jueves, 12 de agosto de 2004

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Roberto Bolaño: Fragmento de Los detectives salvajes

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Clara Cabeza, Parque Hundido, México DF, octubre de 1995. Yo fui la secretaria de Octavio Paz. No saben ustedes el trabajo que tenía. Que si escribir cartas, que si localizar manuscritos ilocalizables, que si telefonear a los colaboradores de la revista, que si conseguir libros que ya sólo se encontraban en una o dos universidades norteamericanas. Al cabo de dos años de estar trabajando para don Octavio ya tenía una cefalalgia crónica que me atacaba a eso de las once de la mañana y no se me iba, por más aspirinas que tomara, hasta las seis de la tarde. Generalmente lo que a mí me gustaba era hacer las labores más propiamente de casa, como preparar el desayuno o ayudar a la sirvienta a preparar la comida. Ahí me lo pasaba bien y además era un descanso para mi mente torturada. Yo solía llegar a la casa a las siete de la mañana, a una hora en la que no hay atascos de tránsito y si los hay no son tan largos y terribles como en las horas punta, y preparaba café, té, naranjadas, un par de tostadas, un desayuno sencillito, y luego me iba con la bandeja hasta la habitación de don Octavio y le decía don Octavio, despierte, ya es un nuevo día. La primera en abrir los ojos, de todas maneras, era la señora María José y siempre su despertar era alegre, su voz surgía de la oscuridad y me decía: deja el desayuno en la mesita, Clara, y yo le decía buenos días, señora, ya es un nuevo día. Luego me iba a la cocina otra vez y me preparaba mi propio desayuno, algo ligerito como el de los señores, un café, una naranjada y una o dos tostadas con mermelada, y después me iba a la biblioteca y me ponía a trabajar.

..... No saben ustedes el titipuchal de cartas que recibía don Octavio y lo difícil que era clasificarlas. Como ya se imaginarán, le escribían de los cuatro puntos cardinales y gente de toda clase, desde otros premios Nobel como él hasta jóvenes poetas ingleses o italianos o franceses. No digo yo que don Octavio contestara todas sus cartas, más bien sólo contestaba un quince a un veinte por ciento de las que recibíamos, pero el resto de todas maneras había que clasificarlas y guardarlas, vaya a saber por qué, yo de buen gusto las hubiera arrojado a la basura. El sistema de clasificación, por otra parte, era sencillo, las separábamos por nacionalidades y cuando la nacionalidad no estaba clara (esto solía pasar en cartas que le escribían en español, inglés y francés) las separábamos por idiomas. A veces, mientras trabajaba en la correspondencia, yo me ponía a pensar en la jornada laboral de las secretarias de los cantantes de música melódica o popular o de rock y me preguntaba si ellas también tenían que lidiar con tantísimas cartas hasta en chino, con eso les digo todo. En esas ocasiones yo tenía que separar las cartas en un lotecito aparte que llamábamos marginalia excentricorum y que don Octavio revisaba una vez a la semana. Después, pero esto pasaba muy de tanto en tanto, me decía Clarita, coja el coche y váyase a ver a mi amigo Nagahiro. De acuerdo, don Octavio, le decía yo, pero el asunto no era tan fácil como lo pintaba él. Primero me pasaba la mañana telefoneando al tal Nagahiro y cuando por fin lo hallaba le decía don Nagahiro, tengo algunas cositas para que me las traduzca y él me daba una cita para un día de esa semana. A veces se las mandaba por correo o con un mensajero, pero cuando los papeles eran importantes, y eso lo notaba yo por la cara que ponía don Octavio, pues iba personalmente y no me movía de al lado del señor Nagahiro hasta que por lo menos me daba un resumen sucinto del contenido del papel o carta, resumen que yo anotaba en taquigrafía en mi libretita y que luego pasaba en limpio, imprimía y dejaba en el escritorio de don Octavio, en el extremo izquierdo, para que él si tenía a bien le echara una mirada y se sacara la curiosidad de encima.

..... Y luego estaba la correspondencia que don Octavio mandaba. Ahí sí que el trabajo era desquiciante, pues acostumbraba a escribir varias cartas a la semana, unas dieciséis más o menos, a los lugares más insospechados del mundo, algo que daba pasmo ver de cerca, pues una se preguntaba cómo ese hombre había hecho tantas amistades en sitios tan diversos e incluso diría antagónicos como Trietse y Sidney, Córdoba y Helsinki, Nápoles y Bocas del Toro (Panamá), Limoges y Nueva Delhi, Glasgow y Monterrey. Y para todos tenía una palabra de aliento o una reflexión de esas que se hacía como en voz alta y que, supongo, ponía al corresponsal a pensar y a darle vueltas a la cabeza. No voy a cometer la falta de desvelar lo que decía en sus cartas, sólo diré que hablaba más o menos de lo mismo que habla en sus ensayos y en sus poemas: de cosas bonitas, de cosas oscuras y de la otredad, que es algo en lo que yo he pensado mucho, supongo que como muchos intelectuales mexicanos, y que no he logrado averiguar de qué se trata. Otra de las cosas que yo hacía y muy a gusto era de enfermera, pues no por nada tengo un par de cursillos de primeros auxilios. Don Octavio ya por entonces no estaba muy sanote que digamos y tenía que medicarse cada día y como él siempre andaba pensando en sus cosas, pues se le olvidaba cuándo había que tomar las medicinas y al final se hacía un lío, que si ésta ya me la tomé al mediodía o si esta otra no me la tomé a las ocho de la mañana, en fin, un desorden con las pastillas al que, me enorgullezco de decir, yo puse fin, pues incluso me ocupé de que tomara con puntualidad alemana aquellas que debía tomar cuando yo no estaba en casa. Para tal menester lo llamaba por teléfono desde mi departamento o desde donde estuviera y le decía a la sirvienta ¿don Octavio ya se tomó las pastillas de las ocho? y la sirvienta iba a mirar y si las píldoras que yo le había dejado dispuestas en un envase de plástico aún estaban allí, pues yo le ordenaba: llévaselas y que se las tome. A veces no hablaba con la sirvienta sino con la señora, pero yo igual: ¿se tomó su medicina don Octavio?, y la señora María José se ponía a reír y me decía ay Clarisa, ella a veces me llamaba Clarisa, no sé por qué, al final vas a conseguir que me ponga celosa, y cuando la señora María José decía eso yo como que me ruborizaba y como que tenía miedo de que ella viera cómo me ruborizaba, tonta que es una, ¿cómo iba a verlo si estábamos hablando por teléfono?, pero igual seguía llamando e insistiendo en que se tomara sus medicamentos a su hora, porque si no sirven para nada, ¿verdad?

..... Otra de las cosas que hacía era preparar la agenda de don Octavio, llena de actividades sociales, que si fiestas o conferencias, que si invitaciones a inauguraciones de pintura, que si cumpleaños o doctorados honoris causa, la verdad es que de asistir a todos esos eventos el pobrecito no hubiera podido escribir ni una línea, no digo ya de sus ensayos, es que ni siquiera de sus poesías. Así que cuando le arreglaba la agenda él y la señora María José la examinaban con lupa e iban descartando cosas, yo a veces los observaba desde mi rinconcito y me decía para mí misma: muy bien, don Octavio, castíguelos con su indiferencia.

..... Y luego vino la época del Parque Hundido, un lugar que si quieren mi opinión no tiene el más mínimo interés, antes puede que sí, hoy está convertido en una selva donde campean los ladrones y los violadores, los teporochos y las mujeres de la mala vida.

..... La cosa sucedió así. Una mañana, yo acababa de llegar a la casa y aún no eran las ocho, me encontré a don Octavio levantado, esperándome en la cocina. Nada más verme me dijo: me va a hacer el favor de llevarme a tal parte, Clarita, en su carro de usted. ¿Qué le parece? Como si yo alguna vez me hubiera negado a hacer nada que él me hubiera pedido. Así que le dije: usted dirá adónde vamos, don Octavio. Pero él me hizo un gesto, sin decir nada, y salimos a la calle. Se acomodó a mi lado, en el coche, que dicho sea de paso sólo es un Volkswagen, o sea que no es muy cómodo. Cuando lo vi allí, sentado y con ese aire ausente, me dio un poco de pena por no tener un vehículo algo mejor que ofrecerle, aunque no le dije nada porque también pensé que si me disculpaba él lo podía interpretar como una especie de recriminación porque al final de cuentas era él quien me pagaba y si no tenía para un coche mejor se podía decir que también era por culpa suya, algo que jamás, ni en sueños, le he reprochado. Por lo tanto me quedé callada, disimulé lo mejor que pude y puse en marcha el motor. Las primeras calles las recorrimos al azar. Luego dimos una vuelta por Coyoacán y al final enfilamos por Insurgentes. Cuando apareció el Parque me ordenó que estacionara donde pudiera. Luego bajamos y don Octavio, tras echar una ojeada, se internó por el Parque que a esa hora no es que estuviera lleno, pero tampoco estaba vacío. Esto le debe traer algún recuerdo, pensé. A medida que caminábamos el Parque estaba más solo. Noté que el descuido o la desidia o la falta de medios o la más vil irresponsabilidad había deteriorado el parque hasta límites insospechables. Ya bien adentro del parque tomamos asiento en un banco y don Octavio se puso a contemplar las copas de los árboles o el cielo y luego murmuró algunas palabras que yo no entendí. Antes de salir había cogido las medicinas y una botellita de agua y como ya era hora de tomárselas aproveché que estábamos sentados y se las di. Don Octavio me miró como si me hubiera vuelto loca pero se tomó sin rechistar sus pastillas. Luego me dijo: quédese usted aquí, Clarita, y se levantó y se puso a caminar por un caminito de tierra seca con pinaza y yo lo obedecí. Se estaba bien allí, eso hay que reconocerlo, a veces, por otras sendas del parque, veía las figuras de sirvientas que acortaban camino o de estudiantes que habían decidido no ir a clases aquella mañana, el aire era respirable, aquel día la contaminación no sería tan grande, de tanto en tanto incluso creo que escuchaba el piar de un pajarito. Mientras tanto don Octavio caminaba. Caminaba en círculos cada vez más grandes y a veces se salía de la senda y pisaba la hierba, una hierba enferma de tanto ser pisoteada y que los jardineros ya ni debían de cuidar.

..... Entonces fue cuando vi a ese hombre. También caminaba en círculos y sus pasos seguían la misma senda, sólo que en sentido contrario, así que por fuerza tenía que cruzarse con don Octavio. Para mí, fue como una alarma en el pecho. Me levanté y puse en alerta todos mis músculos por si era necesario intervenir, no por nada hice un cursillo de kárate y judo hace unos años con el doctor Ken Takeshi, que en realidad se llamaba Jesús García Pedraza y había sido miembro de la policía federal. Pero no fue necesario: cuando el hombre se cruzó con don Octavio ni siquiera levantó la cabeza. Así que me quedé inmóvil y vi lo siguiente: don Octavio, al cruzarse con el hombre, se detuvo y se quedó como pensativo, luego hizo el ademán de seguir andando, pero esta vez ya no iba tan al azar o tan despreocupado como hacía unos minutos sino que más bien iba como calculando el momento en que ambas trayectorias, la suya y la del desconocido, iban a volver a cruzarse. Y cuando una vez más el desconocido pasó al lado de don Octavio, éste se giró y se lo quedó mirando con verdadera curiosidad. El desconocido también miró a don Octavio y yo diría que lo reconoció, algo que por lo demás no tiene nada de raro, todo el mundo, y cuando digo todo el mundo digo literalmente todo el mundo, lo conoce. Cuando volvimos a casa el ánimo de don Octavio había variado notablemente. Estaba más vivaracho, con más energía, como si el largo paseo matinal lo hubiera fortalecido. Recuerdo que en un momento del viaje recitó unos versos y él dijo un nombre, sería el nombre de un poeta inglés, lo olvidé, y luego como para cambiar de tema me preguntó por qué había estado yo tan nerviosa y me acuerdo que al principio no le contesté, tal vez sólo exclamara ay, don Octavio, y luego le expliqué que el Parque Hundido no era precisamente una zona tranquila, un lugar donde uno pudiera pasear y meditar sin temor a ser asaltado por desalmados. Y entonces don Octavio me miró y me dijo con una voz que salía como del corazón de un lobo: a mí no me asalta ni el presidente de la República. Y lo dijo con tanta seguridad que yo le creí y preferí no decir nada más.

..... Al día siguiente, al llegar a casa, don Octavio ya me estaba esperando. Salimos sin decirnos nada y yo conduje, ingenua de mí, hacia Coyoacán, pero cuando don Octavio se dio cuenta me dijo que pusiera rumbo al Parque Hundido sin otra dilación. La historia se repitió. Don Octavio me dejó sentada en un banco y se puso a pasear en círculos por el mismo sitio que el día anterior. Antes yo le di sus medicinas y él se las tomó sin mayores comentarios. Poco después apareció el hombre que también paseaba. Cuando lo vio don Octavio no pudo evitar mirarme desde la distancia como diciéndome: ya ve, Clarita, yo nunca hago nada por nada. El desconocido también me miró y luego miró a don Octavio y por un segundo me pareció que dudaba, que sus pasos se volvían más inseguros, más dubitativos. Pero no se echó para atrás, como llegué a temer, y él y don Octavio volvieron a caminar y volvieron a cruzarse y cada vez que se cruzaban levantaban la vista del suelo y se miraban a la cara y yo me di cuenta que los dos iban al principio como muy alertas el uno del otro, pero a la tercera vuelta ya iban muy reconcentrados y ya para entonces ni siquiera se miraban al cruzarse. Y yo creo que fue entonces que se me ocurrió que ninguno de los dos hablaba, digo, que ninguno de los dos murmuraba palabras, sino números, que los dos iban contando, yo no sé si sus pasos, que es lo más lógico que se me ocurre ahora, pero sí algo parecido, números al azar, tal vez, sumas o restas, multiplicaciones o divisiones. Cuando nos marchamos don Octavio estaba bastante cansado. Le brillaban los ojos, esos ojos tan bonitos que tiene, pero por lo demás parecía como si hubiera hecho una carrera. Les confieso que por un momento me preocupé y me pareció que si le pasaba algo la culpa sería mía. Me imaginé a don Octavio con un ataque al corazón, me lo imaginé muerto y luego imaginé a todos los escritores de México que tanto lo quieren (en especial los poetas) rodeándome en la sala de visitas de la clínica en donde don Octavio suele hacerse los chequeos médicos y preguntándome con miradas francamente hostiles que qué diablos le había hecho yo al único premio Nobel mexicano, que cómo era que don Octavio había sido encontrado tirado en el Parque Hundido, un lugar tan poco poético y tan ajeno, por otra parte, a los itinerarios urbanos de mi jefe. Y en mi imaginación yo no sabía qué respuesta darles, salvo decir la verdad, que por otra parte yo sabía que no iba a convencerlos y entonces para qué decirla, mejor quedarme callada, y en ésas estaba, conduciendo por las avenidas cada día más insoportables del DF e imaginándome inmersa en situaciones llenas de palabra acusatorias y de recriminación, cuando escuché que don Octavio me decía vamos a la universidad, Clarita, que tengo que hacer una consulta con un amigo. Y aunque en ese momento vi a don Octavio tan normal como siempre, tan dueño de sí mismo como siempre, la verdad es que yo ya no pude quitarme del pecho la espinita de la inquietud, el peso de una premonición más bien negra. Máxime cuando a eso de las cinco de la tarde don Octavio me llamó a su biblioteca y me dijo que hiciera una lista de los poetas mexicanos nacidos digamos a partir de 1950, una petición no más rara que otras, es cierto, pero dada la historia en la que estábamos embarcados, turbadora en grado extremo. Yo creo que don Octavio se dio cuenta de mi inquietud, nada difícil por otra parte, pues me temblaban las manos y me sentía como un pajarito en medio de una tormenta. Media hora después volvió a llamarme y cuando yo acudí me miró a los ojos y me preguntó si confiaba en él. Qué pregunta, don Octavio, le dije, qué cosas se le ocurren. Y él, como si no me oyera, me repitió la pregunta. Claro que sí, le dije, confió en usted más que en nadie. Entonces él me dijo: de lo que yo te diga aquí y de lo que has visto y de lo que veas mañana, ni una palabra a nadie. ¿Estamos? Se lo juro por mi madre que en paz descanse, le dije yo. Y él entonces hizo un gesto como si espantara moscas y dijo a ese muchacho yo lo conozco. ¿Ah, sí?, dije yo. Y él dijo: hace muchos años Clarita, un grupo de energúmenos de la extrema izquierda planearon secuestrarme. No me diga, don Octavio, dije yo y me puse a temblar otra vez. Pues sí, dijo él, son las vicisitudes a las que se expone todo hombre público, Clarita, deje de temblar, vaya a servirse un whisky o lo que sea, pero tranquilícese. ¿Y ese hombre es uno de aquellos terroristas?, dije yo. Me parece que sí, dijo él. ¿Y a santo de qué lo querían secuestrar, don Octavio?, dije yo. Eso es un misterio, dijo él, tal vez estaban dolidos porque no les hacía caso. Es posible, dije yo, la gente acumula mucho rencor gratuito. Pero tal vez la cosa no iba por ahí, tal vez sólo se trataba de una broma. Vaya bromita, dije yo. Lo cierto es que nunca intentaron el secuestro, dijo él, pero lo anunciaron a bombo y platillo, y así llegó a mis oídos. ¿Y cuando usted lo supo, qué hizo?, dije yo. Nada, Clarita, me reí un poco y luego los olvidé para siempre, dijo él.

..... A la mañana siguiente volvimos al Parque Hundido. Yo había pasado una mala noche, mitad insomne y mitad atacada de los nervios que ni siquiera la lectura balsámica de Amado Nervo había podido mitigar (entre paréntesis, yo a don Octavio nunca le decía que leía a Amado Nervo sino a don Carlos Pellicer o a don José Gorostiza, a quienes por supuesto he leído, pero ya me dirán a mí de qué sirve leer la poesía de Pellicer o Gorostiza cuando lo que una quiere es tranquilizarse, en el mejor de los casos dormirse, la verdad es que en esos casos así lo mejor es no leer nada, ni siquiera a Amado Nervo, sino ver la televisión, y a más tonto sea el programa mejor), y tenía unas ojeras enormes que el maquillaje no podía disimular y hasta la voz la tenía un poco ronca, como si por la noche hubiera fumado un paquete de cigarrillos o hubiera bebido demasiado o algo parecido. Pero don Octavio no se dio cuenta de nada y se subió al Volkswagen y partimos para el Parque Hundido, sin decirnos nada, como si toda nuestra vida hubiéramos estado haciendo lo mismo, que era precisamente una de las cosas que más me crispaba los nervios, esa facilidad del ser humano para adaptarse de pronto a lo que sea. Es decir: si yo me ponía a pensar calmadamente, como debe de ser, y me decía que habíamos ido al Parque Hundido, sólo dos veces, y que aquella era la tercera visita, bueno, me costaba creerlo, porque de verdad parecía que hubiéramos ido muchas más veces, y si admitía que sólo habíamos ido dos veces, pues resultaba peor, porque entonces me daban ganas de gritar o de estrellarme con mi Volkswagen contra algún muro, por lo que tenía que dominarme y concentrarme en el volante y no pensar en el Parque Hundido ni en aquel desconocido que lo visitaba a la misma hora que nosotros. En pocas palabras, esa mañana yo no sólo estaba ojerosa y demacrada sino que además estaba irracionalmente afectada. Ahora bien, lo que pasó aquella mañana, en contra de mis previsiones, fue bien diferente.

..... Llegamos al Parque Hundido. Eso está claro. Nos internamos en el parque y nos sentamos en el mismo banco de siempre, al amparo de un árbol grande y frondoso aunque yo supongo que igual de enfermo que todos los árboles del DF. Y entonces don Octavio, en vez de dejarme sola en el banco como había sucedido en las ocasiones precedentes, me preguntó si había realizado su encargo del día anterior y yo le dije que sí, don Octavio, hice una lista con muchísimos nombres y él se sonrío y me preguntó si había memorizado esos nombres y yo lo miré como preguntándole si me estaba tomando el pelo o no y saqué la lista de mi bolso y se la mostré y él dijo: Clarita, averigüe quién es ese muchacho. Eso fue lo que me dijo. Y yo me levanté como una idiota y me puse a esperar al desconocido y para entretener la espera me puse a caminar hasta que me di cuenta que estaba repitiendo el trayecto de don Octavio en los días precedentes y entonces me quedé inmóvil, sin atreverme a mirarlo, con la vista clavada en el lugar por donde debía aparecer el desconocido cuya identidad debía averiguar. Y el desconocido apareció, a la misma hora que las dos veces anteriores, y se puso a pasear. Y entonces yo ya no quise dilatar más el asunto y lo abordé y le pregunté quién era y él dijo soy Ulises Lima, poeta real visceralista, el penúltimo poeta real visceralista que queda en México, tal cual, y la verdad, qué quieren que les diga, su nombre no me sonaba de nada, aunque la noche anterior, por orden de don Octavio, había estado consultando índices de más de diez antologías de poesía reciente y no tan reciente, entre ellas la famosa antología de Zarco en donde están censados más de quinientos poetas jóvenes. Pero su nombre no me sonaba para nada. Y entonces le dije: ¿sabe usted quién es el señor que está sentado allí? Y el dijo: sí, lo sé. Y yo le dije (debía asegurarme): ¿quién? Y el dijo: es Octavio Paz. Y yo le dije: ¿quiere venir a sentarse con el un ratito? Y él se encogió de hombros o hizo un gesto parecido que interpreté como afirmación y ambos nos encaminamos al banco desde donde don Octavio seguía interesadísimo todos nuestros movimientos. Al llegar junto a él me pareció que no estaría de más hacer una presentación formal, así que dije: don Octavio Paz, el poeta real visceralista Ulises Lima. Y entonces don Octavio, al tiempo que invitaba al tal Lima a tomar asiento, dijo: real visceralista, real visceralista (como si el nombre le sonara a lago), ¿no fue ése el grupo poético de Cesárea Tinajero? Y el tal Lima se sentó junto a don Octavio y suspiró o hizo un ruido raro con los pulmones y dijo sí, así se llamaba el grupo de Cesárea Tinajero. Durante un minuto o algo así estuvieron callados, mirándose. Un minuto bastante insoportable, si he de ser sincera. A lo lejos, bajo unos arbustos, vi aparecer a dos vagabundos. Creo que me puse un poco nerviosa y eso me hizo tener la mala ocurrencia de preguntarle a don Octavio que grupo era ése y si él los había conocido. Lo mismo hubiera podido hacer un comentario sobre el tiempo. Y entonces don Octavio me miró con esos ojos tan bonitos que tiene y me dijo Clarita, para cuando los real visceralitas yo apenas tenía diez años, esto ocurrió allá por 1924, ¿no?, dijo dirigiéndose al tal Lima. Y éste dijo sí, más o menos, por los años veinte, pero lo dijo con tanta tristeza en la voz, con tanta... emoción, o sentimiento, que yo pensé que nunca más iba a escuchar una voz más triste. Creo que hasta me mareé. Los ojos de don Octavio y la voz del desconocido y la mañana y el Parque Hundido, un lugar tan vulgar, ¿verdad?, tan deteriorado, me hirieron, no sé de qué manera, en lo más hondo. Así que los dejé que conversaran tranquilos y me alejé unos cuantos metros, hasta el banco más próximo, con la excusa de que debía estudiar la agenda del día, y de paso me llevé la lista que había hecho con los nombres de la s últimas generaciones de poetas mexicanos y la repasé del primero hasta el último, no estaba en ninguna parte Ulises Lima, puedo asegurarlo. ¿Cuánto rato conversaron? No mucho. Desde donde yo estaba se adivinaba, eso sí, que fue una conversación distendida, serena, tolerante. Después el poeta Ulises Lima se levantó, le estrechó la mano a don Octavio y se marchó. Lo vi alejarse en dirección a una de las salidas del parque. Los vagabundos que había visto en los matorrales y que ahora eran tres se acercaban a nosotros. Vámonos, Clarita, oí que me decía don Octavio.

..... Al día siguiente, tal como esperaba, nos fuimos al Parque Hundido. Don Octavio se levantó a las diez de la mañana y estuvo preparando un artículo que debía publicar en el próximo número de su revista. En algún momento me entraron ganas de preguntarle más cosas sobre nuestra pequeña aventura de tres días, pero algo en mi interior (mi sentido común, probablemente) me hizo desistir de la idea. La cosas habían ocurrido tal como habían ocurrido y si yo, que era el único testigo, no sabía lo que había pasado, lo mejor era que siguiera en la ignorancia. Una semana después, aproximadamente, él se marchó con la señora para una serie de conferencias que debía pronunciar en una universidad norteamericana. Yo, por supuesto, no los acompañé. Una mañana, cuando él aún no había regresado, fui al Parque Hundido con la esperanza o con el temor de ver aparecer otra vez a Ulises Lima. Esta vez la única diferencia fue que no me puse a la vista de nadie sino más bien oculta tras unos arbustos, con una visión perfecta, eso sí, del claro en donde se encontraron por primera vez don Octavio y el desconocido. Los primeros minutos de espera mi corazón iba a cien. Estaba helada y sin embargo, al tocarme las mejillas la impresión que tenía era que de un momento a otro la cara me iba a explotar. Después vino la desilusión y cuando me marché del parque, a eso de las diez de la mañana, podría afirmarse que incluso me sentía feliz, aunque no me pregunten por qué pues no sabría decirlo.







Comments

1 comments to "Roberto Bolaño: Fragmento de Los detectives salvajes"

Anónimo dijo...
14:10

bnisima de lo mejor q he leido, altamente recomendada, its a must

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