lunes, 26 de julio de 2004

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Historias fueguinas de conquistadores y piratas

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Final, desconocida e insumisa, la Tierra del Fuego nació como aventura desde los tiempos de su arriesgado descubrimiento, en el siglo XVI, y su temeraria exploración posterior. Entre otras pocas geografías, el extremo sur argentino es en sí mismo un espacio fantástico en el que se integran monstruos medievales con navegantes, aborígenes, pioneros y científicos.
La cartografía de esos prodigios reúne una exquisita variedad narrativa: cuadernos de bitácora, relatos de piratas, la enciclopedia científica, la biografía familiar, el diccionario bilingüe, la crónica policial...
La Patagonia insular y continental fue narrada por los europeos antes de que ellos mismos balbucearan la riesgosa empresa de poblarla. Desde el mar, el laberinto de estrechos era sinónimo de largas travesías para navíos y tripulantes, vapuleados por el clima y los arrebatos oceánicos.
Cada diario de viaje se convertía en un documento de enorme valor, que serviría a los marinos que intentaran luego rutas similares; eran, a la vez, tratados de ciencias naturales donde se asentaban detalles de las corrientes, fauna y flora, accidentes geográficos, población y fuentes de aprovisionamiento. Las peripecias de cada navegante se integraban entonces al relato mayor de la odisea marítima.
El mismo confín que obsesionara por siglos a los aventureros revela ahora un pequeño tesoro bibliográfico: la Colección Reservada del Museo del Fin del Mundo, con textos de incalculable valor sobre las expediciones más importantes al Atlántico Sur.

En el viejo local del Banco Nación, que oficia de sede del museo en Ushuaia, se guardan unos cincuenta volúmenes, en su mayor parte primeras ediciones supervisadas por los mismos autores.
El ejemplar más antiguo data del "año IX de la República Francesa". Es el Primer viaje alrededor del mundo (en su edición francesa), de Antonio de Pigafetta, quien narró el descubrimiento de Hernando de Magallanes del estrecho interoceánico que lleva su nombre.

A Magallanes, además de sus proezas como marino, debe reconocérsele la particular poética con que bautizó sus hallazgos: Tierra del Fuego (por las fogatas de los yamanas, indígenas que habitaban las costas de la isla) y Patagonia, derivado del tamaño de los pies de los nativos capturados.
En su libro, un auténtico bestseller del siglo XVI, Pigafetta describe hombres que duplican la altura de los europeos y difunde de este modo uno de los cuentos más eficaces de la mitología austral.
La colección bibliográfica fueguina tiene su propia intriga. Cobró forma en 1982 cuando, junto con el ejemplar de Pigafetta, se compró un conjunto de obras al conocido librero Juan Carlos Aquilanti.
Como el museo -un modesto emprendimiento comunitario que los vecinos enriquecen donando piezas familiares- no alcanzaba a reunir los 25.000 dólares pedidos, la autoridad militar de Tierra del Fuego aportó el dinero restante.
El ojo comercial de Aquilanti había dado en el blanco: en plena posguerra de Malvinas, esta bibliografía antigua sobre los mares y tierras australes tendría un alto valor para quien supiera usarla con fines geopolíticos.

Pero años después de que los tomos llegaran a Ushuaia, un petulante antropólogo y bibliófilo francés hirió el narcisismo de los fueguinos: declaró que los libros eran falsificaciones carentes de valor.
Los entusiastas amigos del museo que habían hecho campaña en favor de la costosa adquisición cargaron por años con el estigma de haber sido estafados.
Ante el temor de dar por veraces los exabruptos del visitante, archivaron los libros en la misma caja fuerte del antiguo banco Nación.
Una década más tarde, el empresario y viajero Alejandro Winograd junto con su primo Rafael y los responsables del museo levantaron la cripta y averiguaron que los libros vergonzantes eran piezas destacadas cuyo valor económico, según estimaciones especializadas, supera los dos millones de dólares.
Recién entonces se decidió restaurar los libros, asegurar las condiciones de conservación y publicar los más interesantes y menos difundidos del tesoro.
Después de un largo período de errancias políticas y manejos presupuestarios que varias veces amenazaron con un escándalo mayúsculo, Eudeba se lanzó a editar, con traducciones, estudios preliminares y todas las ilustraciones originales, fotos, dibujos y mapas, una sección de ese compendio de rarezas, en algunos casos de muy escasa circulación en castellano.
En estos días sale el segundo libro de la colección: Un viaje alrededor del mundo por la ruta del Gran Mar del Sur, donde el malogrado corsario inglés George Shelvocke describe sus desdichas al frente del Speedwell, barco que comandó entre 1719 y 1722. El interés de la narración no está precisamente en su veracidad. Shelvocke, influenciado por la popular literatura de piratas, escribe menos para su fama que para defenderse de la justicia y sus patrones (los Mercaderes Aventureros de Londres) quienes sospechan que se ha quedado con parte del botín robado durante meses de merodeo.
El marino (que regresa cabizbajo y en barco prestado, tras haber pagado el pasaje) se presenta como un hombre recto que, antes de encallar su barco en la isla Juan Fernández, enfrentó con estoicismo de santo dos amotinamientos, un combate contra la armada española, el hambre y las enfermedades.
Antes del relato de Shelvocke, Eudeba publicó el hasta ahora inédito Atlanta. Proyecto para la fundación de un pueblo marítimo en Tierra del Fuego y otros escritos, de Julio Popper. De este curioso ingeniero rumano se habían escrito varias biografías, pero sus textos permanecían inéditos.


Con 28 años, Popper llegó al país en 1885 atraído por el descubrimiento de oro en el Cabo Vírgenes. Culto, con sólidos conocimientos en materias como física, química y geografía, dominaba a la perfección varios idiomas y tenía un notable talento para las relaciones públicas.
Dicen que fue gracias a la masonería que en poco tiempo el rumano entabló excelentes vínculos con la dirigencia política argentina, que terminó por concederle tierras para la explotación aurífera.
A Popper se le permitió llevar un pequeño ejército, emitir moneda y tener su propio sello postal para el correo de sus campamentos. Apoyado por la flamante Sociedad Científica Argentina -y mientras el pionero inglés Thomas Bridges mantiene su estancia en la costa sur de la isla-, Popper es el primer expedicionario en recorrer el interior de Tierra del Fuego.

Estudió su conformación geográfica, amplió la cartografía de la zona y fortaleció la presencia argentina en la frontera. El libro de Eudeba contiene todos sus escritos: la conferencia que brindó en la sede de sus benefactores, de la que el museo conserva (¡!) un ejemplar encuadernado en cuero de lobo marino de dos pelos que obsequió al presidente Juárez Celman; sus sarcásticos artículos para la prensa y Atlanta, su plan colonizador del norte de la isla, del que editó apenas seis ejemplares meses antes de morir de un inesperado ataque cardíaco a los 37, en un departamento porteño.
La editorial universitaria abre así su catálogo a un género que fascina a lectores de todo el mundo, aunque con escaso desarrollo en el país, el relato de viaje. Quizás el desfasaje se deba a que los argentinos fuimos buenos anfitriones, pero no podemos presentar credenciales de viajeros ilustres. La descripción hipnótica de lo desconocido está en los diarios y la correspondencia de las campañas militares y los exilios forzados por la guerra civil en el siglo XIX. Luego, la oligarquía ilustrada del siglo XX moldearía un tipo de narración mordaz y costumbrista de sus animados tours por Europa y Estados Unidos.

Eudeba no es la primera que mira este universo de libros. A Elefante Blanco -íntegramente dedicada a los viajes de extranjeros por Argentina- se sumaron Emecé con su colección "Memoria argentina" y Alfaguara con "Nueva Dimensión Argentina", una reedición de la mítica biblioteca que Gregorio Weinberg encarara tres décadas atrás en Hachette y cuyo último título es el también mítico Descripción de la Patagonia y de las partes contiguas de la América del Sur, del médico jesuita Tomas Falkner.
Nacido en Manchester en 1702, Falkner vivió en el país 37 años, hasta que la orden religiosa fue expulsada del continente en 1767.
En Sudamericana quedó en suspenso "Rumbo Sur" tras la muerte de su director, el viajero Adrián Giménez Hutton, en un accidente aéreo. Después de seguir la ruta de Bruce Chatwin, el viajero inglés que en los 70 recorrió el sur y contó lo que para algunos es el último viaje de un inglesito colonizador a nuestro país (En Patagonia), Hutton llegó a reeditar El último confín de la Tierra.
Se trata del magnífico testimonio de Lucas Bridges, hijo del primer misionero inglés que logró establecerse en Tierra del Fuego y trabar relaciones amistosas con los yamana y las distintas etnias reunidas bajo el nombre de "ona". Increíblemente, según cuenta la escritora Sylvia Iparaguirre en su Tierra del Fuego, este exquisito destilado de crónicas comenzó siendo un secreto.
Tras el éxito de Hernando de Magallanes, quien en noviembre de 1520 pasa de un océano a otro por el estrecho De Todos los Santos, España impuso un severo silencio oficial para impedir que las potencias marítimas enemigas (ingleses y portugueses, principalmente) se apoderaran de la flamante llave geográfica.
Prohibió el embarque de marinos extranjeros en las nuevas expediciones (la Jofré de Loaysa, en 1525, cuando zozobra la mayor parte de su escuadra; y la de Juan Ladrillero, que parte desde Chiloé en 1558 para relevar la boca occidental del estrecho y tomar posesión de esos territorios en nombre del rey) y puso en circulación rumores que atemorizaban con fabulosos maremotos, desapariciones y extravíos.
Isabel, la reina de Inglaterra, menos impresionable que el vulgo, comisiona al famoso corsario sir Francis Drake para develar el misterio español. Haciendo honor a su reputación de eximio navegante, Drake encuentra la puerta interoceánica en agosto de 1578 y la recorre en tiempo récord: apenas 17 días.
Sin embargo, en la desembocadura se choca con un paisaje menos bucólico que el que inspirara a Magallanes el nombre de "Pacífico": una tempestad hunde tres de sus naves y empuja a la suya muy al sur. Como corolario de su proeza, Drake alimenta su temible leyenda saqueando los puertos chileno de Valparaíso y peruano de El Callao y, cargado de riquezas, vuelve al regazo patrio por las Molucas, dando la segunda vuelta al mundo.

El derrotero pirata alarma a la corona de España, que instruye una nueva misión. Desde Perú, baja Pedro Sarmiento de Gamboa, uno de los personajes más extraordinarios que acredita la historia fueguina y a quien Domingo F. Sarmiento -según decía- le hubiera gustado referir sus orígenes (ver recuadro sobre el libro a publicarse).
Por influjo de visiones místicas, en las que adivina una ciudad fantasmal en la bruma del Estrecho, Sarmiento de Gamboa convence a Felipe II de poblar una región -hoy situada del lado chileno- para garantizar la soberanía.
De esa expedición sin precedentes, que parte de Sevilla en 1581 con 23 navíos cargados de cinco mil hombres, entre ellos centenares de colonos, sólo llegan a destino 5 barcos. Los cuatrocientos sobrevivientes alcanzan a establecer dos precarios asentamientos en la margen norte del Estrecho.
Sarmiento de Gamboa manda cuatro naves urgentes en busca de suministros a España y al mando de la quinta termina siendo arrastrado por las corrientes hasta Brasil, donde queda varado un año. Cuando por fin llega a Europa, nadie escucha sus súplicas de auxilio: en aprontes para la guerra contra Inglaterra, la armada confisca su nave.

Un eterno lustro después será otro pirata famoso el que entre en la historia fueguina por el fatídico estrecho. El 6 de enero de 1587, Thomas Cavendish (que había estudiado en Cambridge y rifado en el juego la fortuna de una familia noble y rica) colige que los fuegos nocturnos que atribuía a los indígenas (la región debía a ellos su nombre) eran en realidad de blancos.
El relato de lo que pasó luego es confuso. Parece que el pirata, atento a las leyes universales de la cortesía, invitó a subir al batel a los quince hombres y tres mujeres que quedaban en tierra. De todos, sólo se embarcó el extremeño Tomé Hernández, quien dejaría un testimonio sobrecogedor.
Su versión de ese último acto de la tragedia, referida 20 años después en Perú, es que el impaciente inglés quiso aprovechar la buenos presagios meteorológicos. Incumplió su promesa de esperar la reunión y embarcar al puñado de famélicos restantes. Por maldad, sarcasmo o simple observación, rebautizó Puerto Hambre al fallido puesto de San Felipe.

Más allá de la decisión de Eudeba de publicar estos materiales, parece lícito especular sobre sus causas y efectos: ¿la crisis argentina de los últimos años promovió la exploración ávida de los orígenes? En la lectura épica y el repaso anecdótico se reconoce el ademán instintivo de volver al punto de partida cuando nos perdemos o de repasar el álbum de familia en medio de un duelo sentimental.


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