martes, 4 de septiembre de 2012

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Edgardo Cea Oyarzún: Cuentos y Chascarros de la Patagonia

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EL GAUCHO “MACHETEADO” TORRES

En el amplio comedor de la vieja casona, “Toto”, el tío bonachón, dormía una reparadora siesta sentado en su amplio sillón de cuero rojo después de haber cumplido con su diaria jornada de trabajo. A veces su sueño era levemente interrumpido solo por el agudo crepitar de la llamas del calentador de fierro a leña que temperaba el recinto. Se iniciaba el mes de julio de 1970 y el gélido viento del noroeste anunciaba que el invierno había llegado a Puerto Natales. Con las primeras sombras de la noche el tío despertaba con un largo bostezo estirando los brazos hacia lo alto. Se ponía de pie, encendía la ampolleta del comedor apretando el interruptor y recargaba con leña el imprescindible calentador.

Con la precisión casi de un reloj suizo, a las 20:30 hrs. la abuela y mi madre servían la cena y la numerosa familia de hermanos, hijos y sobrinos, nos sentábamos a degustar un sabroso estofado de carne de vacuno con papas, zapallo, zanahorias, arvejas, abundante ajo y cebolla, ensalada de lechugas o repollo de la quinta, un buen pan amasado. “Praderas” para los niños y un jarrón de vino tinto de dos litros para los mayores. Otra exquisitez culinaria que recuerdo se servía a esa hora, eran las contundentes cazuelas de gallina (proveniente del corral de la casa), acompañadas de los mismos ingredientes.

En la mesa, los mayores comentaban acerca de los pormenores del trabajo del día, de la política contingente, del mal estado de las calles y caminos para caminar o conducir vehículos y otros asuntos domésticos. Mis tíos, “Toto”, “Tato” y Juanito, trabajaban con un camión marca “Internacional” de su propiedad, acarreando, aserrando y vendiendo leña recogida a domicilio. Casas particulares, escuelas, bares y cabarets eran sus principales clientes. Dos veces a la semana la pesada máquina salía de la casa con destino a los montes de Rio Tranquilo y Dos Lagunas a recoger el preciado combustible.

La cena y la tertulia familiar culminaban a eso de las 22:00 hrs. horario propicio para retirarse a las “pilchas”, como diría un buen gaucho. Era el momento que mis primos y yo esperábamos, la hora de los cuentos del tío Dagoberto, al que cariñosamente llamábamos “Toto”. La abuela, los tíos y las tías se retiraban de la mesa llevándose los platos, bandejas y botellas hacia la cocina, para lavarlos o desecharlos. Por su parte, el tío “Toto” era el último en quedarse en el comedor, con un saca platos de fierro atizaba el fuego del calentador, le ponía más leña y volvía a sentarse en su amplio y cómodo sillón. Mis primos y yo nos quedábamos sentados a la expectativa, sabíamos que la hora de los cuentos había llegado.

El tío nos miraba, se sonreía y nos decía – sobrinos vengan aquí, les contaré un cuento – Los cinco pergenios corríamos hacia él sentándonos en sus rodillas o en los bordes laterales del sillón. Allí nuestros sentidos comenzaban a agudizarse, todos con ansias esperábamos nos dijera el titulo del cuento de la noche. – Niños – nos dijo el tío – escuchen con mucha atención porque hoy les contaré un chascarro de miedo que le pasó a un amigo de su abuelo, mi padre don Juan Oyarzún Barría, que en paz descanse y fue él quien me lo contó a mí. Este cuento se llama “El gaucho “Macheteado Torres y el fantasma del puesto “Calderón” –

Y el relato comenzó:

En un recóndito lugar de la pampa argentina, lejos de la frontera con Chile, había un viejo puesto o rancho abandonado, nadie sabía por cuánto tiempo, pero toda la gauchada de uno y otro lado de la frontera conocían de su mala fama, allí, en el puesto “Calderón” ocurrían cosas malas durante la noche, por eso aquellos que pasaban por el sector evitaban acercase y nadie se atrevía siquiera pensar en refugiarse o alojarse en aquel tenebroso rancho.

“Macheteado” Torres, era un tipo joven, alto y fornido, de rostro enigmático y pelo cobrizo, hablaba poco y usaba un enorme machete cruzado en su cintura (de ahí su apodo), amén de su “Winchester” de largo alcance y su “Colt” 45, que portaba entre sus aperos. Los escasos amigos que tenía sabían muy poco de su vida, solo que desde muy niño llegó con sus padres desde algún lugar de la zona central del país a trabajar a las estancias de la Patagonia. Era el más reconocido tropero de la comarca. Tenía fama de buen amansador y mejor laceador, rastreador y cazador. Cabalgaba siempre solo y de vez en cuando visitaba las tolderías del cacique Tehuelche “Papón” en el valle de los Baguales, con quien compartía también las cacerías de ñandúes, guanacos, caballos y toros salvajes. Se decía que un par de veces fue visto en Natales, cabalgando por las calles del pueblo en su tobiano indio y para nadie pasó desapercibido, su estampa y figura baqueana acapararon la atención de los curiosos vecinos. No era para menos, su nombre era conocido en todo el territorio de frontera en la década de 1950.

Una tarde de otoño, “Macheteado” Torres se encontraba en la estancia “Kilik - Aike Norte” amansando una tropilla de caballos cerriles, cuando se enteró por otros gauchos, que su entrañable amigo el viejo cacique “Papón”, estaba muy enfermo. Sin perder tiempo, apenas amaneció, ensilló a su tobiano y a un robusto alazán que cargó con aperos y provisiones para el largo viaje que emprendería. La ruta que debía seguir no era nada de fácil, tenía que cruzar un extenso territorio de tupidos bosques, profundas quebradas, peligrosos turbales, torrentosos ríos y subir espinados y abruptos cerros para llegar a pie de monte de la imponente cierra baguales, lugar donde habitaban los Tehuelches. “Macheteado” tenía prisa, sabía que el tiempo le jugaba en contra. Su afán era llegar a la toldería lo más pronto posible para encontrarse con su amigo el Cacique, antes que fuera demasiado tarde.

Los días y las noches de otoño en la Patagonia son de corta duración y casi igual de frías que en invierno. “Macheteado” lo sabía muy bien, por eso, apenas destellaban las primeras luces del alba se ponía en marcha. El primer día fue plenamente favorable, pero al siguiente la naturaleza comenzó hacer lo suyo. Un cerrado bosque de lengas y robles fue lo primero que detuvo su avance, intentó cruzarlo abriéndose paso a punta de machete, pero a poco andar notó que las filosas ramas de los árboles dañaban a los caballos, decidió entonces retroceder y buscar otra vía de avance. Como buen baqueano trepó a un alto roble y oteó el área circundante. Pronto divisó una gran cascada de agua que atinadamente supuso alimentaba un río. Con innata agilidad bajó del árbol, tomó a los caballos y se dirigió al lugar. Dos horas demoró hasta llegar a los márgenes del caudaloso río, su correntada era el nuevo gran obstáculo que debía superar. Lo primero que hizo fue buscar una parte angosta, poco profunda y sin mucha corriente. La tarea no fue fácil, gracias a su experiencia y conocimientos acumulados en las lides campiranas logró encontrar un lugar más o menos óptimo para vadearlo.

El agua estaba helada y el fuerte ruido del caudal puso nervioso a los corceles. “Macheteado” tomó el largo lazo de cuero de vacuno trenzado que llevaba consigo y amarró a los animales por el cuello uno junto al otro, apretó las cinchas, aseguró bien los caperos (o alforjas) y entró al rio, treinta metros aproximadamente lo separaban de la otra orilla. La corriente comenzó a arrastrarlo hacia abajo, pero él se mantenía firme tomado de las riendas de los animales que avanzaban con dificultad. Se encontraba en la mitad del río cuando vio que se acercaba un enorme árbol arrastrado por el agua. Torres intentó apurar a sus caballos pero fue inútil, los animales entraron en pánico y “Macheteado” debió tomar una rápida y drástica decisión, sacó su machete y de un certero golpe cortó el lazo que unía a los caballos. Casi al instante ambos animales fueron arrastrados por la corriente en direcciones diferentes. “Macheteado” logró asirse de la cola de uno de los animales y casi sin fuerzas ni aliento logró llegar a la otra orilla, su tobiano lo había salvado. El alazán en cambio, fue arrastrado por la corriente hasta perderse en medio del espumoso caudal.

El costo había sido alto para el valiente gaucho, un caballo, un capero cargado de provisiones y las dos armas de fuego perdidos, pero tenía que seguir, la vida en la Patagonia es dura y a veces dramática. Apenas repuso fuerzas continuó su marchan hasta bien entrada la tarde. Junto a una arboleda levantó campamento, encendió una fogata, se cambió de ropa y secó la mojada, comió algo de carne fría y mateo, luego sacó un papelillo y tabaco del interior del capero que había logrado salvar y armó un cigarrillo que piteó antes de dormirse. Al día siguiente le esperaba una empinada y rocosa pendiente que subir.

El fresco rocío de la mañana lo despertó. Sobresaltado se puso de pie, recogió sus pilchas, ensilló su caballo, apagó los restos de la fogata y partió al galope. Pasado el mediodía divisó el imponente cañón por donde tenía que pasar. Se detuvo un instante para observarlo y luego clavó las espuelas en las verijas de su tobiano y se lanzó a matacaballo tras su objetivo. Oscurecía cuando llegó a los contrafuertes del cerro y cual gaucho corajudo desmontó, tomó las riendas de su pingo y comenzó a subir entre los riscos. El ascenso fue lento y antes de anochecer había logrado subir varios metros. La noche en la altura fue helada y muy estrellada. Solo un par de horas de sueño, todavía no aclaraba cuando reinició el ascenso. Pronto alcanzó la cima e inició el descenso por el lado de sotavento, con lentitud y mucho cuidado, un paso en falso y hombre y animal podían desbarrancarse. En la mitad del cañón lo sorprendió nuevamente la oscuridad de la noche, buscó un lugar donde refugiarse y descansar. Ya faltaba poco para descender hasta el valle.

“Macheteado” Torres, era un gaucho de experiencia, conocedor del territorio y de sus peligros como ningún otro, pero está escrito que nadie es más sabio que la naturaleza. Sabía que el lugar era territorio de pumas, sin embargo confiaba en sus habilidades y triquiñuelas para evitarlos. Esa noche se desató una lluvia torrencial, por eso arrimó su caballo a una gran roca para protegerlo del aguacero y él se acomodó a unos pocos metros de distancia, a la entrada de una pequeña caverna, frente a su equino compañero. Allí encendió una fogata para entibiar el cuerpo, pronto el cansancio y el sueño lo vencieron y sin darse cuenta se durmió.

A medianoche, un furioso rugido y el relinchar quejumbroso del tobiano lo despertaron de su profundo sueño, con un ágil movimiento se puso de pie, la oscuridad no le permitía ver nada, desesperado tomó un palo encendido de la fogata y con la improvisada antorcha corrió hacia su caballo. El enorme puma estaba aferrado al lomo del pingo que furiosamente se sacudía para deshacerse de las garras del letal asesino. Instintivamente el felino buscaba clavar sus grandes y afilados caninos en el cuello del caballo, mientras la sangre brotaba a borbotones de su lomo. “Macheteado” se acercó a la escena lanzando gritos y silbidos para intentar espantar al enorme gato que seguía aferrado al lomo del caballo. Viendo que sus trucos no daban resultado, lanzó contra el puma su antorcha y este se desprendió de su presa dando un gran salto hacia atrás para quedar frente a frente con su agresor. Con un veloz e instintivo movimiento “Macheteado” hecho mano atrás y de su cintura sacó el afilado machete con el que se había ganado respeto y admiración entre la gauchada. Diestro con el fierro en las manos comenzó a moverlo de lado a lado esperando el ataque del felino. El animal se agazapó, lanzó un fuerte rugido y se abalanzo sobre “Macheteado” que dio un paso al lado y por centímetros logró esquivarlo propinándole un certero tajo en una de sus patas traseras. El puma rugió de dolor y huyó en medio de la oscuridad.

La lluvia había cesado y en medio de la fría noche el tobiano yacía tendido con el lomo y las ancas desgarradas por los zarpazos del puma. “Macheteado” lo miró con angustia y lo acarició con ternura, los Tehuelches se lo habían regalado a la semana de haber nacido al morir en el parto la yegua que lo pario. – No te abandonaré amigo…me salvaste la vida en el río y no te dejaré aquí como alimento de pumas – dijo – Curaré tus heridas y te llevaré conmigo – Con las brazas de su fogata encendió otra junto al caballo, buscó su cantimplora, llenó con agua su sombrero y le dio de beber, luego puso a calentar mas en un recipiente y le agregó sal, untó con aquel liquido su pañuelo de cuello y comenzó a lavarle las heridas. Así llegó el amanecer y en la mañana el caballo ya se había puesto de pie, mal trecho, con sus heridas aun abierta caminaba con dificultad.

Suavemente le puso el bozal al afligido animal, tomó la montura y el apero y se los echó al hombro, se hizo de las riendas y lentamente comenzó a descender. Demoró más de cinco horas en llegar al valle. Allí se detuvo para descansar y dejar que el maltrecho animal pastease Cada cierto tiempo, untaba su pañuelo con agua y sal y lo pasaba por las heridas del tobiano. Sentado junto a un roble, sacó de su morral un pedazo de carne fría y una tortilla y se puso a comer, de lejos un zorro lo espiaba y el fresco de la tarde le anunció que ya era hora de marchar.

El avance se hacía cada vez más lento y de pronto ocurrió, el tobiano, su fiel compañero de andanzas se detuvo, rengueaba mucho de una pata trasera y otra delantera, quiso echarse pero “Macheteado” lo sujetó de la rienda, cerró suavemente sus brazos en el cogote del animal y le susurró en una de sus orejas –No te morirás amigo, no lo permitiré…resiste un poco más, ya falta poco para llegar a la toldería del viejo Papón– Como si el tobiano hubiera entendido a su amo, lenta y dificultosamente volvió a moverse, avanzaron juntos un par de metros cuando de pronto a lo lejos, al fondo de una quebrada, divisó lo que parecía ser un puesto. “Macheteado” se detuvo abruptamente, un raro escalofrío recorrió su cuerpo de pies a cabeza, se quedó quieto por unos segundos y en voz alta exclamó ¡el puesto Calderón¡ De inmediato recordó las tenebrosas historias que contaban los viejos gauchos acerca de este puesto abandonado en medio de aquellos desolados parajes.

La noche se venía encima y una cerrazón de nubes anunciaba que pronto se desataría el aguacero. Abajo, en la quebrada, el misterioso puesto se mostraba como un buen refugio. Desde la altura “Macheteado” pudo observar un corral de palo a pique junto al rancho y de inmediato pensó en su caballo, allí pasará una buena noche protegido de la tormenta, se dijo. Pero el temor a lo desconocido lo detuvo, meditó un momento, su valentía como hombre de campo estaba a prueba una vez más. –¿Y si todo lo que se cuenta es malaya de viejos chochos y nada más?– Se preguntó– Vamos amigo– le dijo a su caballo –iremos a echar un vistazo– Lentamente comenzaron a bajar hasta el fondo del valle. A metros del puesto el animal lanzó un fuerte relincho que detuvo a su amo en seco. “Macheteado” sintió de nuevo correr el sudor por su cuerpo y en un acto casi reflejo su diestra empuñó la blanca cacha de hueso de su machete. Ahora su corazón latía con más fuerza, respiró profundo y volvió a darse ánimo –Es sólo una sugestión y nada mas– se dijo así mismo y volvió a envainar su filoso facón.

La pesada puerta de madera se abrió lentamente, el aire fresco de la tarde se coló al interior y el polvo comenzó a caer desde el cielo raso evidenciando del paso del tiempo. El gaucho “Macheteado” Torres volvió a empujar con fuerza la puerta y esta se abrió de par en par. Se paró junto a ella y en voz alta peguntó –¿Vive aquí algún cristiano?– Y enseguida agregó – ¡Si es así, que se apersone ahora mismo!– El susurro del viento sobre las ramas de algunos árboles y calafatales, el ladrido lejano de un zorro y el relincho de uno que otro guanaco macho llamando a su harén de hembras, fueron las únicas respuestas.

“Macheteado” ingresó al rancho, el interior estaba en orden pero con mucho polvo acumulado. Un ancho calentado de fierro y latón y a su lado una rústica pero bien hecha mesa de madera con cinco sillas del mismo material. En las paredes colgaba tres viejos petromax y algunos muebles con enseres de casa: jarros, latas para depositar agua, ollas y platos de barro cocido, cuchillos, cucharas y tenedores de madera y hasta una pava de cuero para preparar mate. También había algunas provisiones como unas bolsas de sal y azúcar abiertas, un saco papero medio de grasa de animal (usada por los gauchos como combustible para encender fuego y antorchas cuando se sale de noche al monte) y hasta una bolsa con mate. Sin duda, hacía muchos años que alguien había vivido en ese puesto. En la piececita colindante estaba el dormitorio, con un camastro de madera, sobre él una gruesa manta y pieles de animales que servían de frazadas. En un pequeño velador de roble junto a la cabecera había una añeja palmatoria de metal para encender la vela.

Lo primero que hizo fue sacar un poco del abundante polvo acumulado, enseguida recogió algunos palos de leña y encendió el calentador, lenta pero ascendentemente la llama fue creciendo, hasta que el calor del fuego comenzó a temperar el rancho. Con palos y restos de cuero untado con grasa armó tres antorchas y las encendió colocándolas en el lugar de los petromax, tomó una de ellas y salió a buscar a su caballo. La noche se venía amenazante, acompañada de una tormenta de viento y lluvia. “Macheteado” sujetó de las riendas al animal y con el cuidado de siempre lo llevó hasta el corral que estaba junto al puesto. Una mirada bastó para que el experimentado gaucho se diera cuenta de que el lugar era el apropiado para proteger a su tobiano. Le dio una suave caricia en el lomo y dijo –Aquí dormirás bien amigo– De pronto, como de la nada, truenos y relámpagos estremecieron la oscura noche haciendo sobresaltar al animal y a su amo, la tormenta había comenzado. “Macheteado” se quedó un rato con su caballo para evitar que se pusiera más nervioso con los relámpagos y truenos. El viento y la lluvia desataron su furia mientras nuestro noble gaucho se encontraba en el interior del puesto, comiendo un trozo de carne y una tortilla, atizando el fuego y preparándose para dormir, después de cuatro días de marcha por el abrupto paisaje, por primera vez descansaría bajo un techo y en un cómodo camastro. De sus temores ya no se acordaba.

De pronto el viento dejó de soplar y la lluvia se detuvo, la tormenta cesó de un golpe y un profundo silencio se apoderó de la noche. “Macheteado”, se tendió sobre el camastro y se cubrió con una gruesa capa de guanaco. El crepitar de la leña quemándose y el calor del fuego incitaban a caer en un profundo sueño. En eso estaba cuando el agudo relinchar de su tobiano lo sobresaltó. De inmediato puso sus sentidos en alerta, se sentó en el camastro y sus agudos oídos captaron el lejano galopar de un corcel. Los segundos pasaron y el ruido de los cascos se fue acrecentando. No le quedaron dudas, era una monta o un corcel que a matacaballo se dirigía al puesto.

El animal detuvo su cabalgar abruptamente frente a la puerta, dio un fuerte resoplido que se confundió con el inquieto relinchar del tobiano en el corral. Un instante y el tintinear de las espuelas indicaban que había desmontado un jinete que con paso decidido avanzó hacia la puerta del puesto, de pronto se detuvo, los segundos y los minutos fueron eternos para el gaucho “Macheteado” Torres que a viva voz gritó –Adelante amigo…quien quiera que sea– La respuesta fue el silencio.

Entonces decidió salir a investigar, puso su manta de castilla, se hizo de una antorcha y machete en mano salió afuera. Revisó el frontis del rancho sin encontrar rastros de alguna monta o caballo. Luego fue al corral a ver a su tobiano que se encontraba nervioso y asustando –Calma amigo– le dijo, estoy contigo y nada te pasará– Regresó al puesto, recargó con leña el calentador y puso sobre la meza un tarro donde colocó la antorcha encendida. En eso estaba cuando un fuerte golpe estremeció una de las paredes del rancho – Quién anda ahí – preguntó el valiente gaucho. Una vez más no obtuvo respuesta. En el corral de palo a pique el tobiano volvió a relinchar nerviosamente. De pronto, alguien comenzó a caminar sobre el techo del puesto, el sonar de las espuelas indicaba que era el mismo jinete fantasma que al parecer había vuelto. Macheteado” tomó la antorcha y volvió a salir en medio de una oscuridad total, esta vez dio la vuelta completa al puesto gritando – Si eres hombre o demonio sale y muéstrate…no te tengo miedo y aquí me quedaré hasta el amanecer – Ahora, su temor se había convertido en ira.

Preparó dos nuevas antorchas, las colocó frente a la puerta y regresó a ver a su caballo, notó que el animal estaba sudando. Levantó la tranca del corral para darle de beber, pero un violento ruido al interior del puesto, como si alguien arrastrara pesadas cadenas lo hizo desistir de su intención. Cogió la antorcha, empuñó su machete y corrió hasta la puerta que la abrió de par en par con una fuerte patada, ingresó dispuesto a todo, revisó cada rincón del rancho y no encontró nada, todo estaba en su lugar. Respiró profundo y volvió a sentir un escalofrió, pero de inmediato reaccionó – No me asustarás maldito demonio si eso es lo buscas – dijo en voz alta. Encendió un nuevo par de antorchas y con una de ellas volvió al corral a darle de beber a su caballo.

“Macheteado” sabía que esa noche no dormiría, por eso se sentó junto al calentador, preparó un mate y un cigarrillo y esperó lo que vendría. No se equivocó, un suave trote de caballo lo puso en alerta. Escuchó al animal avanzar hasta cerca de la puerta donde dio dos fuertes resoplidos. No se inquietó, con su diestra aferró el machete, guardó silencio y esperó. De pronto escuchó desmontar al jinete de las espuelas que con un tintinear elegante y acompasado caminó hasta la puerta y se detuvo. “Macheteado” se mantuvo en silencio y de pronto exclamó – Adelante amigo, si es hombre pase, si es espíritu o demonio también – No hubo respuesta, las espuelas volvieron a sonar, el jinete se alejó de la puerta y comenzó a caminar alrededor del puesto, dio tres vueltas, luego montó su caballo y partió a todo galope en medio de la oscuridad de la noche. “Macheteado”, se puso de pie, tomó una antorcha, abrió la puerta y salió a dar un vistazo, no había rastro alguno.

Un par de horas después notó que empezaba amanecer. Armó su apero, sacó del corral a su tobiano, tomó un par de antorchas encendidas y las arrojó sobre el polvoriento piso del puesto “Calderón”. El fuego se expandió con inusual rapidez y en media hora el rancho quedó convertido en cenizas. El humo negro se elevó por los cielos de la estepa patagónica siendo avistado en la toldería del viejo “Papón”, quien ya repuesto montó su caballo y junto a sus conas salió a explorar el origen de la humareda.

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