jueves, 22 de marzo de 2012

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Cuentos y Chascarros Natalinos

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EL CENTAURO Y EL QUEMAO


Por Devito

Rústicas casas, pequeños ranchos y pintorescas mejoras de madera distribuidas irregularmente eran las moradas de los pobladores del naciente Natales. Se iniciaba la década de 1950 y por las angostas calles de tierra del poblado transitaban carros tirados por caballos, carretas con bueyes y alguno que otro Ford T, que era una novedad tecnológica en aquellos años. Para cualquier tipo de tracción, incluyendo la humana, el problema se presentaba durante los gélidos meses de invierno, la nieve que caía con inusitada intensidad se mezclaba con la copiosa lluvia transformando a las calles en verdaderos lodazales y después con la escarcha, en canchas de patinaje. El viento arreciaba con fiereza y azotaba implacablemente los árboles y calafatales que rodeaban al pueblo, haciendo crujir los frágiles cercos y portones de madera de las viviendas, simulando agudos y lastimeros gemidos. La precariedad del sistema de alumbrado público y domiciliario era otro factor que ayudaba a fortalecer la imaginación popular acerca de creencias sobrenaturales. Un par de pequeños faroles que colgaban de unos cuantos postes de ciprés alumbraban tenuemente a las cinco principales calles del villorrio; Eberhard, Bories, Señoret, Tomas Rogers y Bulnes, desde las 19: 00 a 22:00 hrs. Aunque mucho antes, cuando apenas comenzaba a caer la tarde, los vecinos se encerraban en sus casas usando velas o petromax a parafina para combatir la oscuridad.

Socialmente hablando la población estaba formada por familias, hombres y mujeres de extracción proletaria y en su mayoría de origen chilote, portadores de una antiquísima y variada herencia mitológica. No sorprende entonces que todo este cúmulo de circunstancias sea caldo de cultivo para alimentar y difundir mitos y leyendas en un pueblito rural de tardía colonización, enclavado en el sur del sur del mundo, llamado Puerto Natales, situado a muchos kilómetros de distancia de los grandes centros urbanos del país y el mundo.

Las oscuras y frías noches de invierno reunía a las familias en sus hogares, en la cocina, en torno a las grandes estufas “Dover” de fierro fundido que temperaban el ambiente. Eran tiempos en que no había más entretención que leer los pocos periódicos locales que circulaban por el poblado y seguir las atractivas y fascinantes historietas narradas en las revistas “Fausto” y especialmente “El Peneca”, que llegaban a la única librería del pueblo cada siete, quince o veinte días, dependiendo del arribo a puerto de algún vapor desde el norte del país. Roxana, era el seudónimo de la periodista Elvira Santa Cruz, directora de “El Peneca” en cuyas páginas se leían las series y aventuras de “Quintín el Aventurero”; “Zandar de los Monos”; “El Escorpión”; “Pablo Cireno, el joven volador”; “El Corsario Negro”; “La Isla del Tesoro”; “Ivanhoe” y otros.

Cada atardecer, en casa, junto a la numerosa parentela, los padres o abuelos iniciaban la tertulia familiar saboreando un mate amargo, un humeante café carretero o una taza de leche caliente. Los niños se enteraban de los chascarros ocurridos en el pueblo escuchando atentamente a sus mayores que comentaban las novedades que al respecto circulaban entre el vecindario. Los diálogos se extendían por varias horas y los mayores daban rienda suelta a su imaginación. La brujería y el mal de ojo eran temas obligados en las conversaciones familiares, pero La novedad del momento era el supuesto avistamiento de un Centauro (ser mitológico mitad hombre mitad caballo) en las calles de Natales.

Se decía que el tenebroso episodio había tenido lugar una noche clara de luna llena, en un sector de calafatales cercano al cementerio del pueblo. Allí, dos carabineros a caballo que hacían su ronda de vigilancia por el lugar, se encontraron de frente con la rara bestia que al ser sorprendido emprendió una veloz carrera cerro abajo por la calle Esmeralda, seguido muy de cerca por los dos jinetes uniformados quienes sable en mano pretendían darle alcance. El episodio fue muy comentado en los lugares de trabajo donde algunos cultores de lo misterioso aseguraban que aquella noche varios vecinos que vivían en esa calle habían despertado bruscamente por el estruendoso galopar de los corceles y que incluso muchas casas habían sido golpeadas por piedras que saltaron al paso de los veloces equinos.

A medida que aumentaban los cometarios la imaginación de los supersticiosos también lo hacía. El asunto era tema de todos los días entre el vecindario, se contaba que tal o cual vecino había visto al mitológico animal galopando por las calles de la periferia del pueblo; que el raro ser hacia sus apariciones solo en noches de luna llena; que los carabineros lo habían perseguido varias veces más sin darle alcance; que el cura del pueblo enterado del asunto convocaría a una misa para bendecir a los fieles y hacerle entrega de pequeños recipientes con agua bendita para su protección y la de sus familias.

Pronto la sugestión por lo sobrenatural comenzó hacerse más patente entre los vecinos. Era necesario descubrir quién era el maldito que se convertía en tal engendro y dónde tenía su guarida para liquidarlo de una vez. Como suele ocurrir en casos de excesivo fanatismo, con el paso de los días las especulaciones comenzaron a surgir. Algunos decían tener ciertas sospechas de un viejo vagabundo apodado “Sango” que se jactaba de ser brujo, curandero y sacador de suerte y vivía en una miserable choza a orillas del chorrillo “Natales”. Otros apostaban que el Centauro era en realidad una Centaura, conocida como “La potra Gladys”, una mujer cuarentona, de mediana estatura y regular apariencia, robusta y solitaria que vivía en una mediagua cerca de la grasería Müller, al final de la calle Pedro Montt, junto a su potro negro azabache con el cual se movilizaba a todas partes. Alejada de toda bulla no tenia amistades ni conocidos y se ganaba la vida vendiendo menudencias que recogía en la canaleta del Frigorífico Bories y que limpiaba minuciosamente antes de comercializarlas. Usaba un grueso poncho de castilla negro, un sombrero alón del mismo color y un par de botas gauchas que le daban un toque de misteriosa y por tanto, de sospechosa. La lista crecía con nombres de personas generalmente solitarias y poco sociables que muy pocas veces se veían en el pueblo; “El viejo de las botas”; “Pancho bruto”; “El gitanillo”; “La malos trancos” y otros.

Una mañana de junio el pueblo amaneció cubierto de nieve, casi un metro del blanco elemento se había acumulado en las calles y a los acongojados vecinos no les quedó otra alternativa que tomar la pala muy temprano y ponerse a despejar el frontis de sus viviendas. Llegar a sus trabajos tampoco les fue fácil. Con tanta nieve acumulada se hacía difícil llegar hasta la estación del tren en la costanera para trasladarse al Frigorífico “Bories” o llegar caminado hasta el Frigorífico “Natales”, donde trabajaba José Soto, el “quemao”, en la sección curtiembre, un tipo moreno, delgado y de baja estatura. Fue él quien esa fría mañana llevó la alarmante noticia a sus compañeros, contó que cuando salió de su casa rumbo al Frigorífico se encontró nada menos que con el mismísimo Centauro herido y casi moribundo tendido a un costado del camino de los arreos (actual Avenida Santiago Bueras). La noticia estremeció a toda la gallada ya que esta premisa se sumaba a otra más dramática que había ocurrido no hacía mucho y que al igual que las andanzas del Centauro tenía preocupado a todo el pueblo. Se trataba de la repentina desaparición de tres jóvenes obreros del Frigorífico “Natales”. Hacían tres días que los velloneros Manuel Paredes, Ramón Oyarzo y Jacinto Aguilar, no llegaban a sus hogares ni tampoco a su lugar de trabajo. En vano había sido la búsqueda de carabineros, familiares, amigos y compañeros de trabajo por lugares y centros de diversión del pueblo. Nada se sabía de estos desafortunados vecinos y la imaginación popular ya daba su lapidario veredicto: los desafortunados jóvenes habían sido, nada más ni nada menos, que las tres primeras víctimas del Centauro.

En el Frigorífico el revuelo fue total, al punto que los máximos dirigentes de las diferentes seccionales pidieron al Sr. Administrador don Érico Wegmann, suspender las faenas ese día para que los trabajadores formen cuadrillas y vayan a capturar vivo o muerto al ser mutante. A regañadientes don Érico aceptó parcialmente la petición y solo autorizó a un grupo de obreros para ir al lugar señalado por el “quemao” Soto, previo aviso a carabineros de lo que estaba sucediendo en ese recinto.

Nueve fueron los justicieros elegidos que acompañarían a Soto en esta quimérica misión. Había pasado una hora del supuesto avistamiento y todos los trabajadores coincidían que era perfectamente posible que el Centauro estuviera aun con vida. Esa presunción agitaba más aun los espíritus y cada minuto que pasaba crecía la ansiedad de los hombres por llegar al lugar.

La cuadrilla no perdió más tiempo y partieron al sitio del suceso armados con cuchillos, garrotes, lumas y palas para abrirse paso entre la nieve. Allí se encontrarían con los carabineros que también enviarían a una patrulla para cerciorarse del hecho. Guiados por “el quemao” en pocos minutos llegaron a la parte baja del camino de los arreos y comenzaron la ascensión abriéndose camino en la nieve en dirección al cerro. Iban agitados pero atentos y en alerta máxima. A metros de llegar a la cima, Soto se detuvo, nervioso y asustado, miró a sus compañeros, apuntó hacia unos blancos matorrales y con voz entrecortada les dijo – Aquí estaba la bestia… yo lo vi con mis propios ojos… estaba agónico y ensangrentado…se los juro – Todos se miraron entre si y enseguida volvieron sus vistas hacia él. El carnicero Arístides Barría, fue el primero en interrogarlo – Si estuvo aquí el Centauro desangrándose como tú dices – le dijo – ¿Entonces por qué no hay rastros de sangre en la nieve?Es cierto – agregó enojado el herrero Rudecindo Godoy – explícanos eso “quemao” – Avergonzado José Soto miró a sus compañeros, bajó la cabeza, se quedó unos segundos en silencio, comenzó a sollozar y entre sollozos empezó a contar su verdad: – Perdónenme compañeros, les mentí, es cierto – dijo – pero lo hice por el gran disgusto que siento…la Liliana mi mujer me engaña…siempre me ha engañado con uno y otro guevon, ahora en estos momentos se que está encamada en la casa con un tal Policarpo, un comerciante de mierda que vende ropa y calzones para mujeres…yo siempre he sabido que mi mujer me engaña y ustedes también, por eso me pusieron el sobrenombre que tengo… esto lo hice por despecho…nada más que por despecho…y continuó sollozando cada vez con más desconsuelo.

El infeliz relato del “quemao” dejó sin respuesta a sus compañeros que seguían sorprendidos mirándolo sollozar, ahora con cierta compasión. Casi todos conocían a “Lily” su mujer y sabían de algunas de sus descaradas aventurillas que había tenido con Ernesto el zapatero, Onofre el esquilador de la estancia “Bories” y otros personajes más, pero ninguno de los que allí estaban había tenido el coraje de contarle a José sobre la infidelidad de su esposa, a pesar de que eran compañeros de trabajo en el Frigorífico “Natales” hacía ya varios años. Quizás fue la pena, la compasión o el remordimiento de conciencia lo que hizo que algunos de los compañeros que allí estaban se sintieran con un cierto grado de culpabilidad y empezaron a consolar al “quemao”. El consejo que le dieron fue que en ese mismo momento volviera a su casa (ubicada casi al final de la calle Baquedano) a comprobar si su mujer estaba en la cama con el tal Policarpo y si era así, darle unos buenos lumasos al impostor y tirarlo a la calle como “dios lo había enviado al mundo”. En cuanto a la engañera Liliana, darle también su merecido y echarla de la casa sin nada puesto. Para ejecutar esa temeraria acción, José contaría con la ayuda de sus compañeros que lo escoltarían hasta su hogar y además esperarían afuera de la casa para ser testigos del sin pudor y ridículo espectáculo del que serian protagonistas los seudos amantes. La idea era darles el escarmiento de sus vidas soltándolos “en pelotas” a la vía pública en medio de la blanca nieve y frente a testigos, para que se enfriaran un poco y no volvieran a pecar, especialmente la traicionera “Lily”.

Mientras tanto, en el Frigorífico los trabajadores estaban preocupados, ya habían pasado más de dos hora desde la partida y los compañeros cazadores del Centauro no aparecían. En las cercanías del rancho del “quemao” Soto, agazapados detrás de una congelada loma y lanzando abundante vapor por sus bocas, los nueve sujetos esperaban con cierto nerviosismo lo que sucedería. Portando una robusta luma, el marido empujó la puerta de su vivienda e ingresó cuidadosamente al interior. La expectación era total entre los observadores. Pasaron los minutos, uno, cinco, diez, veinte y no pasaba nada. Media hora y de pronto la puerta comenzó a abrirse lentamente, del interior salieron completamente desnudos uno a uno, en fila india, amarrados con una cuerdas de la cintura y con ambas manos en la nuca el “quemao” Soto, los “desaparecidos” Manuel Paredes, Ramón Oyarzo, Jacinto Aguilar y la pecadora Liliana. Detrás de ellos apareció un tipo de considerable estatura con un sombrero y un largo abrigo negro con el cuello forrado con una piel gris, era el mismísimo Policarpo que apuntaba a los desdichados con una gruesa escopeta de dos caños obligándolos a sentarse en círculo en plena nieve. Al ver a los tipos que lo observaban les dijo casi gritando: – Amigos, esto es un ajuste de cuentas entre hombres…esta miserable mujer se acostaba con su marido y conmigo nada más…pero resulta que hoy la sorprendí engañándome con estos tres guevones que están aquí…los infelices echaron de la casa al “quemao” de mierda este y hacen tres días que están encerrados con ella. Hoy los sorprendí chanchitos

Los compañeros de José Soto se quedaron más fríos de lo que ya estaban, parecían estatuas de hielo, ninguno atinó a responder – Ahora – gritó Policarpo – me iré y se los dejo en sus manos a estos pelafustanes para que los entreguen a la policía…gente como esta – dijo – No puede andar suelta engañando a las personas de honor… Acto seguido el hombre acomodó su escopeta bajo su brazo izquierdo y comenzó a caminar con cierto cuidado por la nevada acera doblando la esquina de Domeyko en dirección este.

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