miércoles, 4 de abril de 2012

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Navidades de la infancia

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Por Osvaldo Wegmann Hansen

Hace pocos días celebramos Navidad. No sé por qué esa fiesta, que es la de la cristiandad y de la familia, no tiene ya el encanto de antaño. Para mí dejó de tener atractivo hace mucho tiempo. Mi madre murió en Navidad, y lo recordé con mucha pena durante largos años. Pero el tiempo, el gran componedor de todas las dudas y problemas de la vida, me hizo olvidarlo. Sobre todo en los últimos años, en que tengo un hijo en quien pensar en esa fecha, empeñado en que tenga navidades más felices que las nuestras.
La verdad es que no tuvimos novedades tristes en la infancia. Es así como aún las recuerdo a lo largo de un tiempo distinto, esfumadas en la memoria, como lejanas que son. Los preparativos comenzaban varias semanas antes de la fecha. Mi madre hacía recuerdos de las suyas y evocaba los tiempos de la colonia de Punta Arenas, cuando su padre, mi abuelo, cogía un hacha y salía a un bosque cercano a buscar un roble o un colihue, que reemplazara al pino nórdico de su país natal.
Nosotros de niños tuvimos un árbol natural, el mismo roble, que nos traía desde Cerro Dorotea en Puerto Natales don Felipe Vidal, un campesino rubicundo y canoso, con aspecto de viejo de Pascua, que nos abastecía de leña para la calefacción. El árbol era colocado en un gran tarro con tierra, para afirmarlo, y se le adornaba con los tradicionales chiches que se emplean hasta hoy día. En esa época en vez de lucecitas de colores, intermitentes, se empleaban velitas pequeñas, con llamitas de impresionante brillo.
Los niños recibían los regalos el día 24 a medianoche, después de haber tomado el chocolate y de haber comido torta en abundancia. A esa hora se sentía un golpe en la puerta y corríamos apresurados. El “Weinachsmann” había desaparecido dejando un saco con juguetes. Eramos ocho hijos. Había muchos regalos. Pero muy pocos creíamos ya en el viejo de Pascua. Yo menos, porque días antes, intruseando en el ropero, había encontrado los paquetes que mi madre había comprado donde Braun y Blanchard, entre ellos un velero para mí, que yo me pasaba mirando en la vitrina.
Recuerdo que para Navidad nos visitaban unos gringos, amigos de mis padres, con quienes charlaban en inglés; eran Peter Fugellie, tío de Silvestre, que trabajaba en las oficinas del frigorífico, y Samuel Beany, contador de la Casa Iglesias, que lloraba la ausencia de su familia y la lejanía de su amada inglaterra, a la que no volvió más. En los últimos años nos visitaba don Teófilo Hausser, un suizo alemán, paisano de mi padre, que administraba una estancia argentina de la frontera. Entonces recordaban Zurich, Ilnao, el lado de Constanza, los Alpes, y después de unos Whiskies cantaban “Freilliche Nacht, Stille Nacht”. Desde entonces asocié “Noche de paz” a todas las navidades. Me parecía que una Navidad sin la canción de Mohr y de Gruber no sería tal. Por eso me sentí tan emocionado cuando mi hijo, al terminar su primer año en el Instituto Musical de Enrique Lizondo, la noche de Navidad el año pasado, con sus manitas pequeñas y tiernas y el corazón conmovido nos tocó “Noche de paz” en el órgano.
Este año, la semana pasada, la Iglesia Catedral realizó una serie de Conciertos Navideños, que se efectuaban al atardecer, desde las 21 horas, en el centenario de la creación de la Prefectura Apostólica de la Patagonia Meridional, con sede en Punta Arenas. Participaron varias orquestas y coros locales, con música clásica alusiva. El miércoles 21 le correspondió actuar al Coro ENAP, con el apoyo de profesores y alumnos del Instituto Musical de Enrique Lizondo. Priscilla Lizondo, digna hija del Director, presentó finalmente al coro ENAP con los profesores y alumnos del Instituto, en una recopilación de temas navideños. Fue un digno broche de oro, emocionante, porque terminó con la inmortal melodía de Joseph Mohr y Franz Gruber.
En la nave central se respiraba un profundo silencio mientras se oían sólo las voces y los sonidos de los instrumentos, que daban fin a la canción, en medio del entusiasmo delirante de los asistentes. Priscilla Lizondo, batuta en mano, justificadamente orgullosa, captó la emoción de quienes escuchaban, e impresionada por el éxito se volvió al público, maravillosa, triunfal, mientras los últimos acordes de “Noche de paz” se confundían con los aplausos estrepitosos de los fieles. Nunca había escuchado ovaciones tan ruidosas dentro de un templo.
Cuando los músicos se incorporaron de sus sillas, a recibir también su homenaje, vi entre ellos a mi hijo, al más pequeño de los intérpretes. Y aplaudí también emocionado.
¡Cuánto hubiese dado por tener a mi lado esa noche, a mis difuntos padres y al buen Teófilo Hausser, a quienes oía cantar esta canción en las lejanas Navidades de mi infancia!.

La Prensa Austral, 29 de diciembre de 1983. De Ayer y de Hoy de Jorge Díaz Bustamante.

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