jueves, 19 de marzo de 2015

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El vagón de los afectos

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Por Pepito El Breve
Una de las cosas entretenidas de viajar a Santiago es sentarse a ver pasar los vagones del Metro, pero de que por viajar en uno de estos iba a cambiar mi vida familiar nunca lo hubiera creído, ni aunque me lo hubiesen leído al tirarme las cartas del tarot.

Este verano estuve en familia unos días en Santiago sufriendo del calor y, era que no, circulando en Metro que, para mis hijas, en especial Julieta, la mayor, debe ejercer una extraña fascinación, casi su objeto inanimado amigable preferido, tanto o más que su celu, aclaro eso sí que solo lo conoce en verano y nunca en el periodo de mayor atochamiento post Transantiago, mejor para ella porque sería frustrante, peor que desilusión amorosa.

Es que al igual que a muchos magallánicos el Metro debe parecerle algo extraordinario, y no sólo porque permita desplazarse rápidamente por esa metrópoli que la imaginábamos cuadrada como tablero de Gran Capital con casas de cartón y edificios de plástico.

A mí, que pretenciosamente por años busqué consciente o no ser subterráneo, casi subterráqueo, si bien me resulta atractivo no es algo que me apasione será porque no sé andar en Metro llego siempre tarde a los cierres de puerta, cuando el tren entra en movimiento nunca alcanzo a sujetarme de las barandas y pierdo fácil el equilibrio, si tengo la mala ocurrencia de llevar una botella de agua para capear el calor, pierdo plata, porque con las frenadas no alcanzo a beberla suelo salpicar a los pasajeros y deshacerme en vergonzosas disculpas; además confundo los cambios de andén con las salidas de estación y nunca tengo claro donde debo posar la tarjeta bip.

Hace unos años en un viaje que efectué por trabajo a Santiago iba a Estación República me quedé dormido, terminé en Las Rejas, culpa de la fluoxetina, que los cuicos le dicen prozac, placebo para una depresión.

Julieta, en cambio, con su adolescencia a cuestas, parecía disfrutar más que nunca cada instante del viaje en el vagón cosmopolita que nos trasladaba desde la estación Mirador a La Moneda y sonreía a una clandestina banda cumbianchera que subió para alegrar el ambiente. El cadencioso ritmo chilombiano, que por fin está de moda y ya nadie se avergüenza de escucharlo, interrumpe la comunicación silente pero gestual del whatsappeo y del facebook que, para sanidad de nuestros oídos, en esta década supera al ruidoso e infernal ritual acústico hispano celular noventero.

Acude a donar unas monedas a los músicos y la busco entre los pasajeros, se oculta, sonríe y sienta a mi lado, después de muchos años coloca su cabeza en mi hombro, ¡vaya asombro! me deja, incluso, acariciarla y descansa. Mi señora e hija menor ríen y sacan una foto para inmortalizar el magno evento, es que su par de años que con Julieta estábamos distantes, ¡sepa alguien qué nos pasó! por la Edad del Pavo, quiero creer. Llegamos a nuestra estación de destino, bajamos me detengo para anotar ideas sueltas en mi libreta de apuntes y, de paso, extravío a mi familia, se ocultaron, me sorprenden y bromean.

De regreso ya en la tarde, vamos parados, chisteo, Julieta sonríe y no reprocha como acostumbra mi humor fome, la acaricio me devuelve el cariño con un beso en la mejilla, estoy extasiado, tal vez sea cierto aquello de que debo manifestar más mis emociones como me han recomendado, de hoy en más esta será mi Metroterapia o mejor mi amuleto, pero la dicha dura poco pronto acabarán las vacaciones regresaremos a Punta Arenas y no estoy seguro si las cosas funcionarán igual en las micros que, como los colectivos, circulan a gas o cuando vaya a dejarla a clases en auto, quizás deberé intentarlo caminando o no queda sino esperar hasta el próximo verano, después de todo con los años uno siente que las estaciones pasan rápido, como si viajáramos en Metro.

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