Fidel.
Este nombre es un palimpsesto que condensa seis décadas de luchas populares contra el poder despótico del capital y los sueños emancipatorios del mundo periférico, pobre y explotado.
F-i-d-e-l.
Esas cinco letras convocan como por arte magia los anhelos y las reivindicaciones de los justos y las justas del mundo entero. Nadie puede afirmar lo contrario. Salvo que sea reaccionario, torpe sectario, individualista obsesivo e infecundo, turista éticamente irresponsable, incauto, arrepentido; víctima de alguna “confusión democrática” y de las mistificaciones promovidas por el imperialismo y las clases dominantes; o, simplemente, ignorante y/o alienado, presa fácil para los discursos hegemónicos y otras narrativas impiadosas.
El Comandante Hugo Chávez Frías dijo una vez: “A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. A Fidel lo que es de Fidel…”.
Más allá de algunos rigores monolíticos, más allá de los claroscuros, Fidel es la cifra de la utopía del cambio sistémico y de la resistencia a las políticas neo-coloniales. Fue y es un ejemplo de resistencia al hostigamiento y las agresiones de la principal potencia capitalista, racista y belicista del mundo, al más impiadoso bloqueo imperialista, a lo que Maurice Duverger llamó alguna vez una política de “fascismo exterior”. Fidel fue siempre un ejemplo de dignidad y de solidaridad. Y con él y por él Cuba fue y es epicentro de la dignidad de los pueblos del mundo. Mientras que, en el Norte, los sucesivos gobiernos y los sucesivos criminales de guerra, desde Dwight Eisenhower a Barack Obama, hicieron de los Estados Unidos el epicentro de la barbarie y la arrogancia (ejercidas tanto en el orden externo como en el interno), de una política que plagó, a Nuestra América y a otras regiones de la periferia, de “miserias a nombre de la libertad”, tal como profetizó Simón Bolívar.
Fidel y los personeros del imperio remiten a atmósferas morales antagónicas. El Subcomandante Insurgente Marcos afirmaba en 2003: “Se dice Cuba como se dice dignidad”.
Nosotros agregamos: también se dice Fidel como se dice dignidad. Por supuesto, Fidel también es el nombre de una revolución con arraigo popular y con la convicción de construir un mundo nuevo, una sociedad diferente a la del capital. A pesar de los condicionamientos estructurales no superados, a pesar de las muchas frustraciones en el largo proceso tendiente a la construcción de una vía anticapitalista, a pesar de lo que Silvio Rodríguez denominó “la exhaustiva seguridad de nuestro socialismo”, el pueblo cubano, se conservó como uno de los pueblos más puros, abnegados y generosos de la tierra, un pueblo de patriotas, de revolucionarios y revolucionarias. Un pueblo que nunca se singularizó imitando, que resistió y resiste al dogmatismo, que soportó el retroceso del período especial (y sigue soportando algunos de sus efectos persistentes), y que jamás renunció a sus raíces, aún bajo contextos de fuertes presiones tendientes a la adopción de un cuerpo cerrado de doctrina. Sin dudas, ese pueblo aprendió a ser menos indulgente con los discursos y prácticas oficiales y menos tolerante con el mimetismo, de cualquier signo. En ese pueblo tenemos que buscar a Fidel y no en los elogios rituales.
Por suerte el pacto entre el pueblo cubano y Fidel logró rebasar las mediaciones burocráticas, los lenguajes administrativos y los enmohecidos manuales soviéticos (los “ladrillos” de los que hablaba el Che). No podría ser de otro modo, porque Fidel es una figura clave para entender por qué el socialismo, como sostenía Armando Hart, se convirtió en “sueño, carne y espíritu de los cubanos”. Ese vínculo entre el pueblo cubano y Fidel supo custodiar algunas claves libertarias que mantienen inalterada su vigencia y que esperan ser rehabilitadas, resignificadas y proyectadas permanentemente. Hablamos de las claves estrictamente martianas, es decir: humanistas, antiimperialistas, hablamos del programa “ultra-democrático” como lo llamó Julio Antonio Mella en su lúcido ejercicio precursor de la articulación entre nación y socialismo. La tenacidad y la enorme humanidad del pueblo revolucionario cubano, puesta a prueba una y mil veces, y que Fidel expresa como nadie, es el insumo principal para actualizar, para renovar el imaginario revolucionario cubano, para revitalizar las estructuras de poder popular, para dinamizar la larga transición cubana al socialismo y evitar que se convierta en una transición acelerada a la mercantilización.
El proceso de estatización de la Revolución Cubana (del socialismo cubano, del marxismo cubano) con su proliferación de estructuras altamente codificadas, con sus pantanos culturales, ideológicos y políticos, puede ser criticado con razones muy valederas. Es más, creemos que, desde un horizonte emancipador honesto y consecuente debe ser criticado dialécticamente; es decir, sin negar los aportes liberadores más significativos. El marxismo debe utilizarse también a la hora de analizar/valorar críticamente la práctica socialista. Es más, prescindir del marxismo en esta faena impostergable contribuye al enterramiento de la utopía socialista. No todo el sentido común de la izquierda es “buen sentido”. Además, quienes pensaron (y piensan) la sociedad socialista exenta de contradicciones no le hicieron ningún favor a la causa del socialismo, todo lo contrario. Las mistificaciones para eludir los dilemas que desgarran a los militantes populares siempre tienen un fondo conservador y hasta reaccionario. Además, siempre que el conformismo y la revolución se llevan bien, es porque algo anda mal.
Ahora bien, creemos que ninguna crítica en clave emancipatoria puede relativizar la significación histórica de la Revolución Cubana sin precipitarse en una actitud muy parecida a la deserción. Luego… ¿en cuántos Estados del mundo priman los criterios de solidaridad y cooperación por sobre los criterios de mercado? Cuba fue (y todavía es) uno de los escasos sitios en el mundo donde los valores humanos no se admiten sólo como ficción. Y no hubo naufragio o bloqueo que alterara esta condición. ¿Acaso existe en el mundo un pueblo que, como el cubano, presente rasgos tan marcados de una cultura distributiva e igualitaria? ¿Cuántos Estados, cuántos pueblos, están prestos a apoyar, sin retaceos de ninguna índole, a cualquier fuerza de signo anticolonialistas, antiimperialista y anticapitalista que levante la cabeza en cualquier rincón del planeta? Apoyar aquí es: entregar la propia riqueza, no lo que sobra, como dijo Fidel alguna vez. Literalmente, es sacarse el pan de la boca para que otro, en la otra punta del planeta, recobre su dignidad. ¿Cuántos pueblos desarrollaron esa conciencia que sólo aflora cuando se asume la responsabilidad de luchar por la liberación de otros pueblos? Cuba, promotora de las diversas culturas de liberación, ha sido la antítesis exacta del “fascismo exterior” de los Estados Unidos.
Los anacronismos políticos (la matriz centralizada del socialismo, por ejemplo) y las opacidades culturales que arrastra el sistema cubano, el hecho de que fuera concebido para otra época histórica, el adormecimiento de la dinámica de las incitaciones, no le impidió y no le impide cumplir con roles históricos que, en ciertos planos, siguen siendo de vanguardia.
Cuba no ha cesado un instante de poner en tensión al poder hegemónico mundial y la política global del Imperio. Esa persistencia es mérito invalorable de Fidel y del pueblo cubano. Asimismo, sigue existiendo una simbiosis descarada entre los enemigos de la Revolución Cubana y los enemigos de la Revolución de Nuestra América. (Que es lo mismo que decir: enemigos de la independencia de Cuba y enemigos de la independencia de Nuestra América).
Decir que Fidel fue y es un gran estadista es quedarse muy corto. Fidel supo ser el nombre de la utopía realista en el mundo periférico. Fue el arquitecto principal del espacio utópico más importante del mundo en la segunda mitad del siglo XX. Un espacio que habilitó las fantasías heroicas más maravillosas. Un espacio que supo ser, según los contextos, tan real como simbólico o más simbólico que real. Pero siempre necesario e imprescindible como referencia vivificadora para los hombres y las mujeres que, en cualquier rincón del planeta, resistían, luchaban y soñaban.
Ciertamente, Fidel no tuvo otra alternativa que conservar ese espacio utópico en la más absoluta soledad, en medio de la dispersión de las fuerzas populares derrotadas en el resto del mundo, en una ínsula subdesarrollada, excluida, bloqueada y en medio de un inmenso océano de capitalismo envalentonado por lo que parecía su triunfo definitivo e irreversible.
Nunca hay que olvidar que Fidel y el pueblo cubano tuvieron que ingeniárselas para conservarse al frente del proceso de emancipación del capitalismo y al mismo tiempo garantizar la reproducción social en las peores condiciones materiales y geopolíticas.
Durante las décadas del letargo neo-liberal, Fidel tuvo que ser el único “diablo”. O se vio obligado a compartir la condición “diabólica” con figuras desprovistas de toda proyección civilizatoria, incluso tuvo que convivir con diablos en pequeña escala o efímeros. Nunca dejó de ser el gran diablo del siglo XX, aún en el punto de máxima reducción del campo de maniobras y de máximo deterioro de la solidaridad externa. Esa soledad explica, en parte (y sólo en parte), que ese espacio saliera un tanto abollado, con sus dotes arquetípicas y heréticas menguadas y sin la capacidad seductora de otrora. Como no podía ser de otro modo, Fidel fue instigador del otro gran diablo, el principal diablo en lo que va del siglo XXI (y que se nos fue demasiado pronto): Hugo Chávez.
A pesar de las diferencias respecto de los trayectos y las estrategias emancipatorias actuales –y, posiblemente, futuras– la Revolución Cubana y Fidel son y serán una estación fundamental de la revolución en Nuestra América, una referencia insoslayable.
Vale decir también que si el mundo no fue estrictamente unipolar hace algunas décadas, si los extirpadores de utopías no lograron un triunfo absoluto, si el poder hegemónico del capital no logró transformar toda la mentira en verdad, si la moral de los luchadores y los revolucionarios conservó algunos pedestales, si el futuro no cayó en la desgracia más absoluta, fue por Fidel y por el pueblo cubano. Fidel y el pueblo cubano fueron la última trinchera que evitó que regresión política y cultural impuesta por neoliberalismo haya sido más devastadora de lo que fue.
Sin Fidel y sin el pueblo cubano, sin el deseo, el entusiasmo y la audacia de ambos, posiblemente hoy no se hablaría de “tendencias” o “transiciones geo-económicas a la multipolaridad”, del posible inicio de un “ciclo alter-mundialista”, de “programas mínimos anticapitalistas”, de la reconfiguración de las relaciones Sur-Sur, o de la emergencia de un nuevo paradigma emancipatorio (que, en muchos aspectos, es sustancialmente diferente al cubano histórico).
Sucede que también esa capacidad para sobrellevar la soledad y para conservar una parte de la axiología revolucionaria más valiosa, para salvarla del naufragio y permitirle que llegue a otra orilla; en fin, esa obstinación formidable a la hora de conservar el optimismo de la voluntad, explican la permanencia del castrismo como movimiento internacional antiimperialista y emancipador.
Fidel fue el héroe de mil batallas a favor de la humanización. Eterno luchador contra las lógicas mercantiles y la oquedad filantrópica, contra la política enajenada, contra la alienación cultural. Su figura resumió a lo largo de seis décadas todas las resistencias contra las diversas expresiones de la barbarie del etnocentrismo occidental y contra el despotismo capitalista.
Existen aspectos del liderazgo de Fidel que no pudieron ser mellados por la vejez y la rutina.
Fidel sigue siendo el patriarca del anticolonialismo, una bandera de esperanza de los desposeídos y las desposeídas contra la voracidad de un sistema depredador.
Fidel es el nombre del internacionalismo en su expresión más alta. El internacionalismo que abreva en Simón Bolívar, en José Martí y en las mejores versiones del “internacionalismo proletario”. Un internacionalismo generoso y concreto, jamás ingenuo y mucho menos declamatorio.
El dominicano Pedro Henríquez Ureña decía –¡en 1936!– que el pueblo cubano, en su rebeldía de casi un siglo, era el que más horas y más vidas había ofrendado por la libertad. Fidel y buena parte de la “Generación del Centenario” supieron recoger esa herencia, la conservaron, la perfeccionaron, la proyectaron.
Fidel es el nombre de lo que posee la capacidad de ver el triunfo en la derrota, desde el Moncada hasta –seguramente– el último aliento. Fidel es la voluntad que no sabe de vacilaciones.
Fidel es el nombre de lo que no quiso ser modelo pero siempre fue ejemplo. “Nadie sabe realmente como construir el socialismo”, dijo alguna vez, no hace tanto. Fidel es el nombre del espíritu desmitificador.
Fidel es punto de referencia imprescindible para quienes dedican sus días a sembrar la conciencia colectiva solidaria, a amar y a fundar, al decir de José Martí.
La voz grande y briosa de Fidel sobrevivirá a los lacayos y a los reformistas, a los títeres tele-comandados, a cualquier moda “post”. Sobrevivirá a todas las agendas imperialistas. Sobrevivirá a los hipócritas que se preocupan por los derechos humanos en Cuba al tiempo que maquillan (¡o celebran abiertamente!) el poder de las cosas sobre las personas, las tropelías del capitalismo “democrático” y del Estado burgués en el resto del planeta. Sobrevivirá también a los pragmáticos (dentro y fuera de Cuba), predispuestos a las concesiones a cualquier precio, admiradores de modelos anacrónicos y pseudosocialistas como el vietnamita o el chino. Sobrevivirá a los esquemas de los burócratas. Sobrevivirá a la hojarasca, al rebullicio, a las requisas, a los fiascos y a los resabios. La voz prodigiosa e intransigente de Fidel sobrevivirá definitiva, combativa y resistente, por los siglos de los siglos.
Fidel persistirá como significante funesto para todo molde imperialista y neocolonialista, como significante saboteador del poder de la mercancía y la voracidad de la acumulación primitiva. Permanecerá como el nombre de la realización de lo inefable, al decir de Goethe.
Fidel flotará siempre sobre esta tierra, lo respiraremos en cada selva, páramo montaña, en cada suburbio, barriada y fábrica de Nuestra América, en cada periferia pobre y oprimida del mundo.
La humanidad conmemora los 90 años de uno de sus quijotes más emblemáticos. La utopía de Nuestra América celebra los 90 años de uno de sus principales comandantes.
Este nombre es un palimpsesto que condensa seis décadas de luchas populares contra el poder despótico del capital y los sueños emancipatorios del mundo periférico, pobre y explotado.
F-i-d-e-l.
Esas cinco letras convocan como por arte magia los anhelos y las reivindicaciones de los justos y las justas del mundo entero. Nadie puede afirmar lo contrario. Salvo que sea reaccionario, torpe sectario, individualista obsesivo e infecundo, turista éticamente irresponsable, incauto, arrepentido; víctima de alguna “confusión democrática” y de las mistificaciones promovidas por el imperialismo y las clases dominantes; o, simplemente, ignorante y/o alienado, presa fácil para los discursos hegemónicos y otras narrativas impiadosas.
El Comandante Hugo Chávez Frías dijo una vez: “A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. A Fidel lo que es de Fidel…”.
Más allá de algunos rigores monolíticos, más allá de los claroscuros, Fidel es la cifra de la utopía del cambio sistémico y de la resistencia a las políticas neo-coloniales. Fue y es un ejemplo de resistencia al hostigamiento y las agresiones de la principal potencia capitalista, racista y belicista del mundo, al más impiadoso bloqueo imperialista, a lo que Maurice Duverger llamó alguna vez una política de “fascismo exterior”. Fidel fue siempre un ejemplo de dignidad y de solidaridad. Y con él y por él Cuba fue y es epicentro de la dignidad de los pueblos del mundo. Mientras que, en el Norte, los sucesivos gobiernos y los sucesivos criminales de guerra, desde Dwight Eisenhower a Barack Obama, hicieron de los Estados Unidos el epicentro de la barbarie y la arrogancia (ejercidas tanto en el orden externo como en el interno), de una política que plagó, a Nuestra América y a otras regiones de la periferia, de “miserias a nombre de la libertad”, tal como profetizó Simón Bolívar.
Fidel y los personeros del imperio remiten a atmósferas morales antagónicas. El Subcomandante Insurgente Marcos afirmaba en 2003: “Se dice Cuba como se dice dignidad”.
Nosotros agregamos: también se dice Fidel como se dice dignidad. Por supuesto, Fidel también es el nombre de una revolución con arraigo popular y con la convicción de construir un mundo nuevo, una sociedad diferente a la del capital. A pesar de los condicionamientos estructurales no superados, a pesar de las muchas frustraciones en el largo proceso tendiente a la construcción de una vía anticapitalista, a pesar de lo que Silvio Rodríguez denominó “la exhaustiva seguridad de nuestro socialismo”, el pueblo cubano, se conservó como uno de los pueblos más puros, abnegados y generosos de la tierra, un pueblo de patriotas, de revolucionarios y revolucionarias. Un pueblo que nunca se singularizó imitando, que resistió y resiste al dogmatismo, que soportó el retroceso del período especial (y sigue soportando algunos de sus efectos persistentes), y que jamás renunció a sus raíces, aún bajo contextos de fuertes presiones tendientes a la adopción de un cuerpo cerrado de doctrina. Sin dudas, ese pueblo aprendió a ser menos indulgente con los discursos y prácticas oficiales y menos tolerante con el mimetismo, de cualquier signo. En ese pueblo tenemos que buscar a Fidel y no en los elogios rituales.
Por suerte el pacto entre el pueblo cubano y Fidel logró rebasar las mediaciones burocráticas, los lenguajes administrativos y los enmohecidos manuales soviéticos (los “ladrillos” de los que hablaba el Che). No podría ser de otro modo, porque Fidel es una figura clave para entender por qué el socialismo, como sostenía Armando Hart, se convirtió en “sueño, carne y espíritu de los cubanos”. Ese vínculo entre el pueblo cubano y Fidel supo custodiar algunas claves libertarias que mantienen inalterada su vigencia y que esperan ser rehabilitadas, resignificadas y proyectadas permanentemente. Hablamos de las claves estrictamente martianas, es decir: humanistas, antiimperialistas, hablamos del programa “ultra-democrático” como lo llamó Julio Antonio Mella en su lúcido ejercicio precursor de la articulación entre nación y socialismo. La tenacidad y la enorme humanidad del pueblo revolucionario cubano, puesta a prueba una y mil veces, y que Fidel expresa como nadie, es el insumo principal para actualizar, para renovar el imaginario revolucionario cubano, para revitalizar las estructuras de poder popular, para dinamizar la larga transición cubana al socialismo y evitar que se convierta en una transición acelerada a la mercantilización.
El proceso de estatización de la Revolución Cubana (del socialismo cubano, del marxismo cubano) con su proliferación de estructuras altamente codificadas, con sus pantanos culturales, ideológicos y políticos, puede ser criticado con razones muy valederas. Es más, creemos que, desde un horizonte emancipador honesto y consecuente debe ser criticado dialécticamente; es decir, sin negar los aportes liberadores más significativos. El marxismo debe utilizarse también a la hora de analizar/valorar críticamente la práctica socialista. Es más, prescindir del marxismo en esta faena impostergable contribuye al enterramiento de la utopía socialista. No todo el sentido común de la izquierda es “buen sentido”. Además, quienes pensaron (y piensan) la sociedad socialista exenta de contradicciones no le hicieron ningún favor a la causa del socialismo, todo lo contrario. Las mistificaciones para eludir los dilemas que desgarran a los militantes populares siempre tienen un fondo conservador y hasta reaccionario. Además, siempre que el conformismo y la revolución se llevan bien, es porque algo anda mal.
Ahora bien, creemos que ninguna crítica en clave emancipatoria puede relativizar la significación histórica de la Revolución Cubana sin precipitarse en una actitud muy parecida a la deserción. Luego… ¿en cuántos Estados del mundo priman los criterios de solidaridad y cooperación por sobre los criterios de mercado? Cuba fue (y todavía es) uno de los escasos sitios en el mundo donde los valores humanos no se admiten sólo como ficción. Y no hubo naufragio o bloqueo que alterara esta condición. ¿Acaso existe en el mundo un pueblo que, como el cubano, presente rasgos tan marcados de una cultura distributiva e igualitaria? ¿Cuántos Estados, cuántos pueblos, están prestos a apoyar, sin retaceos de ninguna índole, a cualquier fuerza de signo anticolonialistas, antiimperialista y anticapitalista que levante la cabeza en cualquier rincón del planeta? Apoyar aquí es: entregar la propia riqueza, no lo que sobra, como dijo Fidel alguna vez. Literalmente, es sacarse el pan de la boca para que otro, en la otra punta del planeta, recobre su dignidad. ¿Cuántos pueblos desarrollaron esa conciencia que sólo aflora cuando se asume la responsabilidad de luchar por la liberación de otros pueblos? Cuba, promotora de las diversas culturas de liberación, ha sido la antítesis exacta del “fascismo exterior” de los Estados Unidos.
Los anacronismos políticos (la matriz centralizada del socialismo, por ejemplo) y las opacidades culturales que arrastra el sistema cubano, el hecho de que fuera concebido para otra época histórica, el adormecimiento de la dinámica de las incitaciones, no le impidió y no le impide cumplir con roles históricos que, en ciertos planos, siguen siendo de vanguardia.
Cuba no ha cesado un instante de poner en tensión al poder hegemónico mundial y la política global del Imperio. Esa persistencia es mérito invalorable de Fidel y del pueblo cubano. Asimismo, sigue existiendo una simbiosis descarada entre los enemigos de la Revolución Cubana y los enemigos de la Revolución de Nuestra América. (Que es lo mismo que decir: enemigos de la independencia de Cuba y enemigos de la independencia de Nuestra América).
Decir que Fidel fue y es un gran estadista es quedarse muy corto. Fidel supo ser el nombre de la utopía realista en el mundo periférico. Fue el arquitecto principal del espacio utópico más importante del mundo en la segunda mitad del siglo XX. Un espacio que habilitó las fantasías heroicas más maravillosas. Un espacio que supo ser, según los contextos, tan real como simbólico o más simbólico que real. Pero siempre necesario e imprescindible como referencia vivificadora para los hombres y las mujeres que, en cualquier rincón del planeta, resistían, luchaban y soñaban.
Ciertamente, Fidel no tuvo otra alternativa que conservar ese espacio utópico en la más absoluta soledad, en medio de la dispersión de las fuerzas populares derrotadas en el resto del mundo, en una ínsula subdesarrollada, excluida, bloqueada y en medio de un inmenso océano de capitalismo envalentonado por lo que parecía su triunfo definitivo e irreversible.
Nunca hay que olvidar que Fidel y el pueblo cubano tuvieron que ingeniárselas para conservarse al frente del proceso de emancipación del capitalismo y al mismo tiempo garantizar la reproducción social en las peores condiciones materiales y geopolíticas.
Durante las décadas del letargo neo-liberal, Fidel tuvo que ser el único “diablo”. O se vio obligado a compartir la condición “diabólica” con figuras desprovistas de toda proyección civilizatoria, incluso tuvo que convivir con diablos en pequeña escala o efímeros. Nunca dejó de ser el gran diablo del siglo XX, aún en el punto de máxima reducción del campo de maniobras y de máximo deterioro de la solidaridad externa. Esa soledad explica, en parte (y sólo en parte), que ese espacio saliera un tanto abollado, con sus dotes arquetípicas y heréticas menguadas y sin la capacidad seductora de otrora. Como no podía ser de otro modo, Fidel fue instigador del otro gran diablo, el principal diablo en lo que va del siglo XXI (y que se nos fue demasiado pronto): Hugo Chávez.
A pesar de las diferencias respecto de los trayectos y las estrategias emancipatorias actuales –y, posiblemente, futuras– la Revolución Cubana y Fidel son y serán una estación fundamental de la revolución en Nuestra América, una referencia insoslayable.
Vale decir también que si el mundo no fue estrictamente unipolar hace algunas décadas, si los extirpadores de utopías no lograron un triunfo absoluto, si el poder hegemónico del capital no logró transformar toda la mentira en verdad, si la moral de los luchadores y los revolucionarios conservó algunos pedestales, si el futuro no cayó en la desgracia más absoluta, fue por Fidel y por el pueblo cubano. Fidel y el pueblo cubano fueron la última trinchera que evitó que regresión política y cultural impuesta por neoliberalismo haya sido más devastadora de lo que fue.
Sin Fidel y sin el pueblo cubano, sin el deseo, el entusiasmo y la audacia de ambos, posiblemente hoy no se hablaría de “tendencias” o “transiciones geo-económicas a la multipolaridad”, del posible inicio de un “ciclo alter-mundialista”, de “programas mínimos anticapitalistas”, de la reconfiguración de las relaciones Sur-Sur, o de la emergencia de un nuevo paradigma emancipatorio (que, en muchos aspectos, es sustancialmente diferente al cubano histórico).
Sucede que también esa capacidad para sobrellevar la soledad y para conservar una parte de la axiología revolucionaria más valiosa, para salvarla del naufragio y permitirle que llegue a otra orilla; en fin, esa obstinación formidable a la hora de conservar el optimismo de la voluntad, explican la permanencia del castrismo como movimiento internacional antiimperialista y emancipador.
Fidel fue el héroe de mil batallas a favor de la humanización. Eterno luchador contra las lógicas mercantiles y la oquedad filantrópica, contra la política enajenada, contra la alienación cultural. Su figura resumió a lo largo de seis décadas todas las resistencias contra las diversas expresiones de la barbarie del etnocentrismo occidental y contra el despotismo capitalista.
Existen aspectos del liderazgo de Fidel que no pudieron ser mellados por la vejez y la rutina.
Fidel sigue siendo el patriarca del anticolonialismo, una bandera de esperanza de los desposeídos y las desposeídas contra la voracidad de un sistema depredador.
Fidel es el nombre del internacionalismo en su expresión más alta. El internacionalismo que abreva en Simón Bolívar, en José Martí y en las mejores versiones del “internacionalismo proletario”. Un internacionalismo generoso y concreto, jamás ingenuo y mucho menos declamatorio.
El dominicano Pedro Henríquez Ureña decía –¡en 1936!– que el pueblo cubano, en su rebeldía de casi un siglo, era el que más horas y más vidas había ofrendado por la libertad. Fidel y buena parte de la “Generación del Centenario” supieron recoger esa herencia, la conservaron, la perfeccionaron, la proyectaron.
Fidel es el nombre de lo que posee la capacidad de ver el triunfo en la derrota, desde el Moncada hasta –seguramente– el último aliento. Fidel es la voluntad que no sabe de vacilaciones.
Fidel es el nombre de lo que no quiso ser modelo pero siempre fue ejemplo. “Nadie sabe realmente como construir el socialismo”, dijo alguna vez, no hace tanto. Fidel es el nombre del espíritu desmitificador.
Fidel es punto de referencia imprescindible para quienes dedican sus días a sembrar la conciencia colectiva solidaria, a amar y a fundar, al decir de José Martí.
La voz grande y briosa de Fidel sobrevivirá a los lacayos y a los reformistas, a los títeres tele-comandados, a cualquier moda “post”. Sobrevivirá a todas las agendas imperialistas. Sobrevivirá a los hipócritas que se preocupan por los derechos humanos en Cuba al tiempo que maquillan (¡o celebran abiertamente!) el poder de las cosas sobre las personas, las tropelías del capitalismo “democrático” y del Estado burgués en el resto del planeta. Sobrevivirá también a los pragmáticos (dentro y fuera de Cuba), predispuestos a las concesiones a cualquier precio, admiradores de modelos anacrónicos y pseudosocialistas como el vietnamita o el chino. Sobrevivirá a los esquemas de los burócratas. Sobrevivirá a la hojarasca, al rebullicio, a las requisas, a los fiascos y a los resabios. La voz prodigiosa e intransigente de Fidel sobrevivirá definitiva, combativa y resistente, por los siglos de los siglos.
Fidel persistirá como significante funesto para todo molde imperialista y neocolonialista, como significante saboteador del poder de la mercancía y la voracidad de la acumulación primitiva. Permanecerá como el nombre de la realización de lo inefable, al decir de Goethe.
Fidel flotará siempre sobre esta tierra, lo respiraremos en cada selva, páramo montaña, en cada suburbio, barriada y fábrica de Nuestra América, en cada periferia pobre y oprimida del mundo.
La humanidad conmemora los 90 años de uno de sus quijotes más emblemáticos. La utopía de Nuestra América celebra los 90 años de uno de sus principales comandantes.
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