Por Héctor Martínez Díaz
No soy una
persona religiosa, más bien un pagano, pero por vocación periodística estaré próximamente
en Río Gallegos, no me perdería por nada del mundo ese vendaval de devoción popular en caso de que venga el Papa.
Eso sí que tendré
que guardar la compostura, porque soy de emociones fáciles y más por lo que me
conozco, que por vergüenza, evito las malas canciones y películas cebollas,
suficiente de ellas tuve en mi infancia en las funciones del gimnasio De
Agostini, el de los curas allá en Natales.
Tengo dos
amigos, Andrés y Gerardo, osorninos, ambos de férrea formación jesuita, del San
Mateo. Fuimos compañeros de la Ufro, en
Temuco, allá por los años 80. Uno quiso
ser cura, pero lo amaban y amaba más de la cuenta a las mujeres; el otro un
aventurero miliciano, terminó preso por querer emular al Lautaro.
El primero
quiso detener un piquete de fuerzas de choque sólo con su palabra y terminó
apaleado. El otro, a punta de pistola y encapuchado la hora de almuerzo del casino con una arenga
revolucionaria, siendo reconocido de eco recibió la sorna.
De ellos,
escuché por primera vez eso de “La Iglesia y la Opción por los Pobres”, también
de la Teología de la Liberación de Frei Betto y Leonardo Boff, incluso, parece más
de una vez me prestaron un libro que como muchos otros solo debí leer unas
cuantas páginas, y no porque yo me creyera eso de que “la religión es el opio del pueblo”, es que
yo no tenía tiempo, era un piloto que andaba casi siempre borracho.
Cosa curiosa,
esa misma opción se la escuché después a Pablo Longueira, el Padre Felipe
Berrios, dicen que era también palabra de Alberto Hurtado y que ahora tanto
repite el Papa.
A Gerardo y
Andrés, hace años que no los veo, desde el siglo pasado. He sabido que ambos
siguen en lo suyo trabajando con chicos y gente de la calle.
Sí, creo que más
que de la denuncia del colega Horacio
Verbitsky (Dios sabrá si es o no falsa), me acordaré de mis amigos
cuando en la Patagonia Austral aparezca Francisco, el Papa, su Papa.
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