos, despidan a su compañero o compañera con un beso en la mejilla y díganles hasta mañana”. Le di un beso a mi enjuta y pálida compañerita…se río coquetamente y me dijo chao, luego salió corriendo en dirección de una señora que la esperaba, una dama alta, muy flaca, rubia, pálida y de ojos azules, era su mamá. Por mi parte, miré a todos lados en medio de un mar de señoras hasta que identifiqué a mi progenitora. Corrí hacia ella y lo primero que me preguntó ¿Quién es tu amiguita?
Fue mi primer día de clases.
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