martes, 12 de agosto de 2014

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Del viento y sus caídas

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Por Pepito El Breve

"Los ojos bien abiertos y el recuerdo de lo que nos hizo bien y nos hizo mal nos ayudan a evitar los tropiezos al saber esquivar a tiempo las piedras del camino”. (Facundo Manes y Mateo Niro en “Usar el Cerebro". pp. 136.

He tenido caídas en escarcha, blanca y negra, en la ducha y escalera, sobre cemento, ripio, piso mojado, de madera, hule, cerámico o por pisar en falso. Algunas bastante ebrio otras, de puro volado que soy pero, ojo, que ocurrieron también sobrio. Las tuve suave y esponjosas sobre la nieve y chistosas en la arena, también mullidas en hojas de otoño, incógnitas sobre las olas del mar y plácidas en lagos y lagunas.

Como me acompañan de niño, no es que esté orgulloso, pero no necesito tatuajes llevo en la piel los estigmas de mis costalazos: tres suturas en el labio superior, dos en la canilla derecha, tres en el anular derecho, tres en la ceja izquierda, dos cortes en el cuero cabelludo y diez suturas operatorias en el codo derecho. Fracturas, algunos esguinces, chichones y moretones.

Me he caído en departamentos, casas, oficinas a techo cubierto y al descubierto; a bordo de bicicletas, trenes, aviones, barcos, micros y automóviles. Han sido en urbes y en descampado, las hubo magallánicas y nortinas también internacionales. Ocurrieron diurnas y nocturnas, estando sentado, parado, acostado, mientras caminaba, corría, conversaba o peleaba. Las tuve despierto, soñando o aturdido, fueron estrepitosas y públicas, otras silentes y anónimas.

Algunas subiendo, muchas cuesta abajo en la rodada, me pasaron por descuidado. Hay de las que recuerdo pero de varias tengo vagos chispazos, me hice el tonto, preferí olvidarlas.

Reconozco que las hubo ingeniosas, hasta útiles, si caerse sirve para algo, pero, también, un tanto estúpidas, por ellas caí a la cárcel, el hospital, otras, como Altazor, al fondo de mi mismo.

Las viví de manera culpable, distraída o inocentonamente. Me he caído amando, odiando o engañando, por odioso y, también, por actuar de mala fe. Frente a los amigos, hermanos, familiares y desconocidos, algunas fueron alucinantes, otras muy desilusionantes. Las hubo verdaderas y de puro farsante. Unas por exceso de confianza o de puro inseguro y, por cierto, por desinhibido o, muy por el contrario, cohibido.

Aunque las creí nobles, en su mayoría fueron humillantes, vergonzosas, denigrantes. Algunas dolieron más que otras, porque removieron el piso. Si bien me engañaba con eso de que eran desprevenidas, bien sabía yo que acontecerían. Por esas ganas de compartir la cotidianidad con amistades lejanas le envié un correo al ahora penquista Juan Ignacio, comentándole el último porrazo, me responde casi al instante preocupado por mi estado de salud.

Le digo que nada que lamentar porque ¡Vaya si sabré yo de caídas! casi estoy acostumbrado y aunque muchas no logro asumirlas, es por culpa del empedrado, pero que la última, no fue por despistado, sino por el viento de 133 kilómetros por hora en Punta Arenas, salía del trabajo, el guardia me abrió la puerta, entró una ráfaga, levantó el choapino, tropecé con éste y me saqué la cresta.

Agradecí su solidaridad para con mis ramillones, le explico que como soy desorientado, tengo negado el oriente, tendré siempre batacazos, hasta que se venga aquel en que desparramado sobre la tierra negra ya no pueda levantarme, ojalá sea más digno que el de ayer y no quede grabado en las cámaras de vigilancia.

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