Ellos lo ignoran, pero papá ya decidió su destino. Me lo dijo hoy en la mañana. Lo siento por ellos, sobre todo por el gordo, porque desde la primera vez que lo vi me fue muy simpático.
Me parece estarlos viendo cuando aparecieron los dos preguntando por papá. Venían a entablar un negocio.
- Son una pareja muy agradable - comentamos en casa. Y en realidad lo eran. Se parecían a Laurel y Ardy; uno era gordo y el otro flaco. El guatón siempre estaba contando chistes que el flaco reía a mandíbula batiente. Mi padre, aparte de la relación comercial, hizo buenas migas con ellos y siempre conversaba de lo grato y jocosos que eran, hasta que un día, y creo que allí comenzó todo, anunció:
- Esta noche vienen a cenar mis amigos.
Los observé por la puerta entreabierta del comedor, cuando mamá servía la cazuela olorosa y humeante y papá descorchaba la segunda botella de vino. Los dos comían glotonamente. El flaco me sorprendió. A pesar de su delgadez cadavérica consumía plato tras plato y a cada instante decía:
- Esto está de chuparse los bigotes-, después hacía un gesto con la mano, como indicando "todo está bien".
No supe a qué hora se fueron, porque después de una reprimenda por observar detrás de la puerta fui enviado a acostarme. Juzgo que debe haber sido tarde, pues papá al día siguiente durmió toda la mañana y mamá me prohibió jugar al cowboy dentro de casa, aunque, siempre generosa, me dio dulces y permiso para jugar fútbol con Hugo y Juanito.
Las visitas se hicieron más continuas y en cada oportunidad mamá regalaba una opípara cena. Los invitados, muy zalameros, daban toda clase de elogios a su habilidad culinaria y golpeaban el hombro de papá exclamando:
- ¡ Qué afortunado eres, hombre!
Con el tiempo no les bastaba venir a cenar, sino también lo hacían a la once y hasta el desayuno, pretextando absurdas excusas. Me di cuenta que mamá se comenzaba a cansar de las visitas, porque las recibía con el ceño fruncido. Era comprensible, la pobrecita se lo pasaba preparando queques, cazuelas y de un cuanto hay.
Un día, para sorpresa nuestra, los dos aparecieron con sus maletas. Habían discutido esa noche sobre la conveniencia de trasladarse de su pensión a nuestra casa. Por supuesto que cancelarían una mensualidad; no querían ser una carga para nosotros. Luego, sin decir "agua va", o sea sin esperar respuesta alguna, porque nos quedamos mudos de asombro, se dirigieron a la pieza del fondo y allí se instalaron. El gordo volvió al poco rato y preguntó sonriente:
- ¿ Qué nos va a preparar hoy, señora Martita?
Como dicen en las historietas, la cosa se puso color de hormiga. La armonía hogareña se deterioró poco a poco. Al principio, cuando papá y mamá discutían, me enviaban a comprar o a casa de mi prima. Yo me daba cuenta que algo andaba mal, porque cuando regresaba mis padres no dialogaban y mamá tenía los ojos llorosos. Después peleaban sin importarles mi presencia y el tema era siempre el mismo: Los amigos de papá. Ella quería que se fueran de una vez por todas. Decía que eran unos zánganos y sinvergüenzas que se aprovechaban de su buen corazón. Mi padre hacía oídos sordos a sus reclamos. El jamás había abandonado a un amigo y con ellos se entretenía a mares, hacían una larga sobremesa, con interminables conversaciones, interrumpidas por uno que otro eructo de los comensales.
Mamá con la astucia que caracteriza a toda dueña de casa, empezó a hacer las comidas cada vez más malas. Les echaba todo el salero a propósito o bien privaba de sal a sus comidas. Yo les hacía asco y me refugiaba cuando podía en la casa de mi prima. El pobre papá enflaquecía estoicamente, pero ellos eran a prueba de balas: comían golosamente y siempre tenían a mano la palabra precisa para alabar los manjares de la cocinera.
Los amigos de papá terminaron por encerrarse en la pieza del fondo. No salían para nada. Mamá preparaba en una enorme olla una verdadera mescolanza. ¡Hasta cáscaras de papas les echaba!, y les llevaba la comida humeante. Ellos estaban felices. Cuando salía de la habitación, mamá decía con asco: ¡Son unos cerdos!
Yo los iba a observar por la ventana del patio. ¡Había que ver cómo habían cambiado! El gordo estaba rechoncho, no sé si cabe mejor decir redondo o cuadrado. Escucharlo reír me producía nervios. Sus ojos se perdían bajo esos cachetes regordetes y la enorme papada temblaba rítmicamente. El flaco ya no era tal. Cuando se sentaba sus nalgas rebasaban el asiento y su rostro lucía rubicundo. El único recuerdo de su anterior esbeltez era el lánguido bigote que chupaba con fruición, después de los banquetes de mamá.
Aquella tarde que regresé del colegio ardía Troya en casa. Mamá me esperaba brazos en jarra en el umbral de la puerta y me dijo secamente:
- ¡Anda a cambiarte de ropa, nos vamos!
Las maletas estaban hechas y había empacado mis pertenencias. Papá le suplicaba que no se fuera, pero ella se mostraba inflexible en su determinación. Finalmente, en un gesto de altivez, que yo consideré teatral, le dio su ultimátum:
- ¡Escoge, o ellos o nosotros!
Papá consiguió unas planchas de zinc y unas tablas y se dedicó a construir un pequeño ranchito en el patio. Yo le ayudé pues me fascina la carpintería. Siempre me saco buenas notas en trabajos manuales. Terminada la labor trasladamos a los amigos de papá a la nueva construcción. Ellos parece que no se percataron de nada. Se trasladaron sin reclamar; además, estaban siempre abastecidos de esa horrible comida que tanto les gustaba.
Con el tiempo, y de tanto estar a la intemperie, su piel se fue endureciendo. En los día de sol retozaban como niños, arrastrándose por el patio. Ya no se comunicaban: emitían una serie de gruñidos y chillidos guturales. Cuando Hugo y Juanito me preguntaron ¿Qué cosa tienes ahí?, me dio vergüenza decirles que eran los amigos de papá, así que les mentí: "¡Oh, son unos chanchos!" A ellos les entusiasmó la idea de ir a amansarlos, sobre todo a Hugo que siempre se las da de vaquero. Agarraron un cordel y una frazada y comenzaron a corretearlos. Al primero que pillaron fue al más gordo; ¡cómo chillaba el pobrecito! A mi me dio tanta pena que les dije que estaba cansado, que no quería jugar. Hugo y Juanito se fueron enojados conmigo, pero yo no podía permitir que ensillaran y amansaran a los amigos de papá.
Ellos me lo agradecieron. Lo sé, se acercaron a mi lado y resoplaron amigablemente. Me atreví a acariciar sus cuerpos gordotes llenos de pelos y decirles que no se preocuparan, que yo era su amigo. Me pareció entrever en los ojos de los dos cerditos algo como unas lágrimas.
Ellos no lo saben, pero hoy en la mañana papá me dijo:
- El sábado, cuando se case tu hermana, faenaremos a los dos chanchitos.
Sentí mucha pena y deseos de llorar, pero después sentí un miedo terrible y no me atreví a decirle a papá ¿qué pasará cuando todos los invitados a la fiesta coman la humeante y olorosa cazuela de mamá?.
Me parece estarlos viendo cuando aparecieron los dos preguntando por papá. Venían a entablar un negocio.
- Son una pareja muy agradable - comentamos en casa. Y en realidad lo eran. Se parecían a Laurel y Ardy; uno era gordo y el otro flaco. El guatón siempre estaba contando chistes que el flaco reía a mandíbula batiente. Mi padre, aparte de la relación comercial, hizo buenas migas con ellos y siempre conversaba de lo grato y jocosos que eran, hasta que un día, y creo que allí comenzó todo, anunció:
- Esta noche vienen a cenar mis amigos.
Los observé por la puerta entreabierta del comedor, cuando mamá servía la cazuela olorosa y humeante y papá descorchaba la segunda botella de vino. Los dos comían glotonamente. El flaco me sorprendió. A pesar de su delgadez cadavérica consumía plato tras plato y a cada instante decía:
- Esto está de chuparse los bigotes-, después hacía un gesto con la mano, como indicando "todo está bien".
No supe a qué hora se fueron, porque después de una reprimenda por observar detrás de la puerta fui enviado a acostarme. Juzgo que debe haber sido tarde, pues papá al día siguiente durmió toda la mañana y mamá me prohibió jugar al cowboy dentro de casa, aunque, siempre generosa, me dio dulces y permiso para jugar fútbol con Hugo y Juanito.
Las visitas se hicieron más continuas y en cada oportunidad mamá regalaba una opípara cena. Los invitados, muy zalameros, daban toda clase de elogios a su habilidad culinaria y golpeaban el hombro de papá exclamando:
- ¡ Qué afortunado eres, hombre!
Con el tiempo no les bastaba venir a cenar, sino también lo hacían a la once y hasta el desayuno, pretextando absurdas excusas. Me di cuenta que mamá se comenzaba a cansar de las visitas, porque las recibía con el ceño fruncido. Era comprensible, la pobrecita se lo pasaba preparando queques, cazuelas y de un cuanto hay.
Un día, para sorpresa nuestra, los dos aparecieron con sus maletas. Habían discutido esa noche sobre la conveniencia de trasladarse de su pensión a nuestra casa. Por supuesto que cancelarían una mensualidad; no querían ser una carga para nosotros. Luego, sin decir "agua va", o sea sin esperar respuesta alguna, porque nos quedamos mudos de asombro, se dirigieron a la pieza del fondo y allí se instalaron. El gordo volvió al poco rato y preguntó sonriente:
- ¿ Qué nos va a preparar hoy, señora Martita?
Como dicen en las historietas, la cosa se puso color de hormiga. La armonía hogareña se deterioró poco a poco. Al principio, cuando papá y mamá discutían, me enviaban a comprar o a casa de mi prima. Yo me daba cuenta que algo andaba mal, porque cuando regresaba mis padres no dialogaban y mamá tenía los ojos llorosos. Después peleaban sin importarles mi presencia y el tema era siempre el mismo: Los amigos de papá. Ella quería que se fueran de una vez por todas. Decía que eran unos zánganos y sinvergüenzas que se aprovechaban de su buen corazón. Mi padre hacía oídos sordos a sus reclamos. El jamás había abandonado a un amigo y con ellos se entretenía a mares, hacían una larga sobremesa, con interminables conversaciones, interrumpidas por uno que otro eructo de los comensales.
Mamá con la astucia que caracteriza a toda dueña de casa, empezó a hacer las comidas cada vez más malas. Les echaba todo el salero a propósito o bien privaba de sal a sus comidas. Yo les hacía asco y me refugiaba cuando podía en la casa de mi prima. El pobre papá enflaquecía estoicamente, pero ellos eran a prueba de balas: comían golosamente y siempre tenían a mano la palabra precisa para alabar los manjares de la cocinera.
Los amigos de papá terminaron por encerrarse en la pieza del fondo. No salían para nada. Mamá preparaba en una enorme olla una verdadera mescolanza. ¡Hasta cáscaras de papas les echaba!, y les llevaba la comida humeante. Ellos estaban felices. Cuando salía de la habitación, mamá decía con asco: ¡Son unos cerdos!
Yo los iba a observar por la ventana del patio. ¡Había que ver cómo habían cambiado! El gordo estaba rechoncho, no sé si cabe mejor decir redondo o cuadrado. Escucharlo reír me producía nervios. Sus ojos se perdían bajo esos cachetes regordetes y la enorme papada temblaba rítmicamente. El flaco ya no era tal. Cuando se sentaba sus nalgas rebasaban el asiento y su rostro lucía rubicundo. El único recuerdo de su anterior esbeltez era el lánguido bigote que chupaba con fruición, después de los banquetes de mamá.
Aquella tarde que regresé del colegio ardía Troya en casa. Mamá me esperaba brazos en jarra en el umbral de la puerta y me dijo secamente:
- ¡Anda a cambiarte de ropa, nos vamos!
Las maletas estaban hechas y había empacado mis pertenencias. Papá le suplicaba que no se fuera, pero ella se mostraba inflexible en su determinación. Finalmente, en un gesto de altivez, que yo consideré teatral, le dio su ultimátum:
- ¡Escoge, o ellos o nosotros!
Papá consiguió unas planchas de zinc y unas tablas y se dedicó a construir un pequeño ranchito en el patio. Yo le ayudé pues me fascina la carpintería. Siempre me saco buenas notas en trabajos manuales. Terminada la labor trasladamos a los amigos de papá a la nueva construcción. Ellos parece que no se percataron de nada. Se trasladaron sin reclamar; además, estaban siempre abastecidos de esa horrible comida que tanto les gustaba.
Con el tiempo, y de tanto estar a la intemperie, su piel se fue endureciendo. En los día de sol retozaban como niños, arrastrándose por el patio. Ya no se comunicaban: emitían una serie de gruñidos y chillidos guturales. Cuando Hugo y Juanito me preguntaron ¿Qué cosa tienes ahí?, me dio vergüenza decirles que eran los amigos de papá, así que les mentí: "¡Oh, son unos chanchos!" A ellos les entusiasmó la idea de ir a amansarlos, sobre todo a Hugo que siempre se las da de vaquero. Agarraron un cordel y una frazada y comenzaron a corretearlos. Al primero que pillaron fue al más gordo; ¡cómo chillaba el pobrecito! A mi me dio tanta pena que les dije que estaba cansado, que no quería jugar. Hugo y Juanito se fueron enojados conmigo, pero yo no podía permitir que ensillaran y amansaran a los amigos de papá.
Ellos me lo agradecieron. Lo sé, se acercaron a mi lado y resoplaron amigablemente. Me atreví a acariciar sus cuerpos gordotes llenos de pelos y decirles que no se preocuparan, que yo era su amigo. Me pareció entrever en los ojos de los dos cerditos algo como unas lágrimas.
Ellos no lo saben, pero hoy en la mañana papá me dijo:
- El sábado, cuando se case tu hermana, faenaremos a los dos chanchitos.
Sentí mucha pena y deseos de llorar, pero después sentí un miedo terrible y no me atreví a decirle a papá ¿qué pasará cuando todos los invitados a la fiesta coman la humeante y olorosa cazuela de mamá?.
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