Clara Cabeza, Parque Hundido, México DF, octubre de 1995. Yo
fui la secretaria de Octavio Paz. No saben ustedes el trabajo que tenía. Que si
escribir cartas, que si localizar manuscritos ilocalizables, que si telefonear
a los colaboradores de la revista, que si conseguir libros que ya sólo se
encontraban en una o dos universidades norteamericanas. Al cabo de dos años de
estar trabajando para don Octavio ya tenía una cefalalgia crónica que me
atacaba a eso de las once de la mañana y no se me iba, por más aspirinas que
tomara, hasta las seis de la tarde. Generalmente lo que a mí me gustaba era
hacer las labores más propiamente de casa, como preparar el desayuno o ayudar a
la sirvienta a preparar la comida. Ahí me lo pasaba bien y además era un
descanso para mi mente torturada. Yo solía llegar a la casa a las siete de la
mañana, a una hora en la que no hay atascos de tránsito y si los hay no son tan
largos y terribles como en las horas punta, y preparaba café, té, naranjadas,
un par de tostadas, un desayuno sencillito, y luego me iba con la bandeja hasta
la habitación de don Octavio y le decía don Octavio, despierte, ya es un nuevo
día. La primera en abrir los ojos, de todas maneras, era la señora María José y
siempre su despertar era alegre, su voz surgía de la oscuridad y me decía: deja
el desayuno en la mesita, Clara, y yo le decía buenos días, señora, ya es un
nuevo día. Luego me iba a la cocina otra vez y me preparaba mi propio desayuno,
algo ligerito como el de los señores, un café, una naranjada y una o dos
tostadas con mermelada, y después me iba a la biblioteca y me ponía a trabajar.
..... No saben ustedes el titipuchal de cartas que recibía
don Octavio y lo difícil que era clasificarlas. Como ya se imaginarán, le
escribían de los cuatro puntos cardinales y gente de toda clase, desde otros
premios Nobel como él hasta jóvenes poetas ingleses o italianos o franceses. No
digo yo que don Octavio contestara todas sus cartas, más bien sólo contestaba
un quince a un veinte por ciento de las que recibíamos, pero el resto de todas
maneras había que clasificarlas y guardarlas, vaya a saber por qué, yo de buen
gusto las hubiera arrojado a la basura. El sistema de clasificación, por otra
parte, era sencillo, las separábamos por nacionalidades y cuando la
nacionalidad no estaba clara (esto solía pasar en cartas que le escribían en
español, inglés y francés) las separábamos por idiomas. A veces, mientras
trabajaba en la correspondencia, yo me ponía a pensar en la jornada laboral de
las secretarias de los cantantes de música melódica o popular o de rock y me
preguntaba si ellas también tenían que lidiar con tantísimas cartas hasta en
chino, con eso les digo todo. En esas ocasiones yo tenía que separar las cartas
en un lotecito aparte que llamábamos marginalia excentricorum y que don Octavio
revisaba una vez a la semana. Después, pero esto pasaba muy de tanto en tanto,
me decía Clarita, coja el coche y váyase a ver a mi amigo Nagahiro. De acuerdo,
don Octavio, le decía yo, pero el asunto no era tan fácil como lo pintaba él. Primero
me pasaba la mañana telefoneando al tal Nagahiro y cuando por fin lo hallaba le
decía don Nagahiro, tengo algunas cositas para que me las traduzca y él me daba
una cita para un día de esa semana. A veces se las mandaba por correo o con un
mensajero, pero cuando los papeles eran importantes, y eso lo notaba yo por la
cara que ponía don Octavio, pues iba personalmente y no me movía de al lado del
señor Nagahiro hasta que por lo menos me daba un resumen sucinto del contenido
del papel o carta, resumen que yo anotaba en taquigrafía en mi libretita y que
luego pasaba en limpio, imprimía y dejaba en el escritorio de don Octavio, en
el extremo izquierdo, para que él si tenía a bien le echara una mirada y se
sacara la curiosidad de encima.
..... Y luego estaba la correspondencia que don Octavio
mandaba. Ahí sí que el trabajo era desquiciante, pues acostumbraba a escribir
varias cartas a la semana, unas dieciséis más o menos, a los lugares más
insospechados del mundo, algo que daba pasmo ver de cerca, pues una se
preguntaba cómo ese hombre había hecho tantas amistades en sitios tan diversos
e incluso diría antagónicos como Trietse y Sidney, Córdoba y Helsinki, Nápoles
y Bocas del Toro (Panamá), Limoges y Nueva Delhi, Glasgow y Monterrey. Y para
todos tenía una palabra de aliento o una reflexión de esas que se hacía como en
voz alta y que, supongo, ponía al corresponsal a pensar y a darle vueltas a la
cabeza. No voy a cometer la falta de desvelar lo que decía en sus cartas, sólo
diré que hablaba más o menos de lo mismo que habla en sus ensayos y en sus
poemas: de cosas bonitas, de cosas oscuras y de la otredad, que es algo en lo
que yo he pensado mucho, supongo que como muchos intelectuales mexicanos, y que
no he logrado averiguar de qué se trata. Otra de las cosas que yo hacía y muy a
gusto era de enfermera, pues no por nada tengo un par de cursillos de primeros
auxilios. Don Octavio ya por entonces no estaba muy sanote que digamos y tenía
que medicarse cada día y como él siempre andaba pensando en sus cosas, pues se
le olvidaba cuándo había que tomar las medicinas y al final se hacía un lío,
que si ésta ya me la tomé al mediodía o si esta otra no me la tomé a las ocho
de la mañana, en fin, un desorden con las pastillas al que, me enorgullezco de
decir, yo puse fin, pues incluso me ocupé de que tomara con puntualidad alemana
aquellas que debía tomar cuando yo no estaba en casa. Para tal menester lo
llamaba por teléfono desde mi departamento o desde donde estuviera y le decía a
la sirvienta ¿don Octavio ya se tomó las pastillas de las ocho? y la sirvienta
iba a mirar y si las píldoras que yo le había dejado dispuestas en un envase de
plástico aún estaban allí, pues yo le ordenaba: llévaselas y que se las tome. A
veces no hablaba con la sirvienta sino con la señora, pero yo igual: ¿se tomó
su medicina don Octavio?, y la señora María José se ponía a reír y me decía ay
Clarisa, ella a veces me llamaba Clarisa, no sé por qué, al final vas a
conseguir que me ponga celosa, y cuando la señora María José decía eso yo como
que me ruborizaba y como que tenía miedo de que ella viera cómo me ruborizaba,
tonta que es una, ¿cómo iba a verlo si estábamos hablando por teléfono?, pero
igual seguía llamando e insistiendo en que se tomara sus medicamentos a su
hora, porque si no sirven para nada, ¿verdad?
..... Otra de las cosas que hacía era preparar la agenda de
don Octavio, llena de actividades sociales, que si fiestas o conferencias, que
si invitaciones a inauguraciones de pintura, que si cumpleaños o doctorados
honoris causa, la verdad es que de asistir a todos esos eventos el pobrecito no
hubiera podido escribir ni una línea, no digo ya de sus ensayos, es que ni
siquiera de sus poesías. Así que cuando le arreglaba la agenda él y la señora
María José la examinaban con lupa e iban descartando cosas, yo a veces los
observaba desde mi rinconcito y me decía para mí misma: muy bien, don Octavio,
castíguelos con su indiferencia.
..... Y luego vino la época del Parque Hundido, un lugar que
si quieren mi opinión no tiene el más mínimo interés, antes puede que sí, hoy
está convertido en una selva donde campean los ladrones y los violadores, los
teporochos y las mujeres de la mala vida.
..... La cosa sucedió así. Una mañana, yo acababa de llegar
a la casa y aún no eran las ocho, me encontré a don Octavio levantado,
esperándome en la cocina. Nada más verme me dijo: me va a hacer el favor de
llevarme a tal parte, Clarita, en su carro de usted. ¿Qué le parece? Como si yo
alguna vez me hubiera negado a hacer nada que él me hubiera pedido. Así que le
dije: usted dirá adónde vamos, don Octavio. Pero él me hizo un gesto, sin decir
nada, y salimos a la calle. Se acomodó a mi lado, en el coche, que dicho sea de
paso sólo es un Volkswagen, o sea que no es muy cómodo. Cuando lo vi allí,
sentado y con ese aire ausente, me dio un poco de pena por no tener un vehículo
algo mejor que ofrecerle, aunque no le dije nada porque también pensé que si me
disculpaba él lo podía interpretar como una especie de recriminación porque al
final de cuentas era él quien me pagaba y si no tenía para un coche mejor se
podía decir que también era por culpa suya, algo que jamás, ni en sueños, le he
reprochado. Por lo tanto me quedé callada, disimulé lo mejor que pude y puse en
marcha el motor. Las primeras calles las recorrimos al azar. Luego dimos una
vuelta por Coyoacán y al final enfilamos por Insurgentes. Cuando apareció el
Parque me ordenó que estacionara donde pudiera. Luego bajamos y don Octavio,
tras echar una ojeada, se internó por el Parque que a esa hora no es que
estuviera lleno, pero tampoco estaba vacío. Esto le debe traer algún recuerdo,
pensé. A medida que caminábamos el Parque estaba más solo. Noté que el descuido
o la desidia o la falta de medios o la más vil irresponsabilidad había
deteriorado el parque hasta límites insospechables. Ya bien adentro del parque
tomamos asiento en un banco y don Octavio se puso a contemplar las copas de los
árboles o el cielo y luego murmuró algunas palabras que yo no entendí. Antes de
salir había cogido las medicinas y una botellita de agua y como ya era hora de
tomárselas aproveché que estábamos sentados y se las di. Don Octavio me miró
como si me hubiera vuelto loca pero se tomó sin rechistar sus pastillas. Luego
me dijo: quédese usted aquí, Clarita, y se levantó y se puso a caminar por un
caminito de tierra seca con pinaza y yo lo obedecí. Se estaba bien allí, eso
hay que reconocerlo, a veces, por otras sendas del parque, veía las figuras de
sirvientas que acortaban camino o de estudiantes que habían decidido no ir a
clases aquella mañana, el aire era respirable, aquel día la contaminación no
sería tan grande, de tanto en tanto incluso creo que escuchaba el piar de un
pajarito. Mientras tanto don Octavio caminaba. Caminaba en círculos cada vez
más grandes y a veces se salía de la senda y pisaba la hierba, una hierba
enferma de tanto ser pisoteada y que los jardineros ya ni debían de cuidar.
..... Entonces fue cuando vi a ese hombre. También caminaba
en círculos y sus pasos seguían la misma senda, sólo que en sentido contrario,
así que por fuerza tenía que cruzarse con don Octavio. Para mí, fue como una
alarma en el pecho. Me levanté y puse en alerta todos mis músculos por si era
necesario intervenir, no por nada hice un cursillo de kárate y judo hace unos
años con el doctor Ken Takeshi, que en realidad se llamaba Jesús García Pedraza
y había sido miembro de la policía federal. Pero no fue necesario: cuando el
hombre se cruzó con don Octavio ni siquiera levantó la cabeza. Así que me quedé
inmóvil y vi lo siguiente: don Octavio, al cruzarse con el hombre, se detuvo y
se quedó como pensativo, luego hizo el ademán de seguir andando, pero esta vez
ya no iba tan al azar o tan despreocupado como hacía unos minutos sino que más
bien iba como calculando el momento en que ambas trayectorias, la suya y la del
desconocido, iban a volver a cruzarse. Y cuando una vez más el desconocido pasó
al lado de don Octavio, éste se giró y se lo quedó mirando con verdadera
curiosidad. El desconocido también miró a don Octavio y yo diría que lo
reconoció, algo que por lo demás no tiene nada de raro, todo el mundo, y cuando
digo todo el mundo digo literalmente todo el mundo, lo conoce. Cuando volvimos
a casa el ánimo de don Octavio había variado notablemente. Estaba más
vivaracho, con más energía, como si el largo paseo matinal lo hubiera
fortalecido. Recuerdo que en un momento del viaje recitó unos versos y él dijo
un nombre, sería el nombre de un poeta inglés, lo olvidé, y luego como para
cambiar de tema me preguntó por qué había estado yo tan nerviosa y me acuerdo
que al principio no le contesté, tal vez sólo exclamara ay, don Octavio, y
luego le expliqué que el Parque Hundido no era precisamente una zona tranquila,
un lugar donde uno pudiera pasear y meditar sin temor a ser asaltado por
desalmados. Y entonces don Octavio me miró y me dijo con una voz que salía como
del corazón de un lobo: a mí no me asalta ni el presidente de la República. Y
lo dijo con tanta seguridad que yo le creí y preferí no decir nada más.
..... Al día siguiente, al llegar a casa, don Octavio ya me
estaba esperando. Salimos sin decirnos nada y yo conduje, ingenua de mí, hacia
Coyoacán, pero cuando don Octavio se dio cuenta me dijo que pusiera rumbo al
Parque Hundido sin otra dilación. La historia se repitió. Don Octavio me dejó
sentada en un banco y se puso a pasear en círculos por el mismo sitio que el
día anterior. Antes yo le di sus medicinas y él se las tomó sin mayores comentarios.
Poco después apareció el hombre que también paseaba. Cuando lo vio don Octavio
no pudo evitar mirarme desde la distancia como diciéndome: ya ve, Clarita, yo
nunca hago nada por nada. El desconocido también me miró y luego miró a don
Octavio y por un segundo me pareció que dudaba, que sus pasos se volvían más
inseguros, más dubitativos. Pero no se echó para atrás, como llegué a temer, y
él y don Octavio volvieron a caminar y volvieron a cruzarse y cada vez que se
cruzaban levantaban la vista del suelo y se miraban a la cara y yo me di cuenta
que los dos iban al principio como muy alertas el uno del otro, pero a la
tercera vuelta ya iban muy reconcentrados y ya para entonces ni siquiera se
miraban al cruzarse. Y yo creo que fue entonces que se me ocurrió que ninguno
de los dos hablaba, digo, que ninguno de los dos murmuraba palabras, sino
números, que los dos iban contando, yo no sé si sus pasos, que es lo más lógico
que se me ocurre ahora, pero sí algo parecido, números al azar, tal vez, sumas
o restas, multiplicaciones o divisiones. Cuando nos marchamos don Octavio
estaba bastante cansado. Le brillaban los ojos, esos ojos tan bonitos que
tiene, pero por lo demás parecía como si hubiera hecho una carrera. Les
confieso que por un momento me preocupé y me pareció que si le pasaba algo la
culpa sería mía. Me imaginé a don Octavio con un ataque al corazón, me lo
imaginé muerto y luego imaginé a todos los escritores de México que tanto lo
quieren (en especial los poetas) rodeándome en la sala de visitas de la clínica
en donde don Octavio suele hacerse los chequeos médicos y preguntándome con
miradas francamente hostiles que qué diablos le había hecho yo al único premio
Nobel mexicano, que cómo era que don Octavio había sido encontrado tirado en el
Parque Hundido, un lugar tan poco poético y tan ajeno, por otra parte, a los
itinerarios urbanos de mi jefe. Y en mi imaginación yo no sabía qué respuesta
darles, salvo decir la verdad, que por otra parte yo sabía que no iba a
convencerlos y entonces para qué decirla, mejor quedarme callada, y en ésas
estaba, conduciendo por las avenidas cada día más insoportables del DF e
imaginándome inmersa en situaciones llenas de palabra acusatorias y de
recriminación, cuando escuché que don Octavio me decía vamos a la universidad, Clarita,
que tengo que hacer una consulta con un amigo. Y aunque en ese momento vi a don
Octavio tan normal como siempre, tan dueño de sí mismo como siempre, la verdad
es que yo ya no pude quitarme del pecho la espinita de la inquietud, el peso de
una premonición más bien negra. Máxime cuando a eso de las cinco de la tarde
don Octavio me llamó a su biblioteca y me dijo que hiciera una lista de los
poetas mexicanos nacidos digamos a partir de 1950, una petición no más rara que
otras, es cierto, pero dada la historia en la que estábamos embarcados,
turbadora en grado extremo. Yo creo que don Octavio se dio cuenta de mi
inquietud, nada difícil por otra parte, pues me temblaban las manos y me sentía
como un pajarito en medio de una tormenta. Media hora después volvió a llamarme
y cuando yo acudí me miró a los ojos y me preguntó si confiaba en él. Qué
pregunta, don Octavio, le dije, qué cosas se le ocurren. Y él, como si no me
oyera, me repitió la pregunta. Claro que sí, le dije, confió en usted más que
en nadie. Entonces él me dijo: de lo que yo te diga aquí y de lo que has visto
y de lo que veas mañana, ni una palabra a nadie. ¿Estamos? Se lo juro por mi
madre que en paz descanse, le dije yo. Y él entonces hizo un gesto como si
espantara moscas y dijo a ese muchacho yo lo conozco. ¿Ah, sí?, dije yo. Y él
dijo: hace muchos años Clarita, un grupo de energúmenos de la extrema izquierda
planearon secuestrarme. No me diga, don Octavio, dije yo y me puse a temblar
otra vez. Pues sí, dijo él, son las vicisitudes a las que se expone todo hombre
público, Clarita, deje de temblar, vaya a servirse un whisky o lo que sea, pero
tranquilícese. ¿Y ese hombre es uno de aquellos terroristas?, dije yo. Me
parece que sí, dijo él. ¿Y a santo de qué lo querían secuestrar, don Octavio?,
dije yo. Eso es un misterio, dijo él, tal vez estaban dolidos porque no les
hacía caso. Es posible, dije yo, la gente acumula mucho rencor gratuito. Pero
tal vez la cosa no iba por ahí, tal vez sólo se trataba de una broma. Vaya
bromita, dije yo. Lo cierto es que nunca intentaron el secuestro, dijo él, pero
lo anunciaron a bombo y platillo, y así llegó a mis oídos. ¿Y cuando usted lo
supo, qué hizo?, dije yo. Nada, Clarita, me reí un poco y luego los olvidé para
siempre, dijo él.
..... A la mañana siguiente volvimos al Parque Hundido. Yo
había pasado una mala noche, mitad insomne y mitad atacada de los nervios que
ni siquiera la lectura balsámica de Amado Nervo había podido mitigar (entre
paréntesis, yo a don Octavio nunca le decía que leía a Amado Nervo sino a don
Carlos Pellicer o a don José Gorostiza, a quienes por supuesto he leído, pero
ya me dirán a mí de qué sirve leer la poesía de Pellicer o Gorostiza cuando lo
que una quiere es tranquilizarse, en el mejor de los casos dormirse, la verdad
es que en esos casos así lo mejor es no leer nada, ni siquiera a Amado Nervo,
sino ver la televisión, y a más tonto sea el programa mejor), y tenía unas
ojeras enormes que el maquillaje no podía disimular y hasta la voz la tenía un
poco ronca, como si por la noche hubiera fumado un paquete de cigarrillos o
hubiera bebido demasiado o algo parecido. Pero don Octavio no se dio cuenta de
nada y se subió al Volkswagen y partimos para el Parque Hundido, sin decirnos
nada, como si toda nuestra vida hubiéramos estado haciendo lo mismo, que era
precisamente una de las cosas que más me crispaba los nervios, esa facilidad
del ser humano para adaptarse de pronto a lo que sea. Es decir: si yo me ponía
a pensar calmadamente, como debe de ser, y me decía que habíamos ido al Parque
Hundido, sólo dos veces, y que aquella era la tercera visita, bueno, me costaba
creerlo, porque de verdad parecía que hubiéramos ido muchas más veces, y si
admitía que sólo habíamos ido dos veces, pues resultaba peor, porque entonces
me daban ganas de gritar o de estrellarme con mi Volkswagen contra algún muro,
por lo que tenía que dominarme y concentrarme en el volante y no pensar en el
Parque Hundido ni en aquel desconocido que lo visitaba a la misma hora que
nosotros. En pocas palabras, esa mañana yo no sólo estaba ojerosa y demacrada
sino que además estaba irracionalmente afectada. Ahora bien, lo que pasó
aquella mañana, en contra de mis previsiones, fue bien diferente.
..... Llegamos al Parque Hundido. Eso está claro. Nos
internamos en el parque y nos sentamos en el mismo banco de siempre, al amparo
de un árbol grande y frondoso aunque yo supongo que igual de enfermo que todos
los árboles del DF. Y entonces don Octavio, en vez de dejarme sola en el banco
como había sucedido en las ocasiones precedentes, me preguntó si había
realizado su encargo del día anterior y yo le dije que sí, don Octavio, hice
una lista con muchísimos nombres y él se sonrío y me preguntó si había
memorizado esos nombres y yo lo miré como preguntándole si me estaba tomando el
pelo o no y saqué la lista de mi bolso y se la mostré y él dijo: Clarita,
averigüe quién es ese muchacho. Eso fue lo que me dijo. Y yo me levanté como
una idiota y me puse a esperar al desconocido y para entretener la espera me
puse a caminar hasta que me di cuenta que estaba repitiendo el trayecto de don
Octavio en los días precedentes y entonces me quedé inmóvil, sin atreverme a
mirarlo, con la vista clavada en el lugar por donde debía aparecer el
desconocido cuya identidad debía averiguar. Y el desconocido apareció, a la
misma hora que las dos veces anteriores, y se puso a pasear. Y entonces yo ya
no quise dilatar más el asunto y lo abordé y le pregunté quién era y él dijo
soy Ulises Lima, poeta real visceralista, el penúltimo poeta real visceralista
que queda en México, tal cual, y la verdad, qué quieren que les diga, su nombre
no me sonaba de nada, aunque la noche anterior, por orden de don Octavio, había
estado consultando índices de más de diez antologías de poesía reciente y no
tan reciente, entre ellas la famosa antología de Zarco en donde están censados
más de quinientos poetas jóvenes. Pero su nombre no me sonaba para nada. Y
entonces le dije: ¿sabe usted quién es el señor que está sentado allí? Y el
dijo: sí, lo sé. Y yo le dije (debía asegurarme): ¿quién? Y el dijo: es Octavio
Paz. Y yo le dije: ¿quiere venir a sentarse con el un ratito? Y él se encogió
de hombros o hizo un gesto parecido que interpreté como afirmación y ambos nos
encaminamos al banco desde donde don Octavio seguía interesadísimo todos nuestros
movimientos. Al llegar junto a él me pareció que no estaría de más hacer una
presentación formal, así que dije: don Octavio Paz, el poeta real visceralista
Ulises Lima. Y entonces don Octavio, al tiempo que invitaba al tal Lima a tomar
asiento, dijo: real visceralista, real visceralista (como si el nombre le
sonara a lago), ¿no fue ése el grupo poético de Cesárea Tinajero? Y el tal Lima
se sentó junto a don Octavio y suspiró o hizo un ruido raro con los pulmones y
dijo sí, así se llamaba el grupo de Cesárea Tinajero. Durante un minuto o algo
así estuvieron callados, mirándose. Un minuto bastante insoportable, si he de
ser sincera. A lo lejos, bajo unos arbustos, vi aparecer a dos vagabundos. Creo
que me puse un poco nerviosa y eso me hizo tener la mala ocurrencia de
preguntarle a don Octavio que grupo era ése y si él los había conocido. Lo
mismo hubiera podido hacer un comentario sobre el tiempo. Y entonces don
Octavio me miró con esos ojos tan bonitos que tiene y me dijo Clarita, para
cuando los real visceralitas yo apenas tenía diez años, esto ocurrió allá por
1924, ¿no?, dijo dirigiéndose al tal Lima. Y éste dijo sí, más o menos, por los
años veinte, pero lo dijo con tanta tristeza en la voz, con tanta... emoción, o
sentimiento, que yo pensé que nunca más iba a escuchar una voz más triste. Creo
que hasta me mareé. Los ojos de don Octavio y la voz del desconocido y la
mañana y el Parque Hundido, un lugar tan vulgar, ¿verdad?, tan deteriorado, me
hirieron, no sé de qué manera, en lo más hondo. Así que los dejé que
conversaran tranquilos y me alejé unos cuantos metros, hasta el banco más
próximo, con la excusa de que debía estudiar la agenda del día, y de paso me
llevé la lista que había hecho con los nombres de la s últimas generaciones de
poetas mexicanos y la repasé del primero hasta el último, no estaba en ninguna
parte Ulises Lima, puedo asegurarlo. ¿Cuánto rato conversaron? No mucho. Desde
donde yo estaba se adivinaba, eso sí, que fue una conversación distendida,
serena, tolerante. Después el poeta Ulises Lima se levantó, le estrechó la mano
a don Octavio y se marchó. Lo vi alejarse en dirección a una de las salidas del
parque. Los vagabundos que había visto en los matorrales y que ahora eran tres
se acercaban a nosotros. Vámonos, Clarita, oí que me decía don Octavio.
..... Al día siguiente, tal como esperaba, nos fuimos al
Parque Hundido. Don Octavio se levantó a las diez de la mañana y estuvo
preparando un artículo que debía publicar en el próximo número de su revista.
En algún momento me entraron ganas de preguntarle más cosas sobre nuestra
pequeña aventura de tres días, pero algo en mi interior (mi sentido común,
probablemente) me hizo desistir de la idea. La cosas habían ocurrido tal como
habían ocurrido y si yo, que era el único testigo, no sabía lo que había
pasado, lo mejor era que siguiera en la ignorancia. Una semana después,
aproximadamente, él se marchó con la señora para una serie de conferencias que
debía pronunciar en una universidad norteamericana. Yo, por supuesto, no los
acompañé. Una mañana, cuando él aún no había regresado, fui al Parque Hundido
con la esperanza o con el temor de ver aparecer otra vez a Ulises Lima. Esta
vez la única diferencia fue que no me puse a la vista de nadie sino más bien
oculta tras unos arbustos, con una visión perfecta, eso sí, del claro en donde
se encontraron por primera vez don Octavio y el desconocido. Los primeros
minutos de espera mi corazón iba a cien. Estaba helada y sin embargo, al
tocarme las mejillas la impresión que tenía era que de un momento a otro la
cara me iba a explotar. Después vino la desilusión y cuando me marché del
parque, a eso de las diez de la mañana, podría afirmarse que incluso me sentía
feliz, aunque no me pregunten por qué pues no sabría decirlo.
Comments
1 comments to "Roberto Bolaño: Fragmento de Los detectives salvajes"
14:10
bnisima de lo mejor q he leido, altamente recomendada, its a must
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