domingo, 22 de agosto de 2004

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Ramón Díaz Eterovic: La última aventura

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Frigorífico Bories, fardos de lana. 
A Hugo Vera Parra,
esta historia que me contó
su padre y que más tarde imaginé.


El pueblo ha cambiado. Sólo el mar que lo rodea sigue igual. Se han construido nuevas casas, algunas de sus calles lucen pavimentadas y con semáforos en sus esquinas; existen dos o tres buenos hoteles que acogen a los turistas y viajar hacia las ciudades vecinas ya no es tan difícil. También la gente ha cambiado. Otros niños juegan en las calles y de aquella época pocas son las personas que reconozco cuando pasan frente a mi ventana. Seguramente ellas ni recuerdan la última aventura del loco Nogueras, que fue como la llamaron en las crónicas del entonces único diario del pueblo. El lugar que habito tiene una ventana desde la cual diviso el mar. Mis días transcurren sin sobresaltos; desde la mañana, y hasta que el sol se esconde tras las montañas nevadas, observo las olas que incansables cumplen su cotidiano rito de adioses y regresos, recordándome con su ir y venir que un día el mar fue mi ilusión y mi desgracia. Ha transcurrido mucho tiempo desde las conversaciones con el gringo Dollenz y con Valcarce, cuando aún la idea del gringo no pasaba de ser una humorada que dejaba caer sobre la mesa del bar, junto a las piezas de dominó y las botellas de cerveza que cada tarde bebíamos, sin otro afán que acortar las horas que se repetían al ritmo del viento que limpiaba las calles de Puerto Natales, pueblo patagónico al que había llegado por el azar de un empleo y la necesidad de recibir una paga que, en su mayor parte, iba a dar a las arcas del dueño del bar "La Esperanza". Las cervezas, los partidos de fútbol que terminaban con el infaltable asado de cordero, los diarios que de tarde en tarde llegaban al pueblo y nos permitían saber lo que sucedía en Santiago o Buenos Aires; alguna película mexicana en el Cine "Libertad" y la oportunidad de hojear una revista de chistes picarescos y mujeres desnudas, a solas, cuando el cuerpo imponía un descanso después de una noche de farra. Esas eran las únicas entretenciones que teníamos para espantar el tedio. Lo demás era soñar que la vida podía ser diferente, gracias a un golpe de la suerte o a la decisión de huir del pueblo, embarcado como polizón en alguno de los barcos que llegaban al puerto a buscar la carne y la lana de oveja procesada en el frigorífico ubicado a seis kilómetros del pueblo.

Valcarce era el más joven de los tres y el único que había nacido en Puerto Natales. Nunca había salido del pueblo. Su vida se resumía entre las calles polvorientas y la casa que compartía con su padre, de quien había heredado el oficio de pescador, la habilidad para los juegos de naipes y cierta actitud displicente para ir barajando el acontecer de los días sin otra ambición que un plato de comida y respirar. Cuando la pesca estaba floja, trabajaba en la carga de los barcos, pintaba casas o ejercía de ayudante en las faenas de esquila. Moreno, alto y de ojos vivaces, disfrutaba de la vida con la misma aparente alegría de los cisnes de cuello negro que nadaban cerca de la playa. Me gustaba su compañía y a veces, cuando nos reconocíamos asqueados de la rutina del bar, tomábamos uno de los botes de su padre y salíamos a remar por la bahía hasta que la fatiga nos indicaba que era tiempo de regresar.

Dollenz, el gringo, era el de más edad, y en la época de estos recuerdos bordeaba los treinta años. En su juventud había destacado como jugador de baloncesto en campeonatos estudiantiles. Pero eso era parte de su pasado, porque a pesar de su porte atlético, la curva pronunciada de su espalda delataba su ocupación de empleado administrativo en el Frigorífico Bories. Era soltero y vivía en una pensión donde le daban de comer y lavaban su ropa. En los días que recibía el pago de su sueldo, dejaba de lado la cerveza y pedía interminables copas de whisky que, a la hora de la embriaguez, lo hacían añorar a una mujer llamada Laura, de la que no daba más referencias que su nombre y su residencia en Santiago, a donde el gringo Dollenz, según aseguraba en medio de la borrachera, regresaría con los bolsillos rebosantes de dinero. A la mañana siguiente su deseo se esfumaba con la brisa que llegaba del mar o en el mismo instante que salía de la pensión rumbo a la oficina, donde pasaba las horas contabilizando los ingresos y egresos del frigorífico.

En cuanto a mí, no hay mucho que decir. Recién había cumplido mis veinticinco años y estaba empleado en una tienda de ultramarinos. Vivía solo, deseaba trabajar un par de años en el pueblo y luego partir hacia otro lugar, antes que la costumbre o un enamoramiento súbito me hiciera echar raíces. Mas, de todo eso ha pasado mucho tiempo, y ahora, quince años más tarde, sólo aguardo que pasen los días, con la única entretención de mirar el mar que, como ya dije, alguna vez fue mi ilusión y mi desgracia.

Al principio nos reímos del gringo. No pensábamos que estuviera hablando en serio. Su idea parecía tan descabellada que sólo podíamos pensar en ella cuando la cerveza había hecho efecto en nuestros ánimos, y cualquier cosa que se dijera alrededor de la mesa era motivo de risa y entusiasmo.
-¡Es una locura! En un par de horas todo el pueblo estaría enterado- dijo Valcarce y yo me sumé a su sentencia con una carcajada que rompió la quietud del bar. Dollenz se limitó a mover la cabeza, como si el pescador y yo hubiéramos sido dos energúmenos incapaces de entender la seriedad de su idea.

Tal vez el asunto debió quedar en la broma y entre las paredes del bar, asumiéndose que una cosa era los sueños y otra nuestra realidad de hombres condenados a seguir por la vida sin mayores sobresaltos, habituados a las rutinas del pueblo, a nuestros trabajos y a las horas que marcaba el viejo reloj de pedestal instalado en una esquina del bar, junto a la salamandra que entibiaba el ambiente y un deteriorado afiche de cigarrillos. Sin embargo no fue así. Dollenz dejó pasar una o dos semanas, y una tarde, después de oírme maldecir la vida que llevábamos en el pueblo, insistió.
-En el frigorífico se guarda el dinero para el pago del sueldo mensual de los obreros -dijo, lentamente, como mascando sus palabras-. Dinero, mucho dinero. Una vez al mes, y durante todo un fin de semana, el dinero permanece en la caja fuerte instalada en la oficina del jefe administrativo.
-El dinero es de los obreros -dijo Valcarce.
-Es el dinero del frigorífico -rectificó Dollenz, mientras pasaba el dorso de su mano derecha por sus labios humedecidos por la cerveza-. Los obreros no van a perder nada.
-¿Cuál es el plan? -pregunté, más por curiosidad que por real interés.
Los ojos del gringo brillaron de entusiasmo. Extendió unos de sus brazos para palmotearme en las espaldas.
-Conozco la clave de la caja fuerte y sé como entrar a la oficina donde la guardan. Sacamos el dinero, Valcarce hace como que sale de pesca y lo lleva a esconder lejos del pueblo. Esperamos tres o cuatro meses, tal vez medio año, y luego repartimos el botín en tres partes iguales y cada cual hace lo que le venga en ganas con el dinero.
-Una cosa es hacer bromas y otra, muy distinta, robar -dijo Valcarce-. Yo no tengo pasta de ladrón y además, tengo amigos que trabajan en el frigorífico y no me gustaría hacerles una mala jugada.
-Nunca ha pasado nada igual en el pueblo y cuando cometamos el robo, los carabineros del retén no van a saber a qué santo recurrir. No saben hacer otra cosa que apalear huelguistas y encerrar borrachos en el calabozo.
-La idea tiene sentido -dije al tiempo que miraba el mar por la ventana del boliche.
-No cuenten conmigo -dijo Valcarce-. No quiero pasar el resto de mi vida en un calabozo ni quiero que mi padre tenga una razón para avergonzarse de su hijo.
-Los tres o ninguno -sentenció Dollenz-. Y si no es así, aquí nadie ha dicho nada.

No volvió a mencionar el asunto por algunas semanas. Valcarce y yo evitamos tocar el tema, tal vez para no provocar discusiones o porque en esos días el principal tema de conversación fueron los cincuenta millones de pesos que ganó un vecino en el juego de la Lotería. Valcarce seguía yendo al mar en busca de peces, Dollenz tras de su escritorio y yo en la tienda, distraído, dejando que mis miradas surcaran las olas que veía crecer en el horizonte mientras pensaba en las posibilidades de éxito que podía tener el plan.
-¿Es mucho el dinero que guardan en el frigorífico?-preguntó inesperadamente Valcarce, una tarde en la que estábamos reunidos en el bar.
-Mucho es poco decir- respondió Dollenz, indiferente, como queriendo demostrar que el plan era algo que tenía olvidado o al que ya no le otorgaba el mismo entusiasmo de la primera vez.
-¿Y nadie lo cuida?
-Hay un guardia por las noches. Un viejo que suele quedarse dormido antes de la medianoche. El jefe administrativo del frigorífico lo sabe y no le importa. Nunca piensa en un robo importante, porque las posibilidades de huir del pueblo son pocas y complicadas.
-Y entonces, ¿cómo lo haríamos?
-¿Tengo cara de ladrón, Valcarce?
-No.
-¿Y Nogueras?
-Tampoco- respondió Valcarce, al tiempo que me miraba como intentando descubrir algún rasgo especial en mi rostro.
-En el pueblo nos conocen y nos tienen confianza. La idea es cometer el robo en la temporada de turismo, cuando el pueblo esté lleno de extraños de los cuales los carabineros podrán sospechar.
-¡Piensas en todo! -dijo Valcarce, con entusiasmo.
-Pero sigue siendo un asunto de tres - respondió Dollenz y enseguida llamó al mozo de "La Esperanza" para que nos sirviera otra ronda de cervezas.
Valcarce bajó la mirada.
-¿Y tú Nogueras, qué dices?-preguntó Dollenz.
-La idea me seduce- respondí, aunque en mi interior dudaba de mi capacidad para participar en el plan del gringo y esperaba que con el paso de los días quedara en el baúl de las ideas muertas.
-No podría vivir en una celda, sin el viento ni el mar a mí alrededor- dijo Valcarce.
-Los tres o ninguno -agregó Dollenz repitiendo su sentencia de días pasados-. Y si no es así, aquí no se ha dicho nada.

Y no dijo nada hasta la noche en que Valcarce volvió a plantear el tema con una pregunta que pareció helar aún más las cervezas que bebíamos.
-¿Cuál sería la fecha más apropiada para el robo? -preguntó.
-Para qué pensar en cosas que nunca sé harán-respondió el gringo, evasivo.
-He decidido entrar en tu juego, Dollenz.
-¿Por qué ahora, después de tantos meses?
Valcarce movió los hombros, como si con ello hubiera podido despertar una respuesta adecuada dentro de sus pensamientos.
-Es bueno hacer algo que rompa con la monotonía del pueblo -dijo, finalmente-. La pesca y sus miserias me tienen aburrido. Quiero conocer otros lugares y buscar un nuevo horizonte para mis días.
-¿Y tú qué dices?- me preguntó Dollenz.
-A nadie le vienen mal unos pesos extra en la billetera.

Dollenz dijo que el robo sería el fin de semana siguiente a la Navidad. Para entonces, los ánimos estaban más relajados y habría arribado al pueblo la primera oleada de turistas. Mientras llegaba el día convenido, Valcarce debía encontrar un sitio adecuado para esconder el dinero. Dollenz se preocuparía de reestudiar las rutinas del frigorífico y, si la ocasión se presentaba, ensayar la apertura de la caja de fondos. Lo demás era seguir con nuestras ocupaciones habituales, mantener las citas en el bar y no comentar con nadie la idea del robo. Al día siguiente, que era domingo y yo no tenía que trabajar en la tienda, acompañé a Valcarce a la mar, y antes que él desplegara las redes de pesca, nos dedicamos a estudiar los rincones más resguardados de la costa hasta que dimos con uno al que sólo se podía llegar en bote y estaba lo suficientemente aislado como para esconder el botín.
-No menciones el robo mientras estemos en el mar -me advirtió Valcarce-. Mi padre dice que el mar castiga a los que lo usan con malos fines.
-Eso no es más que un cuento de pescadores supersticiosos-respondí, esbozando una sonrisa-. El mar es sólo una gran pileta que a veces se agita más de lo conveniente.
-El mar tiene oídos y un corazón rencoroso, Nogueras. Es lo único a lo que temo -dijo Valcarce y quedó con la mirada fija en el horizonte, como esperando que de un momento a otro emergiera la rabia desatada de una ola-. Preferiría que el dinero lo guardáramos en otra parte.
-Mejor lejos del pueblo, para no tener la tentación de gastarlo. Dollenz dice que la prisa ha traicionado a muchos ladrones impacientes.

Pasados los festejos de la Navidad llegó el momento de llevar el plan a la práctica. Era una noche de sábado. Para no despertar sospechas nos reunimos en el bar, y entre una y otra copa acordamos la forma en que nos iríamos retirando y el punto donde nos encontraríamos para dar rienda suelta a nuestro sueño más oculto. Poco antes de la medianoche, y pese a que había bebido menos que en otras oportunidades, el gringo Dollenz, con pasos intencionadamente retorcidos, abandonó el bar dejando a sus espaldas una estela de bromas por su aparente ebriedad. Encendí un cigarrillo y cuando terminé de fumarlo seguí el camino de Dollenz, con una pequeña detención frente a la barra del bar que me permitió comentar a uno de los mozos que me sentía cansado y con ganas de llegar pronto a la cama. Desde la puerta grité un último adiós a Valcarce y salí tras las huellas de la noche, sintiendo en mi rostro los latigazos del viento que se deslizaba por las calles del pueblo. No vi un alma en el recorrido que hice para llegar hasta donde esperaba Dollenz, oculto junto a un árbol.
-Va a salir todo bien, Nogueras -me dijo, y enseguida se refugió en un silencio reconcentrado que pareció durar una eternidad.
-Valcarce se demora más de la cuenta- agregó minutos más tarde-. ¿Se habrá arrepentido?
-¿Quieres que vaya a buscarlo?-pregunté con la esperanza de acortar la espera y olvidar las dudas que comenzaban a deteriorar mi ánimo. Dollenz pensó su respuesta, pero antes que llegara a decir algo, vimos aparecer una sombra tambaleante que se aproximaba a nuestro encuentro. El viento parecía haber aumentado de intensidad y a nuestro alrededor, como un aullido tenebroso, se escuchaba el silbido que provocaba al chocar en los techos de zinc de las casas. Saqué un cigarrillo desde mi chaqueta. Dollenz me lo arrebató de los labios y lo arrojó al suelo.
-¡Vas a llamar la atención de los vecinos!- reclamó, nervioso.
-De noche y con el viento que hay, dudo que los vecinos se enteren de lo que pasa en la calle.
-Nunca se sabe, Nogueras. Nunca se sabe.
Valcarce llegó junto a nosotros. Su respiración era agitada e intuí que eso tenía relación con su demora en el bar o con el miedo que debíamos vencer para seguir adelante con lo propuesto.
-La caja fuerte nos espera- dijo Dollenz y se puso en marcha.

Seguimos sus pasos y después de una media hora de esforzada marcha llegamos hasta la entrada del frigorífico. El lugar parecía en calma y en el cielo, algunas nubes oscuras ocultaban la cara festiva de la luna. Avanzamos por un sendero de ripio y nos detuvimos frente a la enorme construcción de ladrillos donde funcionaba la administración del establecimiento. De su interior brotaba una leve luz amarilla. Sentí una súbita inquietud, pero Dollenz, adivinando mis pensamientos, dijo que la luz provenía de la pieza que ocupaba el guardia y se dispuso a entrar. Valcarce y yo nos quedamos en las sombras esperando las instrucciones de Dollenz. Fue en ese instante cuando pensé que no siempre las cosas resultan como uno espera, y mis aprehensiones se confirmaron minutos más tarde, cuando al ingresar a la oficina contable vi al guardia tirado en el suelo. Dollenz le había atado las manos tras la espalda y el hombre mostraba en su rostro las amoratadas huellas de unos golpes. Me detuve un instante junto al guardia y observé su respiración entrecortada. Valcarce llegó a mi lado y sonrió como si estuviera observando un espectáculo circense o algo parecido.
-Se ve mal. Parece que el gringo se puso nervioso y se le pasó la mano- comentó Valcarce.
No alcancé a decir nada. El grito de Dollenz llegó desde una sala interior del frigorífico y sin pensarlo dos veces, caminamos a su encuentro. Estaba de pie, junto a una caja fuerte que le llegaba a la altura de la cintura. Cuando nos vio llegar soltó una maldición y dio un suave puntapié a la caja.
-No puedo abrirla -dijo-. El jefe administrativo debió cambiar la combinación.
-Podríamos forzarla -dije.
-¿Con el abrelatas que guardo en mi escritorio? -preguntó Dollenz, irónico-. Necesitamos herramientas y una buena cantidad de tiempo.
-¡El robo se fue a la mierda! -exclamó Valcarce.
-Aún nos queda otra opción -dijo Dollenz-. Llevemos la caja hasta el bote y la trasladamos hasta el escondite previsto. Después, en dos o tres semanas más, vemos la forma de abrirla.
-¿Y cómo la movemos? -preguntó Valcarce-. Debe pesar sus buenos doscientos kilos.
-En el patio hay una carretilla que se usa para el traslado de bultos y cajas pesadas- agregó Dollenz.

Siempre he pensado que fue un milagro que nadie nos descubriera esa noche. Demoramos más de media hora en subir la caja fuerte sobre la carretilla y enseguida la atamos con la soga que Dollenz encontró en las bodegas del frigorífico. Luego, procurando que la caja mantuviera su equilibrio, salimos a la calle y comenzamos a avanzar lentamente hacia el mar que, a cuatro o cinco cuadras de distancia, rugía como una bestia malhumorada. A cada paso que dábamos la caja amenazaba con irse a un costado u otro. Valcarce conducía la carretilla. Dollenz y yo ayudábamos a mantener la caja en su sitio. A una cuadra del muelle, Valcarce metió la carretilla en un bache de la calle y la caja fue a dar encima de una charca. Durante unos segundos estuvimos alertas a los ruidos que podían llegar desde las casas vecinas. Pero, nadie nos escuchó o a nadie llamó la atención las sombras de nuestros cuerpos ni de la caja fuerte que después de un gran esfuerzo conseguimos volver a poner encima de la carretilla. El murmullo de las olas nos alentó a llegar hasta la orilla del mar y luego avanzar hacia el rincón rocoso donde esperaba el bote de Valcarce. No fue fácil, pero al final de una ruda lucha contra los vaivenes del bote, el viento y nuestros temores, logramos subir la caja en la embarcación. Los alrededores estaban oscuros y al mirar hacia el pueblo sólo se reconocían dos o tres luces que emergían del interior de algunas casas.
-¿Y ahora qué?- pregunté.
-¡A navegar! A navegar lo más rápido posible hasta llegar al escondite- respondió Dollenz.
-De noche y contra el viento es una locura- dijo Valcarce.
-¿Tienen otra idea mejor? -preguntó Dollenz y como si su interrogante hubiera sido una orden, los tres subimos al bote.

Dollenz se acomodó al medio de la nave, junto a la caja fuerte. Valcarce lo hizo en la popa para maniobrar el timón del motor, y yo me acurruqué en la proa, sintiendo los golpes del viento en la espalda. Luego, a una orden de Dollenz, Valcarce hizo andar el motor y raudamente comenzamos a alejarnos del pueblo. En medio del mar, rodeado por la noche y el temporal, el bote semejaba una hoja de papel arrojada al cauce rabioso de un río. Una y otra vez enfrentaba las olas, hundía su proa en el agua y volvía a situarse sobre las olas, victorioso hasta el siguiente embate. Al cabo de una hora noté que era poco lo que habíamos logrado avanzar, como si una mano gigantesca nos hubiera mantenido sujetos a la costa. El bote se movía de un lado a otro, Dollenz se abrazaba a la caja y con ello se mantenía intacta la esperanza de terminar con éxito nuestro viaje.
-Es cosa de aguantar unas horas-dijo Valcarce-. La navegación será más fácil cuando amanezca y calme el viento.

Sin embargo, llegó la mañana y el temporal no amainó. En el horizonte sólo veíamos las olas que crecían y avanzaban, indiferentes al precario equilibrio de nuestra embarcación que era barrida por la furia del mar. El frío nos calaba los huesos. El agua se deslizaba por nuestros rostros, y sólo el saber que ya no podíamos volver atrás nos mantenía fiel a un horizonte que no podíamos ver, pero intuíamos al final de cada ola. En algún momento, Valcarce propuso regresar a tierra y Dollenz le dijo que eso no lo haría jamás, porque había salido de Puerto Natales para intentar otra vida y prefería morir entre las olas antes de enfrentar a la gente del pueblo. Valcarce no insistió y durante el resto del día se limitó a guiar la lancha. Al anochecer la situación seguía igual y casi no hablábamos entre nosotros. La sed y el hambre nos reprochaban la improvisación de nuestro plan. Valcarce lucía a cada rato más preocupado y Dollenz parecía ausente, como si sólo su cuerpo fuera dentro de la embarcación y sus pensamientos vagaran en medio de otro paisaje, más cálido y prometedor que el que nos envolvía.
-El maldito temporal no puede ser eterno -gritó Valcarce, y sus palabras llegaron a mi lado como el eco de un reclamo inútil.

Después el mar se cansó de jugar con nosotros y supe que el futuro era una frágil línea sobre el agua. Dollenz encendió un cigarrillo, pero apenas alcanzó a darle una calada antes de que una ráfaga de viento se lo arrebatara de los labios. El gringo maldijo en silencio y se abrazó a la caja fuerte, como si de ella hubiera podido brotar la tibieza que necesitaba para calentar sus huesos. Quise hacerle una pregunta que lo obligara a darme alguna palabra de aliento, pero comprendí que en ese instante el único diálogo posible era con el viento que parecía empeñado en castigarnos por nuestras faltas. Pensé que una vez recibida la parte del botín que me correspondía, viajaría lejos, a un sitio donde los recuerdos se hicieran borrosos. También pensé en la furia del mar y en lo que había dicho Valcarce sobre el corazón del mar. Me reí para mis adentros y me dije que la tormenta que nos asediaba era sólo una cosa de la mala suerte y que pronto, con la llegada del amanecer, los hechos de las últimas horas no me parecerían tan disparatados. Una maldición de Valcarce me sacó de mis pensamientos. Lo vi golpear el motor con una de sus manos y supuse que algo andaba mal. De pronto cesó el ruido del motor y junto con eso tuve la impresión de que el mar acentuaba su ira. Pregunté a Valcarce por lo que sucedía, y mis palabras fueron arrastradas por el viento.

En este punto la memoria me traiciona. Desde mi ventana miro el mar. Recuerdo y miro el mar. Pienso que hay situaciones que son absurdas, como vivir acumulando esperanzas para un momento determinado y que cuando éste llega tiene la fragilidad de un segundo, de una bocanada de humo frente al viento. Pensar en la caja fuerte, en el plan del gringo y en el mar como una gran puerta de escape nos mantuvo ilusionados durante muchas semanas. Dio un sentido a nuestras vidas y nos hizo olvidar que hasta el instante en que Dollenz nos metió la idea en la cabeza no éramos otra cosa que tres borrachines de un pueblo insignificante. Por eso no me importó que el viento se llevara mis palabras y pensé que el botín que transportábamos era nuestra posibilidad de tocar el cielo con las manos. Era preciso mantener la esperanza y confiar en el éxito del plan. Sin embargo, más tarde, cuando la desesperación se confundía con cada ola que nos azotaba, ocurrió lo inesperado. Todo fue tan breve y rápido que aún hoy me sorprendo de que aquello perdure en mis recuerdos. Valcarce se puso de pie y cuando intentaba tomar los remos que yacían en el fondo del bote, perdió equilibrio y su cuerpo fue a dar al mar, acompañado de un grito que fue tragado por la noche. La embarcación se meció peligrosamente. Miré al gringo Dollenz y lo vi estático, aferrado a la caja fuerte, sin saber que hacer. El bote se inclinó hacia un costado y como un animal herido que se resiste a seguir en pie, la caja de fondos se ladeó y lentamente, como si hubiera comprendido que en su interior anidaban nuestros sueños, cayó al mar. La caja flotó unos segundos, los suficientes para que Dollenz la viera alejarse y en un gesto tan inútil como suicida, se lanzara al agua tras de ella. El gringo braceó desesperadamente. Lo vi hundirse en una ola, y enseguida lo perdí de vista para siempre.

Al caer la caja al mar el bote comenzó a moverse de un lado a otro, y en mi desesperación sólo atiné a aferrarme a uno de sus maderos. Sentí venir las olas y como en mi infancia, intenté decir una oración. Una enorme masa de agua se dejó caer sobre el bote y lo último que sentí fue el dolor de mi cabeza al golpearse contra el agua. Después debí perder la conciencia y sólo desperté algunas horas más tarde. El mar se había calmado y mi rostro era picoteado por los rayos del sol. Sin remos, con su motor averiado y sin más carga que mi cuerpo, el bote navegaba al arbitrio de las olas. Quise gritar y no pude. Recosté la cabeza sobre mis brazos y, resignado, me dormí. Tres días más tarde me rescató una lancha de la Armada que andaba en misión de patrullaje. Los marinos me dieron de comer y me condujeron hasta el hospital del pueblo.

Al principio, nadie me relacionó con el robo, pero ciertas palabras que gritaba en mi delirio me delataron. Cuando desperté, junto a mi cama en el hospital, había un policía de guardia. Por él me enteré que el vecindario se había alborotado con la noticia del robo, que el guardia del frigorífico había muerto, y que tal cual lo imaginara el gringo Dollenz, durante varios días se había pensado que los responsables eran algunos de los turistas que visitaban el pueblo. Lo demás hace mucho tiempo que dejó de tener importancia. Los cuerpos de Dollenz y Valcarce nunca fueron encontrados y sobre la caja fuerte extraviada comenzaron a tejerse una serie de leyendas. Que habíamos alcanzado a dejarla en una isla, que nunca la sacamos del pueblo, que unos buzos centolleros la habían rescatado del fondo del mar. Fábulas, simples fábulas que durante algunos meses sirvieron para animar las conversaciones en los bares y las páginas del diario local. La verdad es que confesé mi participación en el robo antes que nadie me apremiara con sus preguntas. El resto, ya lo dije, es mirar el horizonte y pensar que alguna vez soñé tocar el cielo con las manos.



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