viernes, 30 de julio de 2004
0Patagonia: Tierra de hombres verdaderos
"a la frente no se le puede disparar, es preferible tirarle a la paleta, así la bala atraviesa el corazón". De esta forma, relataba José Guenche el modo en que solía cazar leones en Isla Riesco, allá en la Patagonia salvaje, así suelen llamar en estas tierras, al mayor de los felinos chilenos, el Puma.
Al calor de unas brasas, conversábamos una muy fría noche de Febrero de 2002, iluminados solamente por la tenue luz de una gastada candela. Afuera, el viento magallánico rugía con la fuerza de león colosal sacudiendo con increíble facilidad a enormes y robustos árboles, transformados ahora por su obra, en frágiles y endebles arbustos. Su acción delataba también la existencia de cientos de pequeñísimas rendijas, - cuál heridas abiertas aún no sanadas en la improvisada choza -, permitían al ventarrón colarse, agitando con denuedo la frágil llama de la vela. A ratos parecía que finalmente se apagaría dejándonos al desamparo de la oscuridad, increíblemente volvía a erguirse iluminando con más fuerza y permitiéndo a veces, observar el brillo en los ojos de José mientras relataba pormenores de la feroz lucha con el formidable animal.
Durante los más de diez años que he dedicado a recorrer la Patagonia, - expedicionando el último tercio de Tierra del Fuego, las estribaciones de la Cordillera de Darwin, o explorando la salvaje Isla Hoste -, he conocido tipos realmente rudos, moldeados por la fragua de la naturaleza, en una de las regiones más indómitas del planeta. Aquí conocí a los Puesteros, hombres que solo saben de una estación, la única que existe en estas vastedades, la mas cruenta, la más fría, acompañados únicamente por sus caballos, viven la soledad y el destierro casi con naturalidad. Están los Bagualeros, oficio inverosímil e inaudito de admitir en pleno siglo ventiuno, azuzándo a fieras jaurías de perros, que enceguecidas por el olor a sangre, acorralan a salvajes vacunos, los mismos que a comienzos del siglo pasado escaparon de sus captores para perderse en la inmensidad de los bosques y montañas patagónicas. En las profundidades, volvieron a primigenios estadios, son los temibles baguales. Ahora huyen de sus perseguidores, los bagualeros, la venta de su carne les permite comer y vivir. Están también quienes se dedican a la domadura de ariscos, soberbios broncos salvajes de orígenes similares a vacunos baguales, extraordinaria lucha presentan antes de rendirse y someterse al verdugo que finalmente les arrebatará su atrevida libertad.
José Guenche, había sido de todos estos, "...pero el oficio que más me gusta, es el de leonero" señaló con entusiasmo, "claro que uno siempre tiene al SAG, al acecho" se quejó. Para evitar problemas con la ley, una vez terminada la faena de caza, el leonero extrae el pellejo del felino, el cuerpo pertenece a sus perros. Será el cuero, la prueba que permitirá el cobro de los honorarios contratados, "entre ciento cincuenta y doscientos mil pesos, cada león", apunta, una vez efectuada la transacción, procederá a quemar todo indicio de caza. Son los estancieros, normalmente, los eventuales patrones del leonero, le contratan, hastiados ya de sufrir la pérdida del ganado por la acción de los feroces felinos, finalmente optan por llamarles. Solución definitiva en una tierra en donde la convivencia de hombres y bestias no parece posible.
Fascinado por el relato, pregunto detalles de su labor, "imagino que posee un buen rifle, de esos de largo alcance y precisión", le digo aparentando un falso conocimiento de armas. Quedo perplejo con la inmediata respuesta, "no tengo rifle, no me gustan, utilizo una pistola calibre 22, con ella y mis perros, basta". Instantáneamente me imagino frente al león, ciento cincuenta kilos de puro músculo, capaz de saltos de más de diez metros, acorralado por los sanguinarios perros, desbordado por la adrenalina. Imposible concebir la escena !. Divertido tal vez por mis muestras de asombro, comenta que no pocas veces debió ingresar al mismo cubíl en donde las fieras suelen dormir. Sin posibilidad de cometer error alguno, descerraja todos los tiros de su arma, vacíandola por completo en el animal, "es que no hay alternativa, cualquier duda es sinónimo de muerte segura".
Y así continuó José relatando como perseguía durante días y días a su presa, acompañado tan solo por sus perros y armado con su pequeña pistola, - chascarrillo de arma frente a tan imponente animal - . Son los perros, incansables cancerberos los que terminan por acorralarlo, cansado por una persecución de días, trepa a un árbol o se agazapa mostrándo garras y colmillos, infernales ladridos habrán señalado al leonero el sitio exacto en donde habrá de tener lugar el enfrentamiento final. La bestia, acozada, suele atrapar entre las garras a alguno de los enceguecidos perros, lo sujeta por el cuello, el perro aulla lastimeramente, último recurso para provocar el pavor entre sus perseguidores. Pronto llegará el leonero y pondrá fin a tan injusto enfrentamiento.
Jorge Milla, fragmento de la bitácora de viaje a la Isla Riesco. Expedición realizada en Febrero de 2002.
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