viernes, 17 de febrero de 2012

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Los cosmonautas de Puerto Cóndor

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Por Devito

Una tarde de verano, un viejo mariplaya que ociaba apoyado sobre una baranda del muelle Stubenrauch fue el primero que avistó la densa columna de humo negro que se elevaba hacia el infinito cielo gris que cubría las agitadas aguas del Golfo Almirante Montt. Minutos más tarde, la enorme mole de acero ya era visible desde cualquier punto del naciente poblado. Se trataba del vapor "Alondra", perteneciente a la Empresa de Ferrocarriles del Estado. A fines de la década de 1930, el transporte marítimo era el único medio que enlazaba al norte del país con Puerto Natales y vice versa cada tres o cuatro meses, de manera que un arribo como este era motivo de alivio y alegría para los esforzados vecinos pues en sus bodegas el barco traía la tan esperada carga para abastecer al pueblo. Junto con la mercadería estos grandes vapores transportaban también equipajes, maquinarias, autos y pasajeros. De regreso al norte del país cargaban carne, cueros y otros derivados en los muelles de los frigoríficos "Natales" y "Bories".

Atracado en el puerto el "Alondra" inició la descarga de mercadería y el capitán del buque bajó de su puesto de mando, como siempre lo hacía, para despedir a los pasajeros. Entre los recién llegados venia Albert Conrad, un inmigrante prusiano de 35 años que había decidido como muchos otros europeos viajar a la Patagonia en busca de nuevas y mejores posibilidades de emprendimiento. Acompañado de su esposa Grethel, tres año mayor que él y sus hijos Otto y Adolf de siete y nueve años, llegaron al territorio de Ultima Esperanza atraídos por la creciente actividad industrial ganadera de la zona. Estancias, frigoríficos, casas comerciales y el incesante arribo de barcos caponeros y laneros nacionales e ingleses a los puertos locales, atraían hasta estas altitudes a gentes de los cinco continentes. La Patagonia era en aquellos años un crisol de nacionalidades.

Albert era un tipo especial, se caracterizaba por ser un hombre amante de las letras y un buen lector que desde muy niño soñó con ser un gran científico e inventor, pero la guerra que asolaba a Europa le había truncado esa ilusión. Amaba la astronomía, las matemáticas y la física y desde su Germania natal había traído una nutrida colección de libros y ensayos relacionados con el tema.
La familia se asentó en los alrededores del activo Puerto Cóndor, en medio de bellos e inhóspitos parajes, frente a Puerto Prat, principal enclave poblacional y comercial de la época. En una estancia del lugar comenzó a trabajar de herrero, pero Albert era un tipo multifacético y creativo en materia laboral y al poco tiempo hacia también de carpintero, esquilador, pescador, mecánico, soldador, topógrafo, conductor de lanchas, buzo y hasta contador. Sin embargo, su pasión seguía siendo la astronomía; las estrellas, los planetas, la luna, las galaxias, las constelaciones, las nebulosas y el universo en general eran sus grandes interrogantes personales y no ocultaba sus ganas de aprender más de aquello.

Después de su jornada de trabajo, Albert estudiaba sus libros y ensayos y todas las noches religiosamente salía de su cabaña para observar el cielo, el esplendor de la vía láctea, la cruz del sur, el inconfundible brillo del planeta Venus y la luna, siempre la luna, que controlaba la subida y bajada de las mareas, esa relación lo hacía pensar que nuestro satélite natural no estaba tan lejos de la Tierra. Llamaba su atención también sus manchas y formas difusas y se preguntaba si el hábitat selenita tendría alguna similitud con nuestro planeta. Eran muchas las horas que Albert pasaba contemplando el firmamento, a veces hasta el amanecer, luego volvía a su lar y anotaba en un grueso cuaderno sus conclusiones.

En ocasiones le comentaba a sus compañeros de trabajo sobre sus estudios del cosmos pero ellos no le entendían. Era en familia donde se desahogaba exponiendo y discutiendo sus apuntes. Sus pequeños hijos eran los más fascinados escuchando sus teorías, Grethel la fiel esposa, siempre confiaba en él. Los días, las semanas y los mese pasaron y la aguda y creativa mente de Albert comenzó a trabajar… ¡y si pudiera llegar a la luna, que cosas encontraría! Si lograra inventar una maquina que nos lleve hasta allá, seriamos la primera familia terráquea en colonizar la luna ¡Que fantástico! Poco a poco la pasión fue dando paso a la sugestión. A medida que las noches pasaban su fascinación por la luna crecía y sus aspiraciones teóricas también, por eso, decidió planificar un hipotético viaje a ese lejano e inexplorado lugar. En primer lugar recurrió a sus libros y a sus conocimientos matemáticos para calcular la distancia de la tierra a la luna. Luego se dedicó a esbozar el diseño de la nave, pensando también en el tipo de motor y el combustible que lo movería en un posible viaje extra planetario.
Albert sabía muy bien que la única manera de hacer realidad sus sueños era usando la imaginación y en ese contexto el magnífico y sereno entorno natural que lo rodeaba era ideal para echar a volar sus magnas ideas.

Haciendo uso de su creatividad y pasión por los cielos, un día domingo por la mañana tomó su mejor hacha, un par de cuñas de fierro y una vieja motosierra y partió hacia el monte con el propósito de ubicar un terreno adecuado, limpiarlo y dar inicio allí a su proyecto, nada más ni nada menos que la construcción de una nave interestelar. En el camino iba pensando la sorpresa que le daría a sus hijos y a su esposa y lo feliz que ellos se pondrían cuando vean terminada su obra maestra. Ese día trabajó con el hacha y la sierra hasta quedar exhausto. El domingo siguiente volvió al lugar y continúo con su labor, luego lo hizo cuatro veces más hasta que finalmente logró despejar un terreno donde comenzaría a dar forma a su ingenioso y peculiar plan.

De acuerdo con el diseño de Albert, la nave mediría 20 metro de largo, 2,5 metros de ancho y 3 metros de alto. Su construcción se haría principalmente con madera de roble y ciprés más algunas piezas de fierro y acero. Tendría forma aerodinámica similar a la de un zeppelín o un cohete, con una proa que terminaría en una aguda punta para vencer la resistencia del aire al desplazarse. En la popa o parte trasera, llevaría cuatro grandes aletas que harían de cola y timón y en la parte media del armado dos alas triangulares de regular tamaño. La estructura se construiría en dos piezas separadas las que posteriormente serian ensambladas sujetas por tres grandes abrazaderas de hierro laminado ubicadas en la proa, el centro y la popa de la nave y reforzadas con remaches de acero. Dos poderosos motores "Diesel" de 200 caballos de fuerza cada uno, con seis grandes tubos de escape extraídos de dos barcos varados en el sector, reacondicionados y modificados por Albert, impulsaría a la nave hacia los cielos. En el tablero de mando cuatro palancas controlarían la elevación, el descenso, la dirección y la estabilidad de la maquina. El interior del cohete sería similar al living comedor de un confortable hogar, con pequeñas ventanillas circulares de vidrio muy grueso sacado de las claraboyas de un viejo barco en desuso.

Por cierto, gran trabajo y mucho tiempo le llevaría a Albert construir su quimérico proyecto. Cada domingo, días feriados y de descanso salía de su cabaña y se internaba en el denso bosque hasta llegar a su centro de operaciones. La excusa en el hogar era que Míster Dick, administrador del Frigorífico Bories, lo había contratado para trabajar horas extras en la tala de árboles.

Su primer objetivo consistió en cortar y elaborar la madera, luego transportar a caballo las piezas de fierro y acero que utilizaría desde los vecinos puertos de Prat y Consuelo. Albert no se relajaba y trabajaba con mucho esmero hasta que sus fuerzas flaqueaban y el cansancio lo vencía. Tres meses demoró en levantar el esqueleto de su nave y a medida que la obra avanzaba sus emociones se mezclaban con sus convicciones y mayor era su entusiasmo.

Un caluroso día de enero el bueno de Albert salió muy temprano de su cabaña, como de costumbre se despidió de su familia y partió hacia su destino. El calor era sofocante y a medida que las horas pasaban la temperatura aumentaba. Esta vez comenzaría a forrar lo que sería la cabina del cohete. Utilizó para ello la mejor madera que tenia, la más resistente, bien trabajada y moldeada a fuego que ensambló a la estructura con sólidos tornillos de acero y cubrió las ranuras y juntas con salitre y lacre caliente. Con el torso desnudo, Albert no se daba tregua. Pasado el medio día le bajó el hambre y la sed y decidió hacer un alto en su labor para alimentarse y beber. Tomó su merienda y se sentó apoyando su ancha espalda en un milenario roble, se limpió el sudor de la cara y las manos y comenzó a comer mientras miraba alegre y orgulloso su creación. Media hora demoró en almorzar un buen trozo de carne fría con pan de maíz y dos contundentes salchichas, acompañadas por una refrescante cerveza en botella. Se sentía tan bien que terminada la colación decidió por un rato mas seguir contemplando su invento.

Quizás fue el calor, el cansancio, la emoción, la quietud del entorno paisajístico o el conjunto de todo que venció a Albert, lo cierto es que sin darse cuenta entró en un profundo sueño y por primera vez el creativo prusiano vio hecho realidad su fantasioso plan de conquistar la luna junto a su familia.

De pronto vio terminada su obra, tres largos años le había costado construir aquel cohete. Un par de días más ocupó para comprobar que todo esté en su lugar y funcionando a la perfección, volvió a revisar el tablero de mando; los engranajes que movían el timón; las palancas de la dirección, ascenso, descenso y estabilidad; las dos alas laterales; las piezas del motor, los tubos de escapes y se aseguró de la solidez y el hermetismo de la estructura externa de la nave. Ahora había que presentárselo a la familia y así lo hizo. Grethel, Otto y Adolf no lo podían creer, la sorpresa se convirtió en una euforia colectiva ¡Papá y si volamos por los cielos! , ¿Padre, por qué no vamos a ver a la luna más de cerca que tanto te gusta? dijeron los niños. Mientras Grethel le consultaba a su esposo ¿En verdad este aparato puede volar? Ante tal entusiasmo familiar la respuesta de Albert no se hizo esperar: "Mañana iré a la bodega de Stubenrauch y compraré combustible para cargar los estanques de los motores y también pediré a crédito veinte tambores de petróleo de 200 litros cada uno para llevarlos de reserva y cien litros de parafina para alimentara los petromax. Ustedes - le dijo a su esposa e hijos- preocúpense de cargar todo lo que vamos a necesitar para hacer un largo viaje hacia lo desconocido". Emocionados Grethel y los niños abrazaron a Albert reconociéndole su genio inventor y agradeciéndole por el fascinante paseo aéreo que harían por los cielos australes.

Una semana demoró la familia en cargar la nave con la logística necesaria para el viaje en el más absoluto anonimato, nadie podía ni debía saber del plan. Subieron alimentos suficientes para tres meses, barriles de agua para el consumo, leña picada y en tacos para la calefacción, una estufa de campo, un calentador, literas, una mesa, sillas y sillones, petromax, velas, ropa y otros enseres domésticos. El despegue se haría desde una rampla simple hecha con dos grandes vigas de madera colocadas en la parte delantera de la nave permitiéndole que su proa se empine hacia el cielo. En cuanto a la partida, esta se realizaría un día martes a mediodía.

Y aquel gran día llegó, el sueño de Albert estaba a punto de hacerse realidad. ¡Todos a bordo! gritó el capitán y subiendo por una escalera de madera la histórica tripulación abordó la nave. La única y pesada puerta del navío se cerró y el capitán pidió a los pasajeros sentarse en el suelo junto a la pared y abrocharse cada uno las dos correas que hacían de cinturones de seguridad. Enseguida se sentó de tras del tablero de mando e inició las maniobras de despegue, encendió un motor y una fuerte explosión sacudió al voluptuoso aparato, un espeso humo empañó las ventanillas. El estruendo fue tal que se escuchó hasta el mismo Natales alarmando a sus apacibles pobladores. En un par de segundos la maquina levantó vuelo hacia el firmamento. Su velocidad inicial iba en aumento a medida que el capitán aceleraba más a fondo. Por fin, luego de superar exitosamente la turbulencia inicial el cohete se estabilizó y Albert pidió a su familia desabrochar sus cinturones y tomar sus puestos. Otto y Adolf iban fascinados y no podían creer que estaban volando. Les anuncio - dijo el capitán - que vamos a una velocidad de 400 kilómetros por hora y nuestro destino es la luna; un fuerte ¡hurra! fue la respuesta.

En Puerto Cóndor, Prat y Consuelo, los pobladores salieron de sus casas alarmados por el ensordecedor ruido del despegue y atónitos observaron como la inusual maquina ascendía vertiginosamente al cielo alejándose cada vez mas de sus vistas. Desde el interior de la nave, los cuatro cosmonautas incrédulos observaban desde la altura el verde y tupido paisaje terrestre; el intenso azul del agua de los fiordos, lagos, lagunas y ríos; los grandes picos nevados de las montañas y los casi invisibles puntos que se veían los ranchos, bodegas, potreros, muelles y embarcaciones. Poco a poco, a medida que la nave continuaba su ascenso el panorama inicial fue despareciendo de sus vistas. Pronto se encontraron volando sobre las nubes y ahora el intenso azul del firmamento apareció ante ellos. Los cuatro tripulantes seguían fascinados por lo que veían y sentían. Las horas pasaron con inusual rapidez y la familia decidió abocarse a sus tareas domesticas: encender la estufa, el calentador y los petromax; preparar la cena y alistar las literas. Por su parte el capitán se ocupaba de la revisión técnica del navío y solo anhelaba que llegara la noche para observar a la luna. El viaje siguió adelante y paulatinamente la luz del sol se fue haciendo cada vez más tenue hasta que dio paso a un amplio y alucinante cielo estrellado y lo mejor de todo, apareció la gran luna de color amarillo intenso y formidables figuras oscuras que impresionaron a los viajeros.

La emoción embargó al grupo familiar y Albert y los niños no ocultaban su fascinación por lo que estaban viendo. Durante la cena opinaban acerca de las figuras; Otto y Adolf apostaban a que eran grandes montañas, Grethel a que podían ser mares o lagos y Albert, que se trataba de grandes bosques surcados por largos y caudalosos canales. Toda opinión o comentario al respecto era anotado cuidadosamente por el capitán en su bitácora de viaje. A esa altura, la nave se desplazaba con rumbo fijo hacia el satélite natural.

Pasaron tres días y de pronto la tripulación debió enfrentar su primer gran inconveniente. La nave había traspasado la estratosfera y se enfrentaba a la fuerza gravitacional de la tierra que naturalmente comenzó a detener su avance. La alarma fue general, pero nadie perdió la calma, todos se alentaban entre sí. La fuerza centrifuga y la presión del aire envolvieron al cohete y un crujido agudo del casco conmovió a la tripulación. Albert corrió hacia el tablero de mando, tomó las palancas de elevación, dirección y estabilidad y con todas sus fuerzas las mantuvo fijas, mientras presionaba el acelerador lo más que podía y ponía en funcionamiento el segundo motor. Grethel y los niños controlaban los distintos relojes indicadores de los motores, especialmente, los que marcaba la temperatura y presión. La nave luchaba por avanzar a una velocidad de no más de 60 kilómetros por hora. Si los potentes motores "Diesel" dejaban de funcionar, el aparato y sus pasajeros se vendrían abajo en caída libre.

La lucha por vencer la resistencia del aire duró tres días y sus noches, el encendido del segundo motor estremeció a la nave y fue determinante, la aceleración máxima superó los mil kilómetros a la hora, suficiente para ganarle a la resistencia que ponía la atmosfera y así ascender un poco más, pero no para continuar navegando en el espacio exterior. La nave no logró desprenderse del campo gravitacional del planeta y comenzó a orbitar la tierra. Albert decidió entonces apagar los motores.

¡Qué privilegio! Eran los cuatro primeros seres mortales que veían a la tierra desde arriba. El intenso azul de sus mares, los continentes en plenitud, las nubes, su inclinación respecto del sol y su eterna rotación que ahora su nave y ellos acompañaban. Para los niños observar cada día la salida y la puesta de sol eran un acontecimiento indescriptible.

Durante varias semanas el capitán intentó zafar a su nave de esa fuerza invisible que lo mantenía orbitando la tierra sin poder lograrlo. El tiempo seguía transcurriendo, uno, dos, tres meses y por primera vez Albert y su esposa comenzaron a sentir angustia y algo de desesperación. La situación a bordo no era nada de alentadora. La distancia recorrida, la potencia de los motores y la velocidad alcanzada para superar la resistencia del aire habían consumido más de la mitad del total del combustible. Por otra parte, algunas provisiones, como el café, azúcar, leche, huevos y patatas comenzaron a escasear y otros, como la carne comenzaban a descomponerse. El agua para el consumo sabia un poco rancia y paulatinamente el aire interior comenzó a sofocar a la tripulación. No había manera de encontrar alguna fuente de ventilación, estaban a cientos de kilómetros de altura donde simplemente no hay aire. Más preocupante era la situación de los niños, quienes ya habían perdido todo interés en el viaje y su mal estado de ánimo, su aburrimiento y deseos de regresar a la tierra, a su hogar y a sus juegos eran tan evidentes, que los padres ya no sabían cómo consolarlos.
Llegado el séptimo mes la situación empeoró. Albert y Grethel no dormían pensando y discutiendo la manera de encontrar una solución al drama que estaban viviendo. Cada amanecer y cada atardecer contemplaban desde las ventanillas a la imponente tierra y la veían tan cerca, sin embargo, retornar a ella era prácticamente imposible. La obra maestra que Albert construyó con tanto esfuerzo y dedicación, se había convertido en una prisión espacial para él y su familia y tal vez seria la tumba que los cobijaría.

El tiempo pasó inexorablemente, ocho, nueve, diez, once meses y en la nave ya no había provisiones y lo poco que quedaba para comer y beber era estrictamente racionado por Grethel. Finalmente, sobrevino el desastre. El efecto gravitacional, la nula ventilación, la falta de oxigeno y de higiene empezaron hacer estragos especialmente en los niños, fiebre, mareos, diarrea, toz, dificultad para respirar, los atormentaban. Albert y Grethel estaban famélicos, estresados y agotados, sabían que si no hacían algo extremo el fin estaba cerca.

-Yo hice esta nave y mía fue la idea de volar con ustedes hasta la luna- le dijo el capitán a su esposa -tengo que salvarlos o moriremos todos- agregó. Dicho esto pidió a Grethel levante de sus literas a Otto y Adolf y los lleve hasta la cabina de mando de la nave, cierre y asegure la puerta por dentro y se sienten los tres junto al tablero de mando atándose con las correas de seguridad del piloto. La esposa asintió inclinando levemente la cabeza y antes de proceder abrazó a su marido, con lágrimas en los ojos le dio un gran beso. A continuación Albert se inclinó suavemente y abrazó a sus dos hijos, se puso de pie y esperó a que su familia entrara a la cabina. Era el décimo tercer mes en órbita. El capitán miró por última vez el interior de la nave, en un instante debieron pasar miles de recuerdo por la confusa mente de aquel hombre. Con paso firme se dirigió a la parte trasera de la nave donde se encontraban los dos grandes motores. Tenía muy claro lo que debía hacer, había pasado semanas incubando en su mente la acción que iba a ejecutar. Su decisión estaba tomada y era irrevocable.

Tomó dos tambores vacíos que estaban en la sala de maquinas y una gruesa manguera. Enseguida se inclinó junto al primer motor y con un brusco movimiento aflojó el tapón de drenaje. Enseguida conectó la manguera por donde comenzó a salir el petróleo hacia el interior del tambor. Igual procedimiento hizo con el segundo motor. Al carburante almacenado en los tambores le agregó 30 litros de parafina que quedaban para alimentar las petromax. Con dos sábanas hizo dos largos mecheros y los puso como tapón en los tambores asegurándose de que lleguen hasta el fondo. Luego los llevó rodando hasta el comedor que se encontraba ubicado en la mitad de la nave y los acomodó uno al lado del otro. Se detuvo un momento, respiró profundo y sintió que el sudor bañaba su cuerpo y rostro, su corazón palpitaba a mil por hora, de pronto comenzó a temblar cual epiléptico. Por un momento la mente se le nubló, intentó buscar una explicación, pero todo era en vano, si no lo hacía, igual morirían todos. Albert haría explotar la nave con la esperanza de que su familia o alguno de sus integrantes pudieran salvarse.

Ya no había tiempo, con manos temblorosas encendió una vela y con la llama hizo lo propio con los dos mecheros de los tambores. Se quedó un instante quieto, cerró los ojos y exclamó - Dios, en tus manos encomiendo mi espíritu y el de mi familia - Una violenta sacudida estremeció la nave y un gran resplandor iluminó por algunos minutos el espacio sin aire. La nave se partió en varios pedazos con tanta violencia que pudo romper la resistencia de la gravedad y de la atmósfera cayendo los pedazos a la tierra a gran velocidad. En Australia comenzaba a amanecer cuanto el fenómeno fue avistado desde un observatorio astronómico. De inmediato se dio la alarma a la Guardia Costera que salió en búsqueda de los desconocidos fragmentos caídos en las costas de Oceanía. Por más de 12 horas los rescatistas rastrearon un amplio perímetro buscando evidencias sin obtener resultados.

Durante la noche se suspendió la búsqueda y en la madrugada del día siguiente, una patrullera logró divisar en medio de las agitadas aguas restos de lo que parecía ser una balsa de madera. A toda prisa la embarcación se dirigió al lugar pudiendo comprobar que efectivamente se trataba de fragmentos sólidos pertenecientes a un tipo indefinido de embarcación, parecida a la mitad de un barril con un ala lateral y restos de vidrios calcinados y adosados a su estructura. En el sitio había también manchas de aceite y petróleo disperso en más de un kilómetro de superficie. Los rescatistas procedieron hacer las maniobras correspondientes para recuperar los restos, en eso estaban cuando desde los escombros que flotaban provino un desgarrador grito de auxilio. Grande fue la impresión entre los marinos al ver a un hombre aferrado a un par de tablas, ensangrentado y con notorias evidencias de haber sufrido graves quemaduras. El náufrago fue sacado de las aguas y subido a bordo del barco rescatista. Su estado era deplorable; enjuto, larga cabellera y frondosa barba, el cuerpo completamente chamuscado, las piernas rotas y con graves y múltiples heridas. No podía hablar, de vez en cuando balbuceaba una que otra incomprensible palabra. En vano fueron los esfuerzos médicos por salvarle la vida. Un fuerte calmante le fue inyectado al moribundo Albert para que se fuera de este mundo con el menor dolor. En su inconsciente todo estaba consumado y su alma comenzaba a viajar a través del placentero túnel de la eternidad.

El sol comenzó a ponerse detrás de los majestuosos parajes de Puerto Cóndor, y naturalmente el atardecer trajo consigo la suave y fresca brisa del mar que acaricio el rostro de Albert. Su reacción fue instantánea, un fuerte sobresalto y despertó, se puso de pie al instante, su cuerpo bañado en sudor y su corazón latiendo agitadamente evidenciaban que había tenido un dramático y tormentoso sueño. Caminó un par de pasos, miró el cielo, levantó sus brazos y exclamó - Gracias Dios mío, solo fue una pesadilla…una fea pesadilla - Luego se volvió hacia la nave que estaba construyendo, se acercó lentamente aun afectado interiormente por la experiencia onírica recién vivida, observó la estructura por un momento, se inclinó y tomó la afilada hacha que estaba a su alcance y con un violento y certero golpe comenzó a destruirla.

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